marzo 30, 2013

Gabino (Parte 22)

Por Abraham Ramírez



     Un bebé.  Un hijo.  Me pasaba las noches enteritas soñando despierto con esa personita suave e indefensa que formaría parte de nuestra vida muy pronto.  Aunque había sido padre sustituto de mis hermanitos, esto era diferente.  Estaba demasiado emocionado.  Ya me imaginaba las canciones que le cantaría para hacerlo dormir.  Y si era una niña, le pondríamos 'Ariadna' como su hermosa y valiente madre, pero si era niño, me gustaría llamarlo 'Julio', como mi querido y admirado Julio Verne, pero no, porque era también el nombre del odiado y viejo torturador de Margarita y Leticia.  Mejor Juan, Pedro o Ezequiel, como mis hermanos o de plano Gabino, como el orgulloso padre.

     Yo andaba por las nubes, pero Ariadna seguía empeorando, porque el embarazo le estaba sentando muy mal.  Mareos, dolores, calambres, bajones de presión, insomnio, calor insoportable, vómitos, falta de apetito;  pobre de mi señorita querida.  De haberse podido, hubiera pasado a nuestro bebé a mi vientre para que mi Ariadna dejara de pasarlo tan mal, pero Dios es tan sabio que no escoge hombres para ese trabajo, no podríamos hacerlo nunca.

     La vida creciendo.  La vida formándose.  La vida decidiendo.  La vida triunfando.  Todo, dentro de una mujer.

     Mientras tanto, yo parecía andar completamente encafeinado.  No paraba.  Para todos lados iba y de todos lados venía si concentrarme y reía sin cesar.  Mis hermanitos estaban preocupados por Ariadna, pero no podían disimular su emoción por el esperado sobrinito.   Lucrecia recomenzó a tejer, ahora hermosas y delicadas chambritas, Juan compró una gran variedad de juguetes para niño y una muñequita, por si por pura mala suerte, salía niña; y Lucha compró una cunita blanca de madera con ornamentos muy bonitos de flores lilas.  Todos volábamos con la idea de un bebé en nuestras vidas.  Pero Ariadna, seguía sintiéndose mal.  Adelgazó mucho.  Sus vestidos, en lugar de írsele apretando con el paso de los meses, se iban viendo más sueltos.  No sé cuántas veces fuimos al médico en los casi siete meses que llevaba embarazada, pero no fueron pocas, pasaban con creces la docena.  Nos daba consejos detallados de cómo cuidar a mi señorita, pero aunque hacíamos todo lo recomendado, su salud no mejoraba.  Los análisis nos ofrecieron un panorama muy claro de la profunda desnutrición de Ariadna.

     Una noche calurosa le dio fiebre.  De esa que parece no bajar con nada.  La tuve que meter en una tina, de esas de lata, con agua muy fría.  Mi Ariadna lloraba y me decía que por favor la sacara ya, mientras mis lágrimas rodaban cuesta abajo sin detenerse, como si fueran una cascada eterna.  Me partía el alma verla mal.  Después de un par de horas la fiebre cedió.  A la mañana siguiente, Ariadna y yo fuimos de nuevo a consultar al médico.  Después de un examen profundo y detallado, el galeno nos explicó que el bebé no se movía.  Que era muy probable que algo malo hubiera pasado, pero que él no podía asegurarlo, que era necesario hacer análisis más a fondo para estar seguros del estado de, 'el producto', dijo.  Tuve que llevar a Ariadna a la, ya odiada para mí, casa de Salud de los españoles.  Fueron horas muy largas y lentas.  Ya entrada la noche, un médico de barba muy poblada y pelo demasiado engomado hacia atrás de color negro, salió a llamar a 'los familiares de la señora Ariadna Domínguez'.  Me levanté al instante y el médico barbón me pasó a su consultorio.  Con mucha amabilidad me dijo que el cuadro que veía no era nada esperanzador:

-El bebé está muy pequeño, cerca de 10 cm por debajo de la talla promedio -(no sé cómo se sabía eso entonces, pero se sabía)-,  está como en un letargo, es necesario sacarlo ya, para procurar que la madre pase el peligro.  Pero es muy poco probable que el bebé sobreviva.  Sin embargo, ambos están en grave riesgo si no se actúa de prisa.  Usted debe decidir, pero le sugiero que no pase de esta noche.  

     No tuve tiempo de meditarlo, sólo asentí.  Firmé unas hojas donde aceptaba estar consciente de la complicada situación y del riesgo que mi esposa e hijo corrían.  Luego de unos instantes, me permitieron pasar a ver a mi señorita.  Intenté consolarla, pero ella me sujetó las manos con las suyas y sus palabras cortaron de tajo las mías.

-Sabes que te amo Gabino.  Que me encantaría estar contigo eternamente.  Creo que he sido demasiado afortunada de pasar este tiempo a tu lado.  De haberme casado contigo.  De haber realizado mis sueños contigo.  De ser feliz contigo.  Tú me haces feliz todos los días.  Me has enseñado a vivir.  Quiero que nuestro hijo también te conozca.  Que vea la clase de persona que eres, que lo impresiones con ese amor tan grande que tienes para todos nosotros.  Por eso te pido, que si en un momento de peligro para nuestro hijo, es necesario que elijas entre los dos, lo elijas a él.  Promételo Gabino.

     Después de decirme eso Ariadna besó mis manos y volvió a decirme que me amaba.  Entraron los enfermeros y la llevaron, en camilla, al quirófano.  Yo quedé mudo, con los ojos nublados por las lágrimas, viendo los ojos adoloridos de mi querida esposa, que se alejaba, gritándome: 'Promételo Gabino'.