marzo 13, 2016

Renacer (parte 2)

Por Abraham Ramírez



El reloj digital del buró marcaba ya las 7:47 p.m.  Sandra, sudada y nerviosa, se había quedado dormida de nuevo.  La despertó su urgencia inoportuna de ir al baño, y después de tantas horas no pudo contenerse más y mojó la cama y su ropa y su libro, que había soltado al lado suyo al dormirse la última vez.  Mamá no aparecía aún. La rayita de luz que marcaba el contorno de la cortina y que era el único signo de que afuera había vida, se había difuminado y apagado ya.  Débil, tal vez más que nunca, Sandra se empujó hacia arriba con toda la fuerza de sus brazos y se sentó para tratar de evitar el frío incómodo de la pipí.  Cuando la cabeza dejó de darle vueltas y los oídos pararon de zumbarle, volvió a llamar a su mamá; una, otra vez, y de nuevo.  Inexplicablemente, la vocecita debilucha iba aumentando su volumen a cada palabra: mama - maaamá - ¡MAMÁ!  Un grito tras otro, Sandra parecía recobrar la vida.  Motivada por el inesperado fenómeno, intentó bajar de la cama; decisión que terminó con el resultado lógico: caída ruidosa  hacia el piso con choque de cachete contra el buró.  Reloj, termómetro, maceta con plantita, cepillo de dientes y otras cositas; regadas por todos lados.  Sandra se sobó la cara y decididamente inició un desplazamiento, a rastras, en busca de mamá.

     ¿Estaría en la cocina, en su recámara, en la sala, en el estudio o fuera de casa? Decidió buscar primero en la sala, era lo más cercano a su ubicación actual, ese cuarto de servicio convertido en recámara infantil para el fácil acceso, después de que llegara esa terrible enfermedad, según le había contado mamá algunas veces.  Sandra se había alejado de su cama mucho más de lo que recordaba.

     Sus brazos estaban menos torpes que antes.  Para ella era inexplicable lo que sucedía, después de todo, ese día no había comido nada, y debería estar más débil que nunca, pero en realidad, podía sentir algo raro en su cuerpo, como una fuerza recorriéndole las venas en todas direcciones, como aire, como un fuego que llovía en microscópicos miles de piquetes, dentro de sus ridículos y olvidados músculos.  Logró llegar a la sala.  Con su perspectiva al ras del suelo, y con la luz que entraba por la ventana, escudriñó con mucho cuidado todos los rincones de la pieza, pero mamá no estaba allí.  Volvió a moverse, esta vez con más rapidez, hasta la cocina.  Apenas su vista cruzó valiente la oscuridad del lugar, logró ver algunos objetos tirados, y la mano de mamá, extendida y pálida; se asomaba por detrás del mantelito caído de la mesita roja, donde seguramente, preparaba los platillos que le llevaba amorosa todos los días.

(Continuará)