Por Abraham Ramírez
La mañana estaba lluviosa y fría. Los ojos de Ingrid se sentían pesados, pegajosos y llenos de cristales de arena marina. Sufría. A pesar de todo seguía esperando la caricia tibia de Mario por las noches. Se acostaba en la misma posición de siempre, en la orillita izquierda de la cama, en donde él la buscaba para abrazarla y hacerle sentir su cariño, tan maduro, tan masculino, tan de diez años de casados. Pero Mario ya no la abrazaba. Ingrid despertaba todos los días con frío, con una tosecita molesta por haber dormido con la espalda descubierta, y con ganas de regresar el tiempo. Si el clima era bueno, se tomaba un vaso de leche fría para sentir que su alma volvía al cuerpo cansado; si era malo, como el de esa mañana, bebía un gran taza de café para atontar a la tristeza y engañarla un poco, al menos hasta la tarde, cuando el sol cansado se ocultaba, y la noche oscura, fría y sin Mario, la cubría de nuevo y la hacía soñar.
Amaneció. El gris del cielo se extendía por todos lados, y millones de gotitas mojaban todo, lenta y profundamente. El teléfono sonó pero ella no estaba interesada en contestar. Se duchó con agua hirviente, más vapor que agua, y se vistió con la falda negra que era un tanto atrevida y la hacía sentir bonita. No estaba segura de que fuera viernes, pero eligió pensar que sí y no se preocupó por revisar el móvil o encender la computadora para comprobar. Sus días se habían vuelto una rutina depresiva desde lo de Mario, pero ese día, su semblante tenía dibujada una sonrisa rosada y sus ojitos húmedos color café se veían más despiertos y brillantes que de costumbre. Salió de casa. Cantaba una canción feliz, mientras las gotas de lluvia hacían percusiones hermosas en su paraguas, para acompañarla. En el super, compró vino de frutas y latitas de salmón, para preparar la ensalada que a Mario le gustaba tanto: salmón con piña en almíbar y cerezas. El día se le hizo lento, esperando que fuera la hora de la cena; que a fin de cuentas llegó. Puso cubiertos y copas para dos, se vistió elegante y a las 7:30 se sentó a la mesa. Después de un rato bebió un sorbo de vino y comenzó a hablar:
'Anoche me puse muy triste esperándote. Tenía tantas ganas de estar contigo, de tenerte cerca, de que me abrazaras fuerte y me besaras. Pero nuevamente esperarte fue terrible, saber que no vendrías, que tus manos no me tocarían, que tendría otra noche fría y con lluvia, por dentro y por fuera; y que tu aliento no volverá jamás a acariciar mi espalda, que no te sentiré de nuevo por mucho que lo quiera... Anoche, Mario, apenas anoche; tomé la decisión de ya no esperarte. Quiero volver a avanzar, aunque ya no estés, aunque no sea a tu lado. Aunque sea tan pesado mover mi propio cuerpo. Aunque sea tan difícil respirar y no morirme contigo. Porque sé que tú me amaste como nadie, como jamás soñé que alguien podría. Porque yo te amo como no amaré de nuevo. Sé que quisieras esto, que ya no llore más y que vuelva a vivir. Porque yo lo quisiera para ti si yo me hubiera ido y no tú. Te amo, te amé, te amaré más que a nadie por siempre. Apenas anoche tomé la decisión, por favor perdóname.'
Terminó su cena. El plato de Mario quedó lleno de ensalada y la copa llena de vino. En la recámara, justo en medio de la cama, Ingrid soñaba tranquila y cansada con cielos azules y nuevos soles, llena de vida y esperanza.