octubre 09, 2019

Luis

Por Abraham Ramírez Castillo




En la desordenada mesa de dibujo, Luis, un pequeño maniquí articulado de madera, soñaba con poder expresarse.  Para un muñeco destinado sólo a fabricar posturas para ayudar a dibujantes inseguros, era muy difícil; pues tristemente, carecía de cara.  Su cabeza, tallada burdamente en una sola pieza de madera de pino del tamaño de una canica promedio, no tenía ni cejas, ni ojos, ni nariz ni boca.  Luis no podía comunicarse eficazmente con los demás objetos y juguetes del estudio, excepto, a veces, usando señas y toques.  Había intentado, varias veces ya, pintarse ojos y boca agarrando un lápiz, pero sus manos carentes de dedos, no le permitían sujetar muy bien los delgados objetos y no pasó nunca de pintarse alguna línea chueca en el cuello, el pecho o la frente.

     Una mañana airosa de octubre, cuando un soldadito articulado pasaba por la mesa, en misión de reconocimiento; Luis logró, a base de señas y pequeños gemidos guturales, convencerlo de que le dibujara una cara.  El soldado, por medio de un sofisticado sistema de radio, pidió la autorización correspondiente a su capitán.  Este, después de refunfuñar un rato y obviar los peligros de posponer misiones en la guerra, aceptó de mala gana y otorgó el permiso.  El soldadito escogió un lápiz 2B, según él, para que si el primer boceto no salía del todo bien, pudiera borrarse fácilmente.  Con seis trazos básicos, tiz, tiz, taz, taz, tuz, tuz; Luis, podía ver, oler, hablar y sonreír.  Incluso hacía gestos chistosos con las cejas curvadas que Lobo negro, el heroico comando militar y ahora dibujante, le había trazado.  Como funcionó, repintaron las líneas con plumón permanente.  Luis le agradeció muchísimo la amabilidad, y con un abrazo, le prometió su amistad incondicional y permanente.  Lobo negro le propuso que lo acompañara a hacer reconocimiento por toda la mesa para inventariar objetos útiles para hacer barricadas y armas; pues según el capitán, uno de sus contactos le había informado que los Playmobil piratas del cuarto de los niños estaban preparando un asalto sorpresa al estudio.  A Luis le divirtió mucho su aventura.

     Se hacía de noche.  Luis se estaba despidiendo ya de su nuevo mejor amigo, cuando sus ojos recién estrenados visualizaron algo que lo perturbó maravillosamente: A lo lejos, en la vitrina de la sala que se alcanzaba a ver desde allí, desde su propia mesa, la mujer más hermosa que hubiera visto jamás (de hecho la única), estaba mirándolo curiosa.

     Era una muñequita de anime con cabello largo y rojo, ojos grandes de color magenta, nariz respingada, labios frutales y hermoso cuello.  Hombros finísimos y bien curvados enmarcaban sus brazos perfectos y firmes; grandes pechos redondos sobresalían de su tórax, hipnotizando a cualquiera que se atreviera a ver hacia allí; tenía cintura y cadera de guitarra clásica bien tallada; piernas claras y ágiles como las ciervas de los bosques; pies preciosos y besables como bebés.  Luis quedó enamorado desde ese momento.  Se despidió de Lobo negro, que al parecer no entendía de mujeres, y se quedó mirando embelesado a la pelirroja.  Ésta, al saberse admirada, le hizo a Luis una seña triste, pero coqueta, para llamarlo.  El pequeño maniquí nunca había bajado de la mesa, y mucho menos salido del estudio; porque estaba anclado a un trozo pesado y circular de madera que le servía de base.  Pero un fuego poderoso, que parecía quemarlo por dentro, lo incitaba, fortalecía y convencía para hacer posible cualquier cosa.  Se apresuró a llegar a la orilla de la mesa; se lanzó al banquito dándose un buen porrazo, de ahí al piso con otro golpe.  Hizo aproximadamente 150 cansados saltos para cruzar el estudio y llegar al pie de la vitrina, en la que la ninfa estaba esperándolo.  Desplazarse brincando y llegar a un sitio era una cosa, pero abrir la vitrina y subir hasta el quinto piso era un problema de niveles titánicos para Luis.  ¿Cómo podría escalar sin dedos en las manos y anclado a una base?  Pero eso no importó.  El empoderado maniquí comenzó a trepar y trepar, se agarraba difícilmente de cualquier cosa con sus manitas lisas y sin dedos, resbalaba, se atoraba, volvía a intentarlo y caía de nuevo, estaba exhausto.  Al fin, después de tanto esfuerzo extremo llegó con ella.  Con esa mujer bonita y perfecta y majestuosa como los trazos del dibujante.

     Su nombre era Haruka.  Hablaron largo rato.  Cada vez que ella movía sus labios, pestañeaba, sonreía o respiraba; Luis quedaba más y más enamorado.  Sentía que no había nada más.  Sólo ella, sólo verla, conocerla, hacer lo imposible una y otra vez por ella.  Y así fue.  Haruka le pidió que la liberara, porque su deber era posar día y noche dentro de una pesada caja de vinil transparente y estaba muy cansada.  -Será muy lindo recorrer el mundo contigo- le dijo ella, -pero no puedo salir de aquí, por favor ayúdame.  Sobra aclarar que Luis no tenía ninguna duda en hacerlo.  Pero no pudo encontrar cómo abrir la puerta del prisma.  No pudo levantar ningún objeto para golpear y romper la prisión.  Así que decidió utilizar lo único que movía con fluidez: su cabeza.  Una y otra vez su cara se estrelló en la caja, pero no le hacía ningún rasguño, así que decidió golpear las aristas, las uniones de las paredes.  Cada doloroso golpe era como un hachazo en el tronco de un árbol.  Su cabeza se estrellaba astillándolo todo, y por supuesto, borrando su nueva cara.  Poco a poco todo su rostro se desprendió en pedacitos minúsculos de madera, pero eso no le impidió seguir haciéndolo todo por ella, dejó de oler y de ver, pero no de sentir ese poderoso amor que lo impulsaba.  De repente, una de las caras de la prisión hizo un rechinido y se separó de las otras.  Luis metió sus manos y comenzó a hacer palanca, a dar jalones, ella también empujó desde adentro y de repente, ¡plum! la pared cayó y la hermosa Haruka pudo salir.  Brincó de alegría, se estiró, se carcajeó, corrió de un lado a otro, bajó un piso de la vitrina, luego otro y otro, llegó al piso y se perdió de vista cuando dio la vuelta hacia la recámara del dibujante.  Luis; ciego, sordo y herido gravemente, se dejó caer al lado de la jaula transparente.  Arrepentido de haber tenido ojos, herido gravemente por fuera y totalmente muerto por dentro, lloró.





















septiembre 18, 2019

Presente.

Por Abraham Ramírez



El tiempo.  Hablamos de él como si no fuera nada.  Como si fuera un objeto disponible y manipulable, como si lo pudiéramos conseguir en Amazon a diferentes precios o comprarlo a meses sin intereses en el Walmart más cercano.  Nos engañamos.  No hay 'Buen fin' ni promociones para obtenerlo.  Podemos intentar otros mil años viajar a través de él, al pasado o al futuro, lejano o inmediato; y no lo conseguiremos.  Se va.  Se pierde.

     Después de cumplir los 40 años, he tenido pesadillas con el mañana (cada vez más próximo), y me sorprende el miedo tan pesado que me recorre.  Le he temido a la muerte, la soledad, el desamor, las mentiras, las traiciones, al qué dirán, a los fracasos; pero este nuevo y desconocido temor es imponente y despiadado, más que todo.  Me preocupa no haber hecho nada que valga, que el legado que deje sea insuficiente, que mi presencia sea fácilmente olvidable por no haber logrado volverse importante.  En unos días, me operarán por primera vez y deben hacerme estudios de electrocardiograma, análisis de sangre y evaluación para ver si soportaré la anestesia.  Esta es una operación de un mal vesicular, que de hecho, fue encontrado por pura casualidad, mientras buscaban en mi cuerpo, vía ultrasónica, una razón para mi continuo malestar y cansancio.  En el 2017, por haber desarrollado un hipertiroidismo agresivo, me sometí a un tratamiento con yodo radiactivo, por consejo de mi endocrinólogo, que aseguró:  'después de generarse el hipotiroidismo, sólo será tomar una pastillita diaria para llevar una vida normal'.  Ya casi van a cumplirse tres años de eso y no ha llegado, ni siquiera, la normalidad; mucho menos la salud.  Extraño mi vida activa.  Andar en bicicleta, trepar árboles, jugar cualquier deporte por horas, caminar decenas de kilómetros sin sentir que me muero, viajar, pasar el día entero en el estudio haciendo música o creando historias.  Es cierto, muchas cosas terribles pasaron casi al mismo tiempo, la muerte de papá, el divorcio, los fracasos laborales; pero conocer las posibles causas no da ni una esperanza de llegar a la cura.  Me da miedo no ser el mismo cuando estoy con mis hijos.  Me desespera ese peso en los hombros cuando quiero jugar con ellos.  ¿Algún día podré volver o estoy en un declive permanente hacia la inutilidad?

     Seguiré intentando encontrar una forma de aceptar todo esto en paz.  Después de todo, no sé ver hacia el futuro y ya me acuerdo muy poco del pasado.  El mismo Jesús dijo: 'No se preocupen por el día de mañana, porque mañana habrá tiempo para preocuparse.  Cada día tiene bastante con sus propios problemas.'  Confiaré.  Seguiré.  Lucharé.  Si lees esto y estás sano y joven, no desperdicies el tiempo.  Vive, porque nada te devolverá el hoy, el presente; este momento que lleva nombre de regalo, tal vez, no por casualidad.