enero 25, 2023

Crónicas de un cuarentón (balada 3)

Por Abraham Ramírez Castillo 



El dicho dice: 'recordar es volver a vivir', pero bien podría decir 'es volver a morir'.  Al menos eso sentía al llegar al final de ese sube y baja que fue mi 1994.  Llevaba el corazón reptando por todos lados, después de que Mimí volvió a su pueblo natal a casarse con su novio, porque sí, mientras aquí, este chico de 17 años la consideraba lo más grande del universo, allá, en algún lugar del norte de México, había un tipo maduro y realizado esperándola para ofrecerle un futuro serio y seguro.  Su decisión fue la correcta y la sensata, pero eso no me quitó el dolor de sentirme abandonado y sin argumentos ante lo que yo creía entonces, había sido mi más grande amor.  Si hubiera adivinado lo que vendría después, en el inicio del siguiente año, me hubiera parecido un poco menos aniquilante el evento reciente.  Pero no, no hablaré aún de 'ella', porque sería contar páginas y páginas de años de obsesiones y amor y desencantos y amor y destrucción y amor y soledad.  Hoy quiero recordar un lugar perdido; ya también lejano, pero más tranquilo y lleno de dulce luz.  

     En el verano del 2002 decidí probar en la universidad pública de mi ciudad.  Era mi cuarto intento de estudiar una licenciatura, pero esta vez, en lugar de recurrir a las universidades privadas que tanto me habían frustrado, decidí aventurarme a lograr pasar el tan temido examen de admisión, y por fin re-cursar hasta terminar la licenciatura en Diseño Gráfico.  Estudié, pregunté lo que no sabía de la guía, sobre todo en las matemáticas, que siempre fueron mi coco, y por fin llegó el día.  Mi sede fue la facultad de medicina.  Ese día llegué muy temprano en mi golfito 89, me estacioné, oré por última vez y me metí a buscar el salón en el que haría la prueba.  Nos dieron las instrucciones y empezamos.  Llenar las planillas de respuestas era genial.  La verdad, aunque estaba muy nervioso, lo disfruté mucho.  El tiempo que tardaron en publicar los resultados se me hizo una eternidad, y constantemente me cuestionaba si había contestado bien o me había traicionado la mente sugiriéndome respuestas equivocadas a cosas que sí sabía.  Pero por fin, el día llegó.  Muy temprano fui a comprar el periódico para buscar lo que todos los examinados queríamos encontrar: nuestro nombre con una calificación suficiente para entrar a la licenciatura deseada.  Y sí, allí estaba mi nombre con un flamante 863 de 1000 al lado, que me hacía celebrar como si ya me estuviera titulando.  

     Fue el primer día de clases.  Me pudo haber tocado cualquiera de tres horarios: matutino, intermedio y vespertino, pero fue el primero, igual que a ella.  ¿Cómo deberíamos llamarle? Ariadna.  Hermoso para alguien tan genial.  Me senté en la tercera fila de mesas, y de repente la vi entrar.  Fue muy curioso, porque se me hizo demasiado parecida a Mimí; el cabello, las cejas, la complexión, el color de su piel.  Ella entró al salón y se sentó en una fila detrás, no estoy seguro de cuál, si la siguiente o la última.  La primera clase nos presentamos todos; yo estaba un tanto avergonzado por tener que decir mi edad, pues me sentía ya muy viejo para estar apenas empezando de nuevo.  Me sentía viejo entonces.  Una ridiculez comparado con cómo estoy ahora.  Pero lo interesante es que supe su nombre.  Tenía dos: el segundo era el mismo que el de 'ella', de quien no quiero hablar aún; y el primero, el mismo de mi novia de la secu.  Demasiado idílico y tormentoso para un enfermo terminal de necesidad de amar como lo era entonces.  

     Al siguiente día me senté en la última fila, no por ella, sino porque me sentía más cómodo ahí, menos observado.  Ella llegó un pelín más tarde y se sentó a mi lado.  Me dijo 'hola' y empezamos a platicar como si nos conociéramos de siempre.  Era hermosa; cada vez se me hacía menos parecida a Mimí.  Me hablaba con una seguridad y simpatía que me encantaba.  Me hacía preguntas acerca de mi edad, de mi familia, de mis trabajos y no creo equivocarme en decir que es la mejor conversadora que he conocido.  Su vida había sido tan distinta a la mía, pero se sentía tan familiar, tan cercana.  Nos hicimos excelentes amigos y buenos compañeros de clases.  Me he extendido demasiado ya ¿no es así? Y apenas estoy comenzando esta historia.  Por ahora terminaré diciendo esto: en una clase de diseño básico (que por cierto, me aburría un poco porque era mi cuarta vez cursándola), Ariadna y yo platicamos más de la cuenta, y la maestra (que también era hermosa) nos castigó:  Ariadna y yo debíamos preparar la siguiente clase, para darla ante el grupo: Forma, Interacción y Estructura; que para entonces ya dominaba bastante bien.  Así que Ariadna y yo nos pusimos de acuerdo para estudiar y preparar nuestra clase.  Ese fue el momento y el lugar ideal para nosotros.  Repasando, explicándole, haciendo láminas, leyendo a Wucius Wong.  Fue allí, desde su admiración por mis conocimientos y mi admiración por su brillo y genialidad que nació entre nosotros un cariño muy limpio y tierno; que aún me hace recordarla con genuino agradecimiento por haberse aparecido, en ese lugar, en esa forma y en ese momento decisivo de mi revoloteada, volátil y necia vida.

Continuará...