Por Abraham Ramírez
Para celebrar, se me antojó llevar a mi novia
a cenar, por primera (y quizás única) vez, al restaurante más fufurufo y caro
de la ciudad. Tenía ya nueve meses saliendo con ella. Sí, lo
acepto, no era la mujer con la apariencia más fina del mundo. Su
complexión era pequeña y demasiado delgada, y con frecuencia se
vestía un poco rarito, hasta para mí, que soy bastante desgarbado. Pero
era linda la condenada. Su cara estaba esculpida con una delicadeza
asombrosa, con exquisitos rasgos mestizos; y cuando la lucía maquillada, con
los ojitos bien delineados y unas sombras un tanto discretas, sin duda, Lorena,
era la mujer más hermosa con la que yo hubiera estado.
Quedamos de vernos en un punto cercano al
restaurante. Lore salía a las 6:00 p.m. de su trabajo como cosmetóloga en
un spa para señoras desocupadas en esa misma zona. Yo, en cambio, debía
cruzar toda la ciudad en mi bici, así que calculé llegar con una media hora de
anticipación a la cita; así tendría el tiempo suficiente para que mi cuerpo
dejara de sentir calor y parara de sudar, y podría meterme al baño de una plaza
a acicalarme y quedar como si hubiera llegado en taxi o 'limousine'. A
las 7:00 p.m. en punto, Lore me daba un beso como saludo, me tomaba del brazo
orgullosa y complacida y se recargaba en mi hombro (porque hasta ahí llegaba su
cabecita) mientras cruzábamos, a pasos firmes, el estacionamiento que nos
separaba de la fina entrada del 'Le Chateau', un restaurante francés, que, a
decir de los spots de radio, era 'el lugar más sublime de México'.

No dije nada, porque Lore me vió con unos
ojitos muy tiernos y pensé, bueno ¡al demonio!, respiremos tabaco elegante.
Nos trajeron la carta, después de otros 20 o 25 minutos. Eso no lo
espero ni en el puesto de las garnachas deliciosas del centro, que está siempre
a reventar, pero en fin, por la sonrisita de Lore no dije nada. El
platillo más barato costaba $265 y no se nos antojaba, porque básicamente, era
unos huevos revueltos. ¡Para huevos en mi casa! pensé, pero Lore me tocó
la mano con suavidad y pedí los huevitos sin chistar. Lore ordenó para
ella un 'Ratatouille', un cosa rara de verduras como berenjena y espárragos.
Supongo que lo pidió porque fue lo único que entendió o le
pareció conocido del menú. Si había sido mucho tiempo el que habíamos
esperado hasta ese momento, la preparación de nuestra cena debió hacerse en
alguna cocina parisina, porque fue casi una hora con veinte minutos lo que
tardaron en traerla a nuestra mesa. Lo juro, no porque esté enojado al
recordarlo, pero nunca había comido cosa tan mal hecha en toda mi vida.
Estaba a punto de reclamarle al mesero, pero Lore me tocó el tobillo
descubierto con el empeine desnudo de su piecito y… no, no dije nada de
nuevo. No nos ofrecieron ni un cafecito
de cortesía. El servicio fue pésimo, la
comida desabrida y el ambiente hostil, sólo faltaba la cuenta. Para cerrar con broche de oro, mi deuda pasaba
de los $1300. Me sentí abusado, robado,
violado; pero Lore me dio un beso muy apretado y me dijo ‘gracias’ y no, no
pude decir nada. Pagué, salí con mi
coraje reprimido y con la cartera más delgada y fui a dejar a mi agradecida
novia su casa. Su papá me regañó por
llevarla 15 minutos tarde y me cerró la puerta en la nariz. Ni siquiera pude darle un último beso. A Lore, no a su papá. Me tragué el coraje, regresé por mi bici,
crucé de nuevo la ciudad y cansado, en mi cama, comencé a pensar cómo podría
desquitarme. Al lado mío, en mi buró,
estaba mi tablet, con el dispositivo especial.
¡Eureka! Hubiera dicho Arquímedes, si hubiera sido yo, al percatarme de
que podría usar mi Odorograma para vengarme de la humillación que los
desgraciados de ‘Le Chateau’ nos habían hecho...
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