enero 07, 2013

Odorograma (Parte 2)


Por Abraham Ramírez



     Para celebrar, se me antojó llevar a mi novia a cenar, por primera (y quizás única) vez, al restaurante más fufurufo y caro de la ciudad.  Tenía ya nueve meses saliendo con ella.  Sí, lo acepto, no era la mujer con la apariencia más fina del mundo.  Su complexión era pequeña y demasiado delgada, y con frecuencia se vestía un poco rarito, hasta para mí, que soy bastante desgarbado.  Pero era linda la condenada.  Su cara estaba esculpida con una delicadeza asombrosa, con exquisitos rasgos mestizos; y cuando la lucía maquillada, con los ojitos bien delineados y unas sombras un tanto discretas, sin duda, Lorena, era la mujer más hermosa con la que yo hubiera estado.

     Quedamos de vernos en un punto cercano al restaurante.  Lore salía a las 6:00 p.m. de su trabajo como cosmetóloga en un spa para señoras desocupadas en esa misma zona.  Yo, en cambio, debía cruzar toda la ciudad en mi bici, así que calculé llegar con una media hora de anticipación a la cita; así tendría el tiempo suficiente para que mi cuerpo dejara de sentir calor y parara de sudar, y podría meterme al baño de una plaza a acicalarme y quedar como si hubiera llegado en taxi o 'limousine'.  A las 7:00 p.m. en punto, Lore me daba un beso como saludo, me tomaba del brazo orgullosa y complacida y se recargaba en mi hombro (porque hasta ahí llegaba su cabecita) mientras cruzábamos, a pasos firmes, el estacionamiento que nos separaba de la fina entrada del 'Le Chateau', un restaurante francés, que, a decir de los spots de radio, era 'el lugar más sublime de México'.

     En realidad era un lugar increíble.  Elegantísimo.  Me remonté a la época dorada de París.  Bueno, a como lo había visto en las películas.  Y como en todos los restaurantes que cobran de más, teníamos que esperar a que se nos asignara un lugar, así que eso hicimos.  El problema comenzó cuando llevábamos parados casi 15 minutos y aún no nos atendían, en cambio, otras personas más 'elegantiosas', eran introducidas cortés, y casi inmediatamente, por el pingüino alto y delgado de la entrada.  Comencé a impacientarme, lo acepto.  Decidí no esperar más y meterme 'a las vivas' con mi Lore, a una mesita para dos en un rincón muy bonito debajo de una copia, muy bien hecha, de un cuadro de Toulouse-Lautrec donde dos enamorados se besan acostados en una cama.  Le estaba yo acomodando la silla a mi señorita, cuando otro tipete, un mesero, vino a pedirme que por favor lo siguiéramos.  Sin dirigirnos la palabra, nos condujo a una mesa, afuera, en el área para fumadores, en el rincón más recóndito.  Un sitio hecho, exclusivamente, para los indeseables.  Yo odio el cigarro.  Si quisiera respirar humo mientras como, me hubiera ido a cenar taquitos de suadero en el puesto de doña Chana, a fuera de mi ex-universidad, a apenas unos pasos de la terminal de los micorbuses de la ruta 10.  Ahí hay humo 20 de 24 horas al día, pero con veinte pesos ya me siento lleno, así que me aguanto la humeada.  Pero estábamos en el 'Le Chateau', y pagaría, seguramente, una cuenta de más de quinientos pesos, una considerable diferencia para mi economía.

     No dije nada, porque Lore me vió con unos ojitos muy tiernos y pensé, bueno ¡al demonio!, respiremos tabaco elegante.  Nos trajeron la carta, después de otros 20 o 25 minutos.  Eso no lo espero ni en el puesto de las garnachas deliciosas del centro, que está siempre a reventar, pero en fin, por la sonrisita de Lore no dije nada.  El platillo más barato costaba $265 y no se nos antojaba, porque básicamente, era unos huevos revueltos.  ¡Para huevos en mi casa! pensé, pero Lore me tocó la mano con suavidad y pedí los huevitos sin chistar.  Lore ordenó para ella un 'Ratatouille', un cosa rara de verduras como berenjena y espárragos.  Supongo que lo pidió porque fue lo único que entendió o le pareció conocido del menú.  Si había sido mucho tiempo el que habíamos esperado hasta ese momento, la preparación de nuestra cena debió hacerse en alguna cocina parisina, porque fue casi una hora con veinte minutos lo que tardaron en traerla a nuestra mesa.  Lo juro, no porque esté enojado al recordarlo, pero nunca había comido cosa tan mal hecha en toda mi vida.  Estaba a punto de reclamarle al mesero, pero Lore me tocó el tobillo descubierto con el empeine desnudo de su piecito y… no, no dije nada de nuevo.  No nos ofrecieron ni un cafecito de cortesía.  El servicio fue pésimo, la comida desabrida y el ambiente hostil, sólo faltaba la cuenta.  Para cerrar con broche de oro, mi deuda pasaba de los $1300.  Me sentí abusado, robado, violado; pero Lore me dio un beso muy apretado y me dijo ‘gracias’ y no, no pude decir nada.  Pagué, salí con mi coraje reprimido y con la cartera más delgada y fui a dejar a mi agradecida novia su casa.  Su papá me regañó por llevarla 15 minutos tarde y me cerró la puerta en la nariz.  Ni siquiera pude darle un último beso.  A Lore, no a su papá.  Me tragué el coraje, regresé por mi bici, crucé de nuevo la ciudad y cansado, en mi cama, comencé a pensar cómo podría desquitarme.  Al lado mío, en mi buró, estaba mi tablet, con el dispositivo especial.  ¡Eureka! Hubiera dicho Arquímedes, si hubiera sido yo, al percatarme de que podría usar mi Odorograma para vengarme de la humillación que los desgraciados de ‘Le Chateau’ nos habían hecho...

   

No hay comentarios:

Publicar un comentario