agosto 23, 2013

Jueves de danza.

Por Abraham Ramírez



  Pas de deux.



     Como cada jueves por la tarde, a las seis para ser exacta, inició la función.  En el programa, bailaríamos cinco veces juntos, aunque sólo en tres tú y yo interactuaríamos íntimamente.  En 'la mar dormida', después de una hermosa secuencia de écarté - jeté grand - assemblé; terminábamos en un abrazo de un segundo apenas, pero yo podía respirar el aire jadeante que exhalabas y escuchaba tu corazón agitado y vibrante, a través de mi pecho.  ¿Cuántos latidos puedes retiñir en un segundo? ¿Cuántas veces despedir el aire encantador de tu boca?

    En los ensayos no solías ser tan perturbador, tal vez, porque no actuabas, porque tu intención no era interpretar sino afinar la sincronía y los tiempos.  Pero cada vez que salíamos al escenario, ese tú que vivía tan impactante y hermoso frente al público, me hacía admirarte de más y desataba deseos, muy explícitos, de estar contigo.

    Llevamos cinco años en la compañía.  Casi los cinco, tú y yo hemos hecho una pareja excelente.  Mientras interpretamos, ante todos los espectadores, somos una pareja abrumadora, perfecta.  Si tan sólo no tuviera que terminar.  Si la función nunca llegara a su fin.  Si no tuvieras que cambiarte rápidamente para estar con ella.  Si no hubiera, en la vida real <como en mis sueños escénicos> una prima ballerina que ajustara tan perfecto a tu respirar, a tus movimientos, a tu ritmo.




'Comparaison.'



   Como buen oficial de policía, no muy sobresaliente y ya en sus últimos años de servicio, aceptó el cambio sin objetar nada.  Nunca estuvo en lugares con mucha acción o peligro como en las películas que 'daban' en le tele, pero ser guardia del centro cultural no terminaba de gustarle.  Semana tras semana, sin querer, comenzó a escuchar música muy desconocida y exótica, a ver pinturas ilógicas y raras, y a presenciar danzas extrañas... muy extrañas para él. Cada quinto día de la semana había funciones de danza en el centro cultural, por un ciclo nombrado 'Danza para todos'.  No le gustaba mucho lo que hacían los bailarines, porque en su mayoría, eran muestras de danza contemporánea y ballet las que se ofrecían al público.  Él había bailado toda su vida, como un maestro, las cumbias y salsas en las fiestas familiares, y esto, que ahora solía mirar, no se parecía en nada.  Su eterna pareja, doña Chivis, con la que llevaba casado treinta y tres años, se movía 'como una reina' para él, y disfrutaba mucho bailar con ella. 

  Al correr de unos meses, Don Chema y su señora fueron invitados a los quince años de su sobrina Francisca. Se engalaron excelentemente y todo anduvo como en cualquier fiesta.  El vals.  La cena.  El relajo.  De repente, ya esperado por todos los alegres invitados, empezó el baile, con el acordeón solista de una cumbia maravillosa de 'los ángeles azules', el grupo consentido de los señores José María y Silvia Sánchez.  Ella, inmediatamente, como si la silla enfundada le quemara el coxis, se  levantó y comenzó a menear su rechoncho y bastante compacto cuerpo cincuentón de un lado a otro.  Giraba y sonreía mientras cerraba sus ojitos excesivamente adornados y paraba, en modo bastante gracioso, su trompita embadurnada de labial color fuschia.  En cualquier otra fiesta, Don Chema hubiera seguido a su señora inmediatamente con alegría obvia y contagiosa, pero esta vez, sin saber por qué, no pudo.  Verla ahí, con tan poca elegancia e imaginarse, él mismo de igual modo, lo perturbó.  Sin siquiera advertirlo, el sentido estético del baile de Don Chema había ido cambiando y refinándose; y ahora, muy a pesar suyo, no podía disfrutar más los bailongos familiares y los trompos, que ahora le parecían con tan poca gracia, de su mujer.




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