Ninguna palabra que digas me hará quererte menos.
Me has atrapado; no quiero alejarme ni perderme en mí mismo siquiera.
Cada mensaje visual, audible, palpable, perfumado,
gustable o intumescente que mandas me vuelve monocromático...
todo lo respiro de tu color.
Tu piel, aromática y fría, me es tan deseable que me deshago cuando la percibo,
sólo pienso en olerla, en probarla;
con los ojos, con las manos, con la lengua, con la conciencia y con los sueños.
No sé por qué me necesitas cuadrafónico,
si sentirte de seis formas me ha gustado de este modo,
tan inesperado pero tan agradable.
Tú. Tú.
Me miro desde afuera con la cara tan perdida y los ojos de conejo.
Nunca me había visto así.
Siento que mi sangre se cuaja, se vuelve gelatina de grosella y anís cuando te acercas tanto.
Me sonríes, me hablas, me besas, me desnudas... me desarmas.
Y no, no es que yo ande armado por el mundo;
pero debiera desde ahora que me has dejado tan vulnerable a todo.
Sueño que me llevas a lugares desconocidos y épicos,
llenos de color, de luz, de aromas, de texturas,
pero sobre todo llenos de ti; de ti y de música.
Tú eres música.
Eres el clímax de una sinfonía, cuando los violines gritan como ninfas y sirenas,
los cornos exhalan, los timbales revientan y retiñe el címbalo emocionado despidiendo notas áureas;
eres el piano solista que me hace pensar, que me estremece, que me eriza la piel y me roba una lágrima;
eres la voz de la mar que acaricia con palabras y embellece mi tarde y mi noche;
y me emociona para esperar cansado al amanecer.
Tú, labios de acuarela; que destiño con mis besos húmedos
y me manchan de magenta y perfume;
has cambiado mis formas y mis líneas.
Reviento contigo, me voy, me pierdo y me regreso fortalecido para amarte.
Gracias por las líneas que te escribo y porque sé que igual, que yo a ti; me vives tú.

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