noviembre 17, 2013

Mi día favorito.

Por Abraham Ramírez



     Ese día me desperté con el dolor más terrible.  La migraña me atacaba de nuevo, con más fuerza que nunca.  Como pude me levanté y al tratar de encender el calentador de agua, un flamazo inadvertido quemó mis pestañas y parte de la ceja izquierda.  Después de eso el gas se terminó.  Me bañé con agua fría y el dolor de cabeza se multiplicó.  Sólo había un par de calcetines limpios, los que estaban rotos y el calzón que me apretaba. Abrí el refrigerador y ya no había leche.  Me comí el cereal en seco y tomé un vaso de agua.  Al terminarlo me di cuenta que había una costra de chocolate y leche en polvo en el fondo.  Cuando me fui a peinar para salir por fin, me enteré que mi copete se había quemado también y no pude peinarme como siempre.  Tomé mi bicicleta para llegar rápido a la uni y cuando ya la había bajado los cuatro pisos que me llevaban a la planta baja del edificio, me di cuenta de que una llanta estaba ponchada.  Tuve que subirla de nuevo y luego correr tres cuadras para para alcanzar el micro-bus.  Se me fueron dos porque iban demasiado llenos.  Llegué tarde a clases.  Mi maestra de diseño básico no me dejó entrar ni me recibió la tarea que estuve haciendo hasta las 3:26 a.m .  Me presenté a la segunda clase, sólo para enterarme de que el trabajo final era en equipo y yo 'no tenía equipo'.  Me costó mucho terror psicológico conseguir uno, y fue el de los más holgazanes, por supuesto.  A la tercera y última clase del día, todos habían notado que había algo raro en mi cara y la migraña me hacía una 'huracarrana'.  Al salir de clases, fue la misma historia para conseguir entrar en el micro.  Cuando llegué a la casa, había una nota de mi mamá que me pedía hacerme de comer porque ella tenía que ir a ver a la tía Soledad; pero el refri seguía vació y mi dinero del día se me había terminado en pagar el transporte y comprar una botellita de tinta china de la fina.  Me llené con dos tacos de azúcar preparados con dos tortillas multicolor que encontré en una bolsa, detrás del 'tupper' de los chiles, al fondo del refri.  Me dormí una hora.  Cuando desperté, la migraña me atacaba con un 'RKO' fulminante.  No quise darle la victoria y decidí llevar la bicla al taller para no volver a tener que usar el odiado transporte público.  La sentí más pesada que nunca, pero ni con esos 74kg que parecía tener de más se comparaba a mi cabeza, pues juraría que llevaba un auto chevrolet modelo 50 ahí arriba.  El mecánico de las bicis me dijo que la cámara estaba rota y tenía que cambiarla.  Tuve que dejarle en prenda mi reloj 'casio illuminator', con la promesa de que me lo regresaría cuando le pagara el total.  Fui a dar unas vueltas para checar que no hubiera algún otro problema con la cleta.  Un taxi me dio un cerrón y me tiró.  Se raspó la bici y también mi codo derecho.  Ya estaba hasta el gorro de ese día, así que decidí regresar a casa y dormirme tres años, a ver si las cosas ya habían mejorado para entonces; si no, dormirme otros siete.  A un par de cuadras de llegar a casa (bueno, un par de cuadras y cuatro pisos), me pareció escuchar a una persona llorando.  Sonaba a  llanto femenino, de una niña, aunque en realidad yo no sabía mucho de nada que fuera 'femenino'.  Me frené completamente para cerciorarme de que no fuera una puntada más de mi migraña, pero ahí, detrás de un masetero con un árbol de laurel, en una esquina de la plazuela; había una persona, que lloraba de un modo que conmovía.  Como pensé que era un niñita, mi instinto de hermano mayor (y eso que soy hijo único) me hizo hablarle con mucho cariño y preguntarle que qué le pasaba, que yo la iba a ayudar en lo que fuera.  Ella lloró más fuerte y apretó la cara contra las rodillas.  Después de algunos minutos, su llanto fue menguando y luego de secarse las lágrimas y limpiarse un poco los mocos con la manga izquierda de su suéter, levantó la cara.  No era tan niña la niña.  Me miró con ojos grandes, húmedos e hinchados pero hermosos y me contó su historia:

-Hoy me levanté con un fuerte dolor de cabeza, me explotó el boiler, se me ponchó la llanta de la bici, se me hizo tarde, no pude desayunar, me asaltaron en el micro, me reprobaron en matemáticas y mi mamá no está y no hay nada de comer.  ¡¡¡Estoy harta!!!  Tengo hambre, me sigue doliendo la cabeza y ¡odio a todos!

     Volvió a llorar y esconderse en sus rodillas.  Yo le toqué la cabeza y le dije, -espérame un poquito, ahorita regreso.-  Fui casi volando con el bicicletero (y eso que el calzón me apretaba) y negociamos.  Me dio $100 pesos por el reloj luminoso.  Rodé  de regreso a toda velocidad y ella seguía allí.  Fuimos a la tortería de doña Chofi y nos comimos, cada uno, dos tortas de milanesa de pollo, sin cebolla.  La hermosa llorona Frida fue mi mejor amiga desde entonces. Hoy cumplimos cinco años de casados y a David, nuestro hijo de tres años le encanta que le cuente la historia de mi día favorito.




Quiero

Por Abraham Ramírez



Quiero darte un masaje en los pies, tocarte suave, hacer que te sientas restaurada, querida.
Quiero untarte crema perfumada, que combine a la perfección con tu aroma natural y besar cada dedito con todo el cariño y la ternura que me provocas con sólo pensarte.
Quiero darte muchos besos en el empeine, en el tobillo, en el talón, de cada piecito y en la misma cantidad, porque son celosos.

Quiero besar tus manos y tus brazos, esas herramientas que mueves todo el tiempo cuando hablas, que usas para hacer la magia que acostumbras y amo.
Quiero entrelazar mis manos con las tuyas, quiero sentir el rose de tus dedos en los míos, perturbados y serenos.

Quiero peinarte, cepillar tu lacio cabello suavemente.
Quiero que él sepa que me gusta, que amo su brillo cuando ese rayo de luz que entra por la ventana te pinta de anaranjado o de amarillo o de violeta.
Quiero que se sepa bello y admirado.

Quiero mirarte completa, porque tu forma es el motivo más hermoso de mi mundo.
Porque quiero descubrir por qué me encantas, por qué no puedo defenderme;
y quiero que me hechices de nuevo y otra vez y de nuevo y otra vez...

Quiero mirar tus ojos, porque sus reflejos tan profundos me dejan verte por dentro, aún cuando intentes que no.
Quiero besarlos y mimarlos.  Delinearlos de tu color favorito, para que te gusten tanto como a mí.

Quiero besar tu nariz, acariciarla con la mía.
Porque ella tiene una participación total en tu rostro, porque te define y te defiende, porque por ella respiras, y respirar te hace hermosa y yo amo tu hermosura.

Quiero besar la orilla de tu boca.  Donde empieza y donde acaba.
Quiero recorrer tus labios todo el tiempo, con los míos; para aprenderme de memoria su maravillosa forma.
Quiero probar tu sabor y que pruebes el mío.
Quiero hacerte sonreír y hablar, todas mis horas; que se hagan más largas para no dejar de verte y de escucharte.

Quiero verte caminar.
Quiero verte dormir.
Quiero verte jugar.
Quiero verte cantar.
Quiero verte bailar.
Quiero verte leer.
Quiero verte crecer.
Quiero verte ser tú.

Pero tú, quieres estar con él.
Con ese hombre que te trata como un ser desechable,
y yo, entonces, no puedo hacer nada más que querer no quererte.






   

noviembre 14, 2013

Gabino (Parte 24)

Por Abraham Ramírez



     El aire frío de noviembre convertía la piel de mi cara y manos en cristal.  Sentado ahí, en el parque central, mirando a medias a las personas que caminaban acurrucadas en contra del viento; me sentía solo.  No tenía fuerzas para entender.  No quería.  No podía.  Unos días antes todo brillaba con un resplandor cálido y feliz.  Ese día, sin embargo, todo era triste y desolado.  Las lágrimas apenas se asomaban por mis ojos viejos.  El vapor de mi boca tenía un color amargo y negro, y mis suspiros eran descontrolados y acompañados de repentinos escalofríos terribles.  Recordé la primera vez que descubrí a Margarita, en esa misma banca donde ahora estaba.  Recordé a la vieja agria del perrito triste.  Recordé.  De forma inevitable, mi mente corrió desbocada a mi primer encuentro con Ariadna, aquella tarde oscura en el autobús de regreso a casa.  Recorrí de nuevo esa caminata bajo la lluvia, con todos los detalles existentes.  Me di cuenta de que el frío me salía de adentro.  Quizá mi tristeza provocaba en la ciudad esa repentina tormenta de viento helado y cruel.  Nada de lo sufrido antes me dolía tanto.

     Ariadna no volvió a abrir sus ojos.  Cuando yo desperté esa mañana, adolorido por dormir sentado; lo supe antes que todos.  La manita de mi Ariadna se quedó apretando la mía, como si hubiera luchado hasta el final con todas sus ganas, como si sus últimas fuerzas las hubiera usado en aferrarse a mí.  No pudo con esa prueba tan dura.  Cuando me desperté y sentí su mano helada y tan quieta, como de madera barnizada; no pude más que llorar.  Besé su frente y sus labios; me recosté en su pecho y le dije de nuevo que la amaba.  No se oía más su corazón feliz latiendo fuerte, traspasando con sus vibraciones hasta la ropa más gruesa.  No tardaron en aparecer un par de enfermeras.  Ni siquiera pude concentrarme en lo que me dijeron, no recuerdo mucho de lo que pasó después.  Enterramos a Ariadna y a mi hijo al día siguiente, junto a mis padres, quiero decir, en la misma tumba.  Tenía el número exacto de mis difuntos en la cabeza, pero no quería decirlo.  Quería olvidarlo todo.  No tenía fuerzas para sentir.  No sabía lo que iba a ser de mí.  Me quedé huérfano de nuevo.

     Pasaron los meses.  Mi hermanita Lucrecia me llevaba de comer de vez en cuando, y me pidió que la dejara regresar a la casa para cuidarme, pero yo no quise.  Quería vivir mi dolor solo.  No tenía ganas de hablar con nadie.  La simple presencia de otras personas me ponía en un estado agresivo, me sentía culpable si dejaba de pensar en Ariadna y el bebé, por eso no toleraba a nadie que me distrajera de mi perfecto y querido sufrimiento.  Me hice viejo en poco tiempo.  ¿Cómo puede la vida ser tan oscura? ¿Por qué esa resolución de dejarme siempre solo?

     Una tarde de los primeros días de febrero tocaron a la puerta, con tal insistencia, que no pude ignorarlo como había hecho hasta entonces.  Cuando abrí, me encontré con la sorpresa de que, el muy francés de mi hermano Pedro, estaba ahí, con una gran sonrisa y una mujer y un niño pequeño, como de dos años;  acompañándolo.  Me abrazó muy fuerte y me besó, luego me presentó a su familia:
-Gabino, esta es mi esposa Margueritte y este pequeño rubio se llama Gabin. -Se acercó a mí y me dijo al oído 'en honor a ti'.  Ambos me abrazaron y me besaron también.

     Los invité a pasar y sonreí, por primera vez después de ese día. Tal vez era hora de seguir viviendo, tal vez debía encontrar de nuevo el modo de sonreír, y quizás Ariadna ya no se sentiría sola aunque yo dejara de llorar por ella.