noviembre 14, 2013

Gabino (Parte 24)

Por Abraham Ramírez



     El aire frío de noviembre convertía la piel de mi cara y manos en cristal.  Sentado ahí, en el parque central, mirando a medias a las personas que caminaban acurrucadas en contra del viento; me sentía solo.  No tenía fuerzas para entender.  No quería.  No podía.  Unos días antes todo brillaba con un resplandor cálido y feliz.  Ese día, sin embargo, todo era triste y desolado.  Las lágrimas apenas se asomaban por mis ojos viejos.  El vapor de mi boca tenía un color amargo y negro, y mis suspiros eran descontrolados y acompañados de repentinos escalofríos terribles.  Recordé la primera vez que descubrí a Margarita, en esa misma banca donde ahora estaba.  Recordé a la vieja agria del perrito triste.  Recordé.  De forma inevitable, mi mente corrió desbocada a mi primer encuentro con Ariadna, aquella tarde oscura en el autobús de regreso a casa.  Recorrí de nuevo esa caminata bajo la lluvia, con todos los detalles existentes.  Me di cuenta de que el frío me salía de adentro.  Quizá mi tristeza provocaba en la ciudad esa repentina tormenta de viento helado y cruel.  Nada de lo sufrido antes me dolía tanto.

     Ariadna no volvió a abrir sus ojos.  Cuando yo desperté esa mañana, adolorido por dormir sentado; lo supe antes que todos.  La manita de mi Ariadna se quedó apretando la mía, como si hubiera luchado hasta el final con todas sus ganas, como si sus últimas fuerzas las hubiera usado en aferrarse a mí.  No pudo con esa prueba tan dura.  Cuando me desperté y sentí su mano helada y tan quieta, como de madera barnizada; no pude más que llorar.  Besé su frente y sus labios; me recosté en su pecho y le dije de nuevo que la amaba.  No se oía más su corazón feliz latiendo fuerte, traspasando con sus vibraciones hasta la ropa más gruesa.  No tardaron en aparecer un par de enfermeras.  Ni siquiera pude concentrarme en lo que me dijeron, no recuerdo mucho de lo que pasó después.  Enterramos a Ariadna y a mi hijo al día siguiente, junto a mis padres, quiero decir, en la misma tumba.  Tenía el número exacto de mis difuntos en la cabeza, pero no quería decirlo.  Quería olvidarlo todo.  No tenía fuerzas para sentir.  No sabía lo que iba a ser de mí.  Me quedé huérfano de nuevo.

     Pasaron los meses.  Mi hermanita Lucrecia me llevaba de comer de vez en cuando, y me pidió que la dejara regresar a la casa para cuidarme, pero yo no quise.  Quería vivir mi dolor solo.  No tenía ganas de hablar con nadie.  La simple presencia de otras personas me ponía en un estado agresivo, me sentía culpable si dejaba de pensar en Ariadna y el bebé, por eso no toleraba a nadie que me distrajera de mi perfecto y querido sufrimiento.  Me hice viejo en poco tiempo.  ¿Cómo puede la vida ser tan oscura? ¿Por qué esa resolución de dejarme siempre solo?

     Una tarde de los primeros días de febrero tocaron a la puerta, con tal insistencia, que no pude ignorarlo como había hecho hasta entonces.  Cuando abrí, me encontré con la sorpresa de que, el muy francés de mi hermano Pedro, estaba ahí, con una gran sonrisa y una mujer y un niño pequeño, como de dos años;  acompañándolo.  Me abrazó muy fuerte y me besó, luego me presentó a su familia:
-Gabino, esta es mi esposa Margueritte y este pequeño rubio se llama Gabin. -Se acercó a mí y me dijo al oído 'en honor a ti'.  Ambos me abrazaron y me besaron también.

     Los invité a pasar y sonreí, por primera vez después de ese día. Tal vez era hora de seguir viviendo, tal vez debía encontrar de nuevo el modo de sonreír, y quizás Ariadna ya no se sentiría sola aunque yo dejara de llorar por ella.



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