Por Abraham Ramírez
Como bien sabes, porque creo habértelo contado ya más de un par de veces, soy escritor de canciones. Esa feliz tarea me lleva, de vez en cuando, a buscar en fuentes muy diversas, temas de los cuales hablar en mis letras: temas nuevos e interesantes, por lo menos para mí, que al fin y al cabo, soy el seguidor más fiel y crítico de mi propio trabajo; y al único al que creo tener la obligación de gustar y satisfacer. En esa íntima misión me encontraba la semana pasada, apenas. Una tarde calurosa y húmeda -creo que era martes- decidí refugiarme en un cafecito del centro para ver y tal vez escuchar a mi alrededor, a fin de encontrar en las escenas visibles y en las charlas cercanas, motivos para escribir de nuevo. Sí, a veces me basta con ver un poco para imaginar una historia y escribirla en breves párrafos para completar una canción. En otras, las charlas que suceden a mi alrededor y alcanzo a escuchar, me divierten o me intrigan, o simplemente me gustan; y me despiertan la creatividad, como si esta fuera una luna esperando el más mínimo suceso para asomarse a través de las nubes y brillar de nuevo. Así conocí a Helena.
Se sentó en una de esas mesas para dos, formadas por dos pequeños sillones individuales, pegados a la pared y separados por una ridícula mesita, donde apenas caben un par de tazas de café y un cenicero. Vestía un suéter a rayas de colores grises, con un cuello muy amplio que dejaba ver uno de su esbeltos hombros (creo que el derecho, pero puedo equivocarme) y el tirante de una camiseta de color blanco; una pequeña falda negra y unas medias negras también. Llevaba un pequeña bolsita de cuero, colgada del lado opuesto al hombro descubierto, en la que sólo podría meter el celular y las llaves, o al menos eso me pareció. Sus zapatos eran de color morado, de una tela que a la distancia en la que yo estaba, parecía terciopelo; y de un tacón muy bajo. Me llamó la atención, porque su corte de cabello era poco común; de un lado largo y del otro corto, yendo de un nivel al otro por medio de una curva con gradación perfecta y estaba teñido de color morado, de un tono que parecía idéntico al de los zapatos; pero pudo ser un efecto ocasionado por la distancia y por lo neutro de los colores entre ellos. Se sentó pues, y me pareció muy ansiosa; hecho que precipitó mi interés.
Sacó el móvil de la bolsita y marcó. Esperó unos segundos y colgó. Lo hizo de nuevo y otras siete veces. Cada vez, parecía más desesperada. Yo traté de no ser muy insistente en observarla, para no ser molesto, además puedo desviar la mirada unos grados hacia un lado y aún así notar lo que sucede en el objetivo, un poco desenfocado. La mesera, de la que te contaré después; me sirvió más café americano y en seguida fue a donde Helena y le preguntó si quería ordenar; ella le pidió esperar un poco, ya que tenía una cita y no tardaba en llegar su acompañante. Una charla sucedida en la mesa a mis espaldas me distrajo un poco, y luego leí un relato más del libro de García Márquez que terminé apenas ayer. Cuando regresé la vista a Helena, el deyabú me intrigó. Ella seguía esperando y tenía el teléfono en la oreja derecha (de esto sí estoy seguro), como rogando ser atendida. Me sentí un tanto culpable por las veces que no contesto, muy conscientemente, las llamadas. Helena por fin pidió -un expresso- y como decepcionada guardó el móvil en la bolsita. Mientras bebía, con sorbitos pequeños para no quemarse, se tapaba la cara del lado visible a los demás, contrario a la pared; y su muy felino y ahora encorvado cuerpo, parecía dar unos pequeños e intermitentes brincos, como cuando lloras y no quieres que se note. Después de unos minutos, fue inútil el tratar de esconderlo. Lloraba con pesadez y sus brincos atolondrados eran más perceptibles; para cualquiera, no sólo para un observador especialista como yo. Recogí la servilleta, la taza y el platito de mi mesa y me dirigí hasta la suya. Los coloqué con delicadeza, para no asustarla y le dije 'hola'. Con la mano derecha se limpió las lágrimas y los mocos, y con un poco de incomodidad me contestó el saludo.
-No quiero molestarte, pero noté que llorabas y pensé que te podría servir esto- le di la servilleta, la tomó y se hizo una limpieza más exacta con ella.
-Gracias- me dijo.
-Hoy el viento parece el aliento cálido y agradable de alguien especial que se acerca y te dice al oído 'te quiero'. ¿Lo notaste?
-No.
-Ayer, a esta hora, las nubes presumieron, al menos, seis colores: violeta claro, rosa casi magenta, naranja mandarina, amarillo casi dorado, azul metálico y blanco perla. Me gusta el crepúsculo, porque nunca son iguales los tonos de las nubes. ¿Cuál es tu color favorito?
-El morado.
-Tu cabello es muy bonito, me encanta, me da la impresión instantánea de que eres muy feliz y atrevida, que nada te detiene y que eres capaz de superar cualquier problema, por difícil que sea. Yo nunca he sido de los que se atreven- Por primera vez sonrió.
-Puede ser.
-Cuando era más joven, me gustaba ver anime (mentí, aún me gusta) y soñaba con tener el tono más rojo y aventurero en mi cabeza; no, no naranja pelirrojo, rojo encendido; pero nunca me atreví.
-Lo hubieras hecho, además aún eres joven ¿Cuántos años tienes?
-39
-No es cierto.
-Sí, es verdad.
-Pareces de 27, a lo mucho.
-Gracias, yo no lo creo, pero gracias.
-Me llamo Helena ¿y tú?
Nuestra charla duró más de dos horas y varias tazas de café. Nunca hablamos de sus llamadas desesperadas ni de temas importantes, no intercambiamos números. Sólo supe de ella: que su nombre era Helena, que su risa era hermosa, que se expresaba de una forma refinada y culta, que le encantaba leer a García Márquez y Poe, y que, al menos esa noche cálida y prometedora, ya no quiso llorar.
enero 28, 2014
enero 22, 2014
Búsqueda
Por Abraham Ramírez
Quiero saber de ti, pero es complicado. Te perdí la huella desde hace tanto que no sé cómo volver a buscarte; ni siquiera por dónde empezar. La última vez que te vi -llevabas el suéter de rayas grises y violetas que mi madre te tejió- fue una tarde helada de noviembre; el frío tan inorgánico me congelaba la nariz y nubes blancas y desesperadas salían constantemente de mi boca. Te busqué por los parques cercanos. Te busqué en su casa. Te busqué hasta el cansancio y sin hallarte. No tienes idea de lo mucho que extraño abrazarte y que me llenes de besos por las mañanas. Te quiero, no supe si me lo creíste cada vez que te lo decía, si de verdad lo entendiste; pero te quiero mucho. No sé si fue idea tuya, si tú lo decidiste; si así fuera no estaría tan triste y preocupado, porque al menos, quererte como te quiero me dejaría apoyarte en cualquier decisión que tomes, aunque no esté de acuerdo con ella. Pero ¿si algo te sucedió? ¿Si te secuestraron? Esas ideas me atormentan todo el tiempo. Ya tiene dos años que no apareces ni llegan noticias tuyas por ningún lado. ¿Tendrás para comer? ¿Habrás perdido la memoria y por eso no vuelves?
En la policía me dijeron que no podían hacer nada por mí, que no encontraban el modo de ayudarme. Todo ha sido inútil hasta ahora. Sólo me queda esperar que estés bien, que te traten bien, que te quieran, que no sufras, que no pases frío ni hambre y si un día vuelves, si decides volver; que al fin puedas entender lo necesario que eres para mí. Te extraño Greñas.
Jejeje. :)
Quiero saber de ti, pero es complicado. Te perdí la huella desde hace tanto que no sé cómo volver a buscarte; ni siquiera por dónde empezar. La última vez que te vi -llevabas el suéter de rayas grises y violetas que mi madre te tejió- fue una tarde helada de noviembre; el frío tan inorgánico me congelaba la nariz y nubes blancas y desesperadas salían constantemente de mi boca. Te busqué por los parques cercanos. Te busqué en su casa. Te busqué hasta el cansancio y sin hallarte. No tienes idea de lo mucho que extraño abrazarte y que me llenes de besos por las mañanas. Te quiero, no supe si me lo creíste cada vez que te lo decía, si de verdad lo entendiste; pero te quiero mucho. No sé si fue idea tuya, si tú lo decidiste; si así fuera no estaría tan triste y preocupado, porque al menos, quererte como te quiero me dejaría apoyarte en cualquier decisión que tomes, aunque no esté de acuerdo con ella. Pero ¿si algo te sucedió? ¿Si te secuestraron? Esas ideas me atormentan todo el tiempo. Ya tiene dos años que no apareces ni llegan noticias tuyas por ningún lado. ¿Tendrás para comer? ¿Habrás perdido la memoria y por eso no vuelves?
En la policía me dijeron que no podían hacer nada por mí, que no encontraban el modo de ayudarme. Todo ha sido inútil hasta ahora. Sólo me queda esperar que estés bien, que te traten bien, que te quieran, que no sufras, que no pases frío ni hambre y si un día vuelves, si decides volver; que al fin puedas entender lo necesario que eres para mí. Te extraño Greñas.
enero 14, 2014
Tú y el tiempo.
Por Abraham Ramírez
Estabas sentada, con recato pero con un gesto a caso indecente e insinuante. Te servías una taza de café perfumado con canela y chocolate y secabas tu cabello después del baño; todos los ojos de los demás transeúntes se posaban en esa falda negra y bailarina que acariciaba tan tiernamente tus piernas y los otros pasajeros del tren querían verte leer ese librito de portada roja, y tal vez, que lo hicieras en voz alta. Comiste sola en el pequeño restaurante, pero mientras te preguntabas qué merendarías y veías el canal cultural en la televisión en la sala de espera del consultorio, la señora que vende las calabacitas en el mercado te preguntó sobre cómo te cuidabas el cabello y si sabías que había métodos específicos para que brillara más. Tú le respondiste al relojero que no llevaba mucho tiempo sin funcionar, que había sido de tu padre y que hacía un par de semanas que, aún dándole cuerda hasta el tope, no se movían más las manecillas. Te aseguraste de tomar el tren de regreso a tiempo. Sentada, con esa falda lacia de color marrón apretada por debajo de tus delicadas pero fuertes piernas, al lado de una señora gorda que roncaba sin preocupaciones, te diste cuenta de que habías dejado la luz de la sala prendida. Saludaste a la gata y le serviste un plato de leche, tibia y perfectamente blanca. Después de leer la biblia y dormir te despertaste, te duchaste y llenaste de nuevo tu taza, con el mismo café de la mañana anterior, que recalentado y con un día de añejamiento sabía más a canela y menos a rutina.
Estabas sentada, con recato pero con un gesto a caso indecente e insinuante. Te servías una taza de café perfumado con canela y chocolate y secabas tu cabello después del baño; todos los ojos de los demás transeúntes se posaban en esa falda negra y bailarina que acariciaba tan tiernamente tus piernas y los otros pasajeros del tren querían verte leer ese librito de portada roja, y tal vez, que lo hicieras en voz alta. Comiste sola en el pequeño restaurante, pero mientras te preguntabas qué merendarías y veías el canal cultural en la televisión en la sala de espera del consultorio, la señora que vende las calabacitas en el mercado te preguntó sobre cómo te cuidabas el cabello y si sabías que había métodos específicos para que brillara más. Tú le respondiste al relojero que no llevaba mucho tiempo sin funcionar, que había sido de tu padre y que hacía un par de semanas que, aún dándole cuerda hasta el tope, no se movían más las manecillas. Te aseguraste de tomar el tren de regreso a tiempo. Sentada, con esa falda lacia de color marrón apretada por debajo de tus delicadas pero fuertes piernas, al lado de una señora gorda que roncaba sin preocupaciones, te diste cuenta de que habías dejado la luz de la sala prendida. Saludaste a la gata y le serviste un plato de leche, tibia y perfectamente blanca. Después de leer la biblia y dormir te despertaste, te duchaste y llenaste de nuevo tu taza, con el mismo café de la mañana anterior, que recalentado y con un día de añejamiento sabía más a canela y menos a rutina.
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