Por Abraham Ramírez
Estabas sentada, con recato pero con un gesto a caso indecente e insinuante. Te servías una taza de café perfumado con canela y chocolate y secabas tu cabello después del baño; todos los ojos de los demás transeúntes se posaban en esa falda negra y bailarina que acariciaba tan tiernamente tus piernas y los otros pasajeros del tren querían verte leer ese librito de portada roja, y tal vez, que lo hicieras en voz alta. Comiste sola en el pequeño restaurante, pero mientras te preguntabas qué merendarías y veías el canal cultural en la televisión en la sala de espera del consultorio, la señora que vende las calabacitas en el mercado te preguntó sobre cómo te cuidabas el cabello y si sabías que había métodos específicos para que brillara más. Tú le respondiste al relojero que no llevaba mucho tiempo sin funcionar, que había sido de tu padre y que hacía un par de semanas que, aún dándole cuerda hasta el tope, no se movían más las manecillas. Te aseguraste de tomar el tren de regreso a tiempo. Sentada, con esa falda lacia de color marrón apretada por debajo de tus delicadas pero fuertes piernas, al lado de una señora gorda que roncaba sin preocupaciones, te diste cuenta de que habías dejado la luz de la sala prendida. Saludaste a la gata y le serviste un plato de leche, tibia y perfectamente blanca. Después de leer la biblia y dormir te despertaste, te duchaste y llenaste de nuevo tu taza, con el mismo café de la mañana anterior, que recalentado y con un día de añejamiento sabía más a canela y menos a rutina.
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