Por Abraham Ramírez
Yo mismo le dije lo que haríamos en caso de que nos persiguiera algún perro mientras íbamos en bicicleta. A mí ya me había sucedido, pero manteniendo la calma y acelerando sustancialmente el ritmo del pedaleo, había salido victorioso de todos los encuentros sucedidos. Pero ella no era ni calmada ni veloz, y yo no quería imaginarme que algún endemoniado loco perro pudiera hacerle algún mal; la quería demasiado y siempre la había protegido de todo, a veces hasta de mí mismo. El plan era simple y consistía en una estrategia de huida inteligente: Ya que siempre voy al frente cuando transitamos juntos en bicicleta, para marcarle el paso y mostrarle las vías más cortas y rápidas, lo más seguro es que fuera yo el objetivo primario de cualquier ataque canino, por lo tanto, al ver esto, ella debía frenar y elegir una ruta de huida, dando la media vuelta y buscando otro camino o simplemente cruzando la calle y escapando por la acera de enfrente mientras el, o los canes, concentraban sus ansias asesinas en el movimiento giratorio de mis piernas o en las llantas rojas de mi bici.
No olvido el día, porque habíamos salido de la galletera a las 7:00 p.m. como todos los jueves, y ese día, mi tía más querida estaba internada en el hospital por problemas con esa horrible enfermedad que la había atormentado durante tantos años y que el sábado 6 la llevó al descanso terrenal. Serían las 7:20 tal vez, porque apenas cruzábamos San Francisco, al paso de ella; cuando me di cuenta de que mi luz trasera estaba fallando. Nos detuvimos un momento cerca de El Alto y le ajusté las pilas y las terminales y quedó como nueva. Reanudamos el recorrido con una hermosa cadencia. Al subir la pendiente siguiente en nuestra ruta, dos enormes perros, uno negro y otro blanco, salieron de detrás de un auto estacionado, y sin ladrar ni gruñir se acercaron velozmente a mí. Cuando por fin escuché sus pasos decididos y me di cuenta de su presencia ya era demasiado tarde. Mantuve la calma y aceleré con toda mi fuerza, pero como la calle iba en subida y los vi cuando estaban a menos de un metro de distancia, no pude escapar. Me tiraron de la bici y uno me mordió el brazo y desgarro mi chamarra favorita y después, en consecuencia, mi piel y también mi carne, mientras el otro atacaba a mi bicicleta como si le tuviera un odio muy profundo y antiguo. Ambos nos mordieron hasta que se cansaron. Cuando se fueron meneando su peludo y sucio trasero mi corazón estaba paralizado, mi garganta seca y ronca, y mi brazo caliente, pesado y mojado. Como pude me levanté y levanté mi bici. Volteé hacia todos lados buscándola, pero no había más que un pequeño rastro de ella: la liga azul turquesa que sujetaba sus largos y lindos cabellos y que yo mismo le había regalado, estaba tirada y sucia a unos cinco metros del sitio del ataque. Supuse que había seguido el plan al pie de la letra y había buscado otro camino. Me felicité a mi mismo por haber previsto un suceso como ese. Caminé arrastrando mi bici <porque tenía ambas llantas desinfladas> y me alejé más de mis agresores. Me tiré en una banca del parque y saqué el móvil para llamarle y saber cómo estaba. No contestó. Intenté de nuevo, al menos treinta y cuatro veces más, pero no hubo respuesta y el dolor de mi brazo estaba aumentando sin control. Tuve que irme a casa, esperando que al menos ella estuviera ya sana y salva en la suya.
Pasaron los días. El domingo enterramos a mi tía en el panteón de los ángeles. Lloré más de lo que pude haber creído por su dolorosa pérdida. Dolía más adentro que afuera. Toda mi familia y mi mundo estaban siendo sacudidos y ella no llamaba y yo no podía dejar de pensarla. Por fortuna, los dueños de los perros aquellos demostraron que sus mascotas estaban vacunadas contra la rabia y no hubo necesidad de que me vacunaran a mí también. No recibí ni una llamada suya. Después de un par de semanas, cuando al fin volví al trabajo, pregunté por ella. Al fin supe que estaba bien y que había renunciado desde el lunes siguiente al ataque. En mi locker, metida por la rendija en la orilla de la puerta, estaba una nota suya: 'Gracias por el plan de emergencia, di la media vuelta y estoy buscando caminos mejores. Por favor ya no me busques.'
Ese jueves 4 la vi por última vez. Ya tiene tres años y medio que busca caminos mejores y yo espero con todo el corazón que los encuentre, porque yo sigo pasando por los mismos lugares, en la misma bici y con la misma mala suerte de entonces.
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