Por Abraham Ramírez
Cuando las tardes se vuelven frías y se hace necesaria una buena charla, una lectura enriquecedora o una sonrisa amigable, sé que puedo visitar el Café París. La música francesa tiene un toque especial, un efecto transportador y allí siempre está puesta a un volumen perfecto (cosa que agradezco mucho). Los clientes, en su mayoría, sostienen interesantes y divertidas charlas mientras se miran a los ojos, gracias a esas cajitas de madera en el centro de las mesas que dicen: 'Pon tu móvil aquí, la gente con la que quieres hablar, está contigo ahora mismo'. El menú está en francés, y no lo entendería completamente sin las pequeñas letras en español que lo explican todo. Hay un pizarrón en la entrada que siempre tiene una hermosa cita de algún francés inteligente, una diferente cada día. El ambiente es muy amigable para leer un libro. Este es, sin duda, uno de mis lugares favoritos en la ciudad. Carolina, la mesera más lista que he conocido, lleva ya cuatro años sirviendo el café francés a los fieles clientes.
La primera vez que visité el Café París, Carolina me llevó un humeante Café crème en una tacita muy pequeña.
-Feliz tarde 'monsieur', esta es un cortesía para nuestros nuevos clientes. Espero que disfrute de este viaje al continente más hermoso del mundo.
Me quedé gratamente sorprendido y me encantó ver a esa sonriente mujer. Ya sabes, hay gente que de primera impresión te demuestra lo que es, como si pudiera darte, en una simple imagen, toda la información contenida en un largometraje autobiográfico. Carolina demostraba ser amable, capaz, astuta y llena de una afición desmedida por la vida y las personas. Con el paso de los años he aprendido mucho de ella, pero hubo una tarde en particular, en la que sus bellas cualidades de mujer amable me hicieron despertar de una larga pesadilla.
Leía, en mi mesa favorita junto a la ventana, un libro de Ian McEwan y mis ojos se volvían un tanto inútiles por el exceso de humedad. En un bolsillo de mi chamarra tenía guardado un anillo de compromiso. Mi prometida (tú ya sabes quién) me lo había arrojado a la cara cuando decidió dejarme la última vez, acompañado de una de esas frases que dejan heridas internas muy profundas. De eso ya tenía un par de años y no había vuelto a verla, sin embargo, ese libro me puso de nuevo, de cara a esa puerta gigante y dolorosa que aún no había cerrado. No me gusta que la gente me vea llorar, así que dejé mi libro sobre la mesa y me metí en el baño para lavarme la cara y tratar de que se me pasara el mal momento, como en otras ocasiones, hasta olvidarme de él un par de semanas al menos. Durante todo el periodo de mi involuntaria soledad, había luchado contra miles de fantasmas que me juzgaban y contra los cuales siempre perdía. Me sentía vacío. Me sentía perdido. La gente cotidiana me daba los mejores consejos, pero la verdad era evidente: no quería relacionarme con ninguna otra mujer. La vida continuó, pero había un grande y pesado bloqueo que me impedía profundizar mis relaciones con las señoritas que me gustaban. Me mojé la cara varias veces y tomé una toallita de papel para secarme. Cuando salí del baño, Caro estaba de pie, esperándome. Me miró con esa carita tan limpia y los ojos más nobles y verdaderos que he visto:
-¿Te acuerdas cuando leíste 'Rayuela'?
-Sí, ¿cómo podría no recordarlo?
-Pues entonces recordarás ese capítulo en el que Oliveira dice: 'No renuncio a nada, simplemente hago todo lo que puedo para que las cosas renuncien a mí' ¿verdad?
-Sí, claro.
-Y también recuerdas que Horacio, después de hacer eso, toda su vida, se suicida ¿no?
-Claro.
-Entonces ¿por qué no dejas ya de hacer que todo renuncie a ti? No quisiera que tú también terminaras arrojándote de una ventana. - Me dio un abrazo y un beso en la mejilla y regresó a servir café. La hermosa Carolina había usado una de mis mejores armas para desarmarme: una frase de mi admirado Cortázar y por si eso fuero poco, un abrazo y un beso. Regresé a mi mesa y retomé mi lectura, pero lejos de entender lo que leía, mi mente recorría la escena en que Horacio Oliveira se encierra en el cuarto de aquel hospital y aún a pesar de toda su increíble capacidad mental y de toda esa gente valiosa que tenía, decide que lo único que aliviará su constante y frustrada búsqueda es la muerte. Miré alrededor. Caro seguía sirviendo café y sonriendo como un ángel. Los clientes también sonreían y platicaban hermosamente unos con otros. La otra mesera, Lulú, y Felix, el de la cocina, también parecían muy felices. Miré por la ventana y la calle estaba mojada y solitaria. Tal vez, aunque el mundo de afuera pareciera sombrío y desierto, siempre habría pequeños lugares donde la gente sola podría no sentirse triste. Caro me tocó el hombro y me hizo saltar:
-Salgo en media hora ¿Me acompañas a caminar bajo la lluvia?
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