Por Abraham Ramírez
La mañana despertó ese día con un color azul brillante y con canciones de pajaritos pardos escandalosos que jugaban y revoloteaban en el patio, como los niños de la primaria a la hora del recreo. Sandra, apretó de nuevo las manos. Quería ver lo que escuchaba en el exterior, pero su mamá no había venido aún a traerle el desayuno y a abrir la cortina derecha, así que por ahora, se tenía que conformar con imaginar y ya. Curiosamente, el reloj marcaba ya las 10:25 a.m., y todos los días, su madre cruzaba la puerta a las 8:30, de forma tan puntual, que hubiera incomodado a cualquier aeropuerto. Sandra, empezó a llamar con su vocecita más potente, que en todo caso, no pasaba de ser un maullido discreto, pero mamá no contestó. Las 11:17, las 12:38 y mamá aún no aparecía por la puerta y Sandra seguía en ayuno y un poco a oscuras, por culpa de las gruesas cortinas que tapaban las altas ventanas. Comenzó a imaginar lo peor. Intentó sentarse en la cama, y aunque logró hacerlo, el esfuerzo consumió toda la energía almacenada para el resto de la semana, y apenas pasaba de la 1:00 p.m. del martes.
Sandra sufría de una debilidad total e inexplicable. Desde que tenía memoria, su rutina siempre había sido la misma: Estar en cama, recibir las visitas de mamá tres veces al día, para comer, y leer un par de páginas de su libro de cuentos. Después de cada comida y de la corta lectura, Sandra caía de nuevo en un sueño muy pesado y necesario por un par de horas. Así, había ya cumplido los 12 años. Curiosamente, no recordaba haber ido a ver a un médico o recibido la visita de uno. Su enfermedad, la fue forzando y acostumbrando a la rutina de ser una niña totalmente dependiente y de nunca salir de su habitación. Ni siquiera podía ir al baño ella sola. El reloj marcaba ya las 2:49 y Sandra seguía retorciéndose en la cama, con hambre, ganas de hacer pipí, el dolor de cabeza y huesos de siempre y sobre todo con la incertidumbre y la preocupación por la inesperada e inexplicable ausencia de su madre.
(Continuará)
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