febrero 22, 2016

Manuscrito antiguo.

Por Abraham Ramírez



En ese momento sus ojos, tan negros como el labial de un vampiro urbano, palidecieron.  La fuerza incansable de sus delgadas manos se debilitó, hasta el punto que sufría aún al realizar los movimientos más básicos.  Ya no quiso saber de nada ni nadie, no quiso entender, no quiso ver.

    Esa sensación de vacío y de torpeza, le duró mucho tiempo, semanas, hasta que una tarde, sin saber muy bien por qué, retomó la lectura de la conversación que había causado toda su reciente recaída.  Lo ilógico, lo terrorífico, fue notar, después de leer con cuidado y sin ese sentimiento paranoico y defensivo; que él nunca había dicho (escrito) nada para lastimarla, que nunca le dijo 'no te quiero' ni 'te voy a dejar' o 'ya no te soporto', que en sus frases no había más que paciencia y razonamiento, sin embargo en las suyas, en las que ella había escrito sin cuidado esa tarde soleada de febrero, se notaba el desamor, el desenfado, la violencia y la frustración de la que ella había creído, todos los días de su muerte lenta, haber sido la víctima.  Era ella la que ya no amaba más, la que ya no soportaba, la que sentía una rabia incontenible e irracional que le parecía quemar las entrañas y necesitaba expulsar en forma de charla en línea o de cualquier otra manera de fácil alcance.  Fue ella quien habló.  Fue ella quien hirió.  ¿Cómo era posible entonces, que hubiera creído durante días, semanas enteras, lo contrario? ¿Cómo era posible que en su consciente más entero fuera ella víctima y no verdugo?  Las lágrimas comenzaron a lloviznar y mojarla, hasta tornarse en una lluvia selvática. Trató de comunicarse con él, en línea, por teléfono, en persona; pero no lo consiguió; él ya no pudo más con sus constantes ataques de rabia, con la depresión continua y la necesidad de explicaciones y decidió terminar con su vida, la misma tarde soleada de febrero en la que ella, en su modo más psicótico, había escrito, otra vez, sin pensar.





 




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