diciembre 14, 2022

Crónicas de un cuarentón (canción infantil locochona 1)

 Por Abraham Ramírez Castillo



En los ochentas, mi casa estaba rodeada casi totalmente de terrenos baldíos, y en ellos encontrábamos colecciones impresionantes de bichos: desde escarabajos tornasolados hasta grillos gigantes cara de niño; mariquitas rojas, verdes, naranjas y amarillas.  Ratas, ratones, lagartijas de distintos tamaños, caracoles, sapos, ranitas de colores, renacuajos, arañas enormes, mariposas y víboritas grises e inofensivas, a las que papá les decía 'víboras de agua'.  De vez en cuando, encontrábamos juguetes o cosas útiles, como botellas de ron y otras bebidas, de las que rompíamos las boquillas para sacarles las canicas.  Cuando salíamos a jugar por las tardes, después de hacer las tareas, era un poco como ir al campo.

     Las calles no estaban pavimentadas; eran una hermosa combinación de dunas desérticas, en época seca; y pantanos cenagosos en temporada de lluvias.  Podíamos saltar 'montañas de tierra' en bicicleta, o navegar con barcos pirata en ríos gigantes de agua encharcada.  Era muy divertido jugar con los niños de las casas cercanas.  Formábamos una pandilla bastante nutrida de traviesos y felices chamaquitos.  

     Es casi como si estuviera viéndolo mientras escribo.  Una tarde, que fácilmente éramos diez o más chavitos muy contentos jugando 'polis y ratas', vimos que, a unos veinte metros de nosotros, sobre la 28 norte; una camioneta datsun de la Wonder se detenía en uno de los baldíos.  El chofer se bajó con prisa, y del mismo modo abrió las puertas de la caja trasera.  De ahí, como en un concurso de Chabelo, comenzaron a caer, en una cascada de colores y sabores; twinkys de vainilla, twinkys de fresa, twinkys de chocolate, chocotorros y otros pastelitos que la marca Wonder producía entonces.  El chofer, que seguía muy apresurado, regresó a la cabina y de un arrancón se alejó y se perdió de vista.  Todos nosotros estábamos con los ojos muy abiertos y procesando lo sucedido.  En manada nos acercamos a ver, y alguno de los mayores recogió un paquetito, lo abrió, lo probó y dijo: ¡están re buenos!  De inmediato todos empezamos a recoger, abrir y comer.  Nos atrevimos, nos alocamos, nos llenamos y nos volvimos empresarios. Como ya habíamos abierto tantos, checamos que la fecha de caducidad aún no llegaba y sacamos una mesita para ofrecer nuestra dulce mercancía a los transeúntes y automovilistas que llegaban a pasar.  Vendimos bastantes.  Negocio redondo.  Cuando ya se hacía tarde, como sobraban todavía, empezó, y no me avergüenza decirlo; la más épica y genial batalla de pastelitos de la historia.  Aún recuerdo las corretizas.  Pastelazo por aquí, pastelazo por allá.  Twnky de chocolate en la cara, de fresa en la ropa, de vainilla en el cabello.  Una de las más memorables experiencias de nuestra infancia.

     A la mañana siguiente, cuando salimos muy temprano con papá hacia la escuela, todavía, mis hermanitos y yo, pudimos ver con orgullo los vestigios salvajes de nuestra gloriosa batalla.  Había pastelitos embarrados por todos lados y sin embargo, ninguno de los adultos pareció darse cuenta, nunca; de lo ocurrido esa esponjosa tarde.










diciembre 12, 2022

Entiendo

Por Abraham Ramírez Castillo 



Entiendo tu sol dejando mi cielo

mi mundo pintado en distinto color

ahora me vuelvo silencio sereno

canción de recuerdo, despojo de amor.




Crónicas de un cuarentón (balada 2)

Por Abraham Ramírez



En aquellos días, me sentí preparado para tener un nuevo amor.  Había salido ya de esa pesada depresión que me cubrió después de haber visto a mi hermosa novia de la secu besándose con otro sujeto, tras distanciarnos, sin yo quererlo ni entenderlo, en esas vacaciones de verano.  El transitar de grado y escuela siempre me molió; en cada uno de los casos: preescolar-primaria, primaria-secundaria y este más reciente; secundaria-bachillerato.  Los cambios me habían resultado terriblemente inciertos, y esa sensación de inseguridad me daba un agudo dolor de estómago todas las mañanas cuando me alistaba para ir al colegio. No quería ir a clases.  Mi papá se había ido de la casa por esos días y eso me tambaleó mucho más.  Como que en una secuencia, tan difícil para mí, de transformaciones; esta última había resultado terminal.  En consecuencia, dejé de asistir a clases y después de terminar el primer bimestre fui dado de baja del COBACH U-14, al que había ingresado con mucho esfuerzo y estudio; causándole a mamá otra pena más.

     En este período extraño me centré en las actividades en mi iglesia, en donde a pesar de no tener muchos años de asistir, ya tenía algunos amigos.  Una de ellas, Clara, se fue haciendo importante.  Era uno o dos años menor que yo.  Su cabello era negro, rizado y abundante y siempre olía a Palmolive Optims.  Su tez era morenita y suave, como de bebé.  Tenía unos ojos muy lindos y oscuros, cejas hermosas bien definidas, nariz recta y linda y tiernos labios color magenta.  Cada vez empezábamos a pasar más tiempo juntos y nos hacíamos amigos muy cercanos, sin duda nos gustábamos y compartíamos buenos momentos. Obviamente terminamos volviéndonos novios.  Clara me mandaba cartas perfumadas y decoradas con plumones de colores vibrantes.  Nos compartíamos cassettes con canciones cristianas y creo que, al menos al principio, nuestra relación parecía ir muy bien y me hacía sentir alegre y esperanzado.

     Es difícil recordar exactamente cómo, cuándo, o en cuánto tiempo echamos a perder todo.  En ese año 93, con las hormonas a tope y mucha soledad en casa, terminamos besándonos más de la cuenta, en piel más privada y con menos ropa.  Era inevitable para ambos ese afán de descubrimiento y caricias.  Me enloquecía el aroma de su boca que se esparcía por mis sentidos alterados, la cercanía de su vientre, el roce incesante de nuestras piernas ansiosas.  Pero a pesar de que nos propasamos de lo que creo era lo normal, no llegamos a más.  No sabíamos cómo, y creo que en realidad, no nos hacía falta; porque lo que habíamos hecho era ya demasiado y suficiente para un par de niños solitarios buscando cariño.

     Pero había más en Clara de lo que yo había percibido hasta entonces. Un secreto extraño.

     Una noche que esperábamos un taxi porque era hora de llevarla a casa, después de pasar la tarde juntos; Clara se empezó a sentir mal y se desmayó en plena calle.  Yo me asusté mucho y no supe qué hacer. Torpe e inmaduro, se me ocurrió llevarla a urgencias en el hospital universitario.  Allí nos recibieron y la metieron a un cuarto, mientras un doctor con anteojos de armazón metálico y poco pelo me hacía las preguntas de rutina: ¿Qué pasó?, ¿qué comió?, ¿tiene alguna enfermedad?, y otras que no recuerdo.  Yo seguía en shock y contestaba con dilación.  Al fin de cuentas, nos dijeron que no era nada, que quizás se le había bajado el azúcar o algo así, nos recetaron un par de medicinas y nos dejaron ir.  Lo bueno era que yo tenía algo de dinero ahorrado y pude pagar todo.  El doctor me dijo en privado y como con complicidad: Ten cuidado.  Como Clara dijo ya sentirse mejor, retomamos el camino y al fin llegamos a su casa, a horas muy pasadas de la hora de permiso.  Días después, con una llamada furtiva, me contó que le habían pegado sus abuelos, otra vez, que la habían regañado mucho y la habían corrido de la casa.

     Clara no tenía ninguna enfermedad, al menos en ese entonces.  Tampoco se había desmayado de verdad.  Soñaba, a su tierna y hermosa edad, por fin escapar de su casa.  Pensó que tal vez, si las cosas se hacían cada vez más problemáticas e íntimas entre nosotros, sus abuelos querrían casarla conmigo y ella podría venir a vivir en mi casa y por fin dejar atrás ese lugar que odiaba.  Fue difícil, pero yo no quería eso, no estaba listo.  Tenía todavía muchas dudas acerca de mi futuro académico y en general de todo.  Me hubiera gustado ser yo su héroe, quien la sacara de su realidad pesada, pero no lo hice.  No pude.  Aún ahora, después de casi treinta años, me pregunto si fue lo correcto.  Supongo que sí.  Solo resta decir que Clara y yo terminamos y ella pudo encontrar a un héroe diferente sólo un par de años después; mientras cursábamos el bachillerato.  Por fin se fue de casa de sus abuelos.  Espero que esté mejor ahora.  Que sus labios tiernos sonrían mucho y las memorias pesadas de la vida que no le gustaba se hayan diluido y convertido, poco a poco, en algo lindo de recordar.