Por Abraham Ramírez Castillo
En los ochentas, mi casa estaba rodeada casi totalmente de terrenos baldíos, y en ellos encontrábamos colecciones impresionantes de bichos: desde escarabajos tornasolados hasta grillos gigantes cara de niño; mariquitas rojas, verdes, naranjas y amarillas. Ratas, ratones, lagartijas de distintos tamaños, caracoles, sapos, ranitas de colores, renacuajos, arañas enormes, mariposas y víboritas grises e inofensivas, a las que papá les decía 'víboras de agua'. De vez en cuando, encontrábamos juguetes o cosas útiles, como botellas de ron y otras bebidas, de las que rompíamos las boquillas para sacarles las canicas. Cuando salíamos a jugar por las tardes, después de hacer las tareas, era un poco como ir al campo.
Las calles no estaban pavimentadas; eran una hermosa combinación de dunas desérticas, en época seca; y pantanos cenagosos en temporada de lluvias. Podíamos saltar 'montañas de tierra' en bicicleta, o navegar con barcos pirata en ríos gigantes de agua encharcada. Era muy divertido jugar con los niños de las casas cercanas. Formábamos una pandilla bastante nutrida de traviesos y felices chamaquitos.
Es casi como si estuviera viéndolo mientras escribo. Una tarde, que fácilmente éramos diez o más chavitos muy contentos jugando 'polis y ratas', vimos que, a unos veinte metros de nosotros, sobre la 28 norte; una camioneta datsun de la Wonder se detenía en uno de los baldíos. El chofer se bajó con prisa, y del mismo modo abrió las puertas de la caja trasera. De ahí, como en un concurso de Chabelo, comenzaron a caer, en una cascada de colores y sabores; twinkys de vainilla, twinkys de fresa, twinkys de chocolate, chocotorros y otros pastelitos que la marca Wonder producía entonces. El chofer, que seguía muy apresurado, regresó a la cabina y de un arrancón se alejó y se perdió de vista. Todos nosotros estábamos con los ojos muy abiertos y procesando lo sucedido. En manada nos acercamos a ver, y alguno de los mayores recogió un paquetito, lo abrió, lo probó y dijo: ¡están re buenos! De inmediato todos empezamos a recoger, abrir y comer. Nos atrevimos, nos alocamos, nos llenamos y nos volvimos empresarios. Como ya habíamos abierto tantos, checamos que la fecha de caducidad aún no llegaba y sacamos una mesita para ofrecer nuestra dulce mercancía a los transeúntes y automovilistas que llegaban a pasar. Vendimos bastantes. Negocio redondo. Cuando ya se hacía tarde, como sobraban todavía, empezó, y no me avergüenza decirlo; la más épica y genial batalla de pastelitos de la historia. Aún recuerdo las corretizas. Pastelazo por aquí, pastelazo por allá. Twnky de chocolate en la cara, de fresa en la ropa, de vainilla en el cabello. Una de las más memorables experiencias de nuestra infancia.
A la mañana siguiente, cuando salimos muy temprano con papá hacia la escuela, todavía, mis hermanitos y yo, pudimos ver con orgullo los vestigios salvajes de nuestra gloriosa batalla. Había pastelitos embarrados por todos lados y sin embargo, ninguno de los adultos pareció darse cuenta, nunca; de lo ocurrido esa esponjosa tarde.
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