Por Abraham Ramírez
Mi estrellita violácea de la tarde, suplicaba por perderse un par de noches. Me rogó que la dejara marchar. No pude convencerla de que no era seguro, de que había mil peligros al dejar su campo celeste sin resguardo y aventurarse a un viaje, posiblemente sin regreso. Le expliqué que sin su luz no podría dormir y que mi insomnio me dejaría muy cansado, solo y deprimido. En vano pronuncié tales palabras, pues la pequeña lúmina emprendió el vuelo, esa misma noche, hacia el oriente.
Pasaron días, semanas, meses... no regresó. A diario otras estrellas maravillosas me pedían ocupar su lugar, pero yo, con la esperanza infundada de su regreso, negaba tal sitio. Cerca de dos años estuve en penumbras. Mis sueños fueron, casi todos, pesadillas. Mis días, a menudo, aletargados y sin alegrías.
Al cabo de un tiempo comencé a acostumbrarme a la oscuridad. A la soledad. Cambié mis noches de quimeras por largas horas de descanso profundo, sin ningún sueño o recuerdo. Los días comenzaron a parecer mejores, y poco a poco, la vida resurgió a mi al rededor. Sembré plantas, flores, árboles... la música se apoderó de mí. Los colores conocidos resurgieron y conocí nuevos matices. Dejé de extrañar. Dejé de necesitar. Abrí mi corazón y mi mente a fuerzas superiores y divinas. Crecí.
Una madrugada tranquila de junio, una caricia helada recorrió mi cara, y sobresaltado desperté del sueño más profundo. Abrí los ojos. Una estrella de gran tamaño, de tono anaranjado, me sonreía. Yo, asustado, me incorporé y le pedí que se alejara. Ella me pidió que la reconociera, que la viera bien... juró que era mi pequeña estrella, pero ¿cómo podría ser esa gigante y fría desconocida de toque extraño mi estrellita guardiana de color violeta?
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