mayo 16, 2013

Odorograma (Parte 4)

Por Abraham Ramírez



     Llegó el día.  Supuse que necesitaría ayuda, así que le pedí a mi amigo Erik que se fuera a tomar una bebida francesa conmigo.  Le expliqué varias veces el plan y ambos nos vestimos como 'juniors'.  Quedamos irreconocibles, como 'gente de bien' diría mi mamá.  Llegamos a 'Le Chateu' a distintas horas.   Era muy importante no llegar juntos, porque íbamos a ocupar dos mesas diferentes, por lo menos al principio.  Cerca de las 7:00 p.m. llegó Erik, y le pidió al monigote recepcionista que le diera una mesa cerca de la esquina más profunda, un lugar estratégico desde donde se veía casi todo el restaurante, incluyendo la jardinera del centro. 7:15 en punto llegué yo y con mucha firmeza le pedí al tipo que me diera la mesita más cercana a la jardinera.  Estaba libre y el tipete no puso ninguna objeción. Me trajeron la carta.  Erik ya había pedido algo que parecía un café frappé un tanto raro.  De repente, mi compañero se paró de su mesa, y actuando como galán chafa de telenovela, me saludó.
-¡Hey, amigo, qué buena onda verte, vente para mi mesa!
Yo, haciendo gala de toda mi pericia, coloqué el dispositivo esclavo del odorograma en la jardinera, sin que nadie notara nada, y después de darle un abrazo a mi colega, lo seguí hasta su mesa.

     La primera parte del plan iba a la perfección.  El mesero llegó por la orden, se dio cuenta que me había cambiado de lugar y, tras seguirme hasta mi nuevo sitio, le pedí un café au lait.  El plan salía tal cual había sido concebido. Tan bien iba todo, que de repente me brotó un espantoso y acusador ataque de risa.  Al instante, Erik se carcajeaba también y los finos comensales se incomodaron.  Hicimos un gran esfuerzo para dejar de reírnos tanto y concentrados en nuestro café, logramos que en unos minutos se olvidara la escena. Eran 7:45 cuando decidimos que debía comenzar el espectáculo.  El lugar estaba casi lleno, si acaso algunas sillas desocupadas, pero todas las mesas estaban ya en servicio.  De un pequeño maletín de tipo ejecutivo, saqué por fin mi tablet.  Desbloqueé.  Busqué el ícono de la aplicación olorosa.  Sincronicé los dispositivos.  Abrí el programa.  Inmediatamente me dio la opción de reproducción remota y de elegir el aroma deseado en un larga y tremenda 'playlist'.  ¿Con qué atacaríamos primero?  Debía ser algo sutil, que pudiera parecer venir de algún cliente.  'Salón de secu después del recreo'.  Ese fue el aroma elegido.  Apreté el botón.    Los ricachones de las mesas más cercanas a la jardinera comenzaron a voltear a ambos lados y a ver de reojo, como buscando al culpable del molesto olor.  Era tan difícil aguantarse la risa.  El aroma se sentía ligeramente hasta nuestra mesa.  Incluso el ambiente se tornó tibio, incómodo, molesto.
Una señora alta y rubia llamó al mesero.  Discretamente le hizo saber que algo olía mal.  Mientras, nosotros abrimos la ventana para que entrara un poquito el aire.

     Bueno, segundo aroma de la noche.  El elegido:  'aliento de Susana' (después les contaré como lo grabé).  Eso ya era un poco más ofensivo.  Aumenté la intensidad, digamos que le 'subí al volúmen a la música'.  Un señor de bigote ancho y una mujer muy recatada, tal vez su esposa, se levantaron de sus sillas y se encaminaron a la caja.  Lo siguieron dos universitarios muy fresas, quejándose a voz en cuello de la peste.  Dejamos que se dispersara el aroma.  Todo el mundo estaba inquieto.  Los meseros pasaban entre las mesas como buscando al apestoso que molestaba.  Había un viejito como de ochenta años, y los meseros caminaban una y otra vez a su lado abriendo las fosas de la nariz y jalando aire profundamente.  Era demasiado para mí.  Tuve que ir al baño a reírme un poco y mojarme la cara con agua fría.   Cuando regresé, Erik se encogía para no reírse.  El viejito le gritaba insultos a uno de los meseros, después se levantó de su silla con agilidad de veinteañero y tiró su café sin querer.  Le dijo al mesero que no le iba a pagar nada y que se fuera mucho al demonio.

     Apenas iban cinco clientes tan insatisfechos y molestos como para irse del lugar.  Ahora Erik se había ido a refugiar en el baño.  Era el mommento de usar la artillería más pesada.  Me bebí lo que quedaba del café y me preparé psicológicamente. Elegí un combo-ataque.  Cinco deliciosos aromas.  Cada uno se reproduciría por tres minutos y le daría paso al siguiente, en cadenita.  !Axila de mi suegro - panza de res cociéndose - basurero del mercado - carnitas de cerdo - baño de la primaria!  Ahora sí, no parecía haber nadie sin notar la peste.  Todo el mundo comenzó a dejar sus lugares.  Los meseros no sabían qué hacer.  Justo a tiempo, Erik salió del baño, para contemplar y luego participar en el esperado éxodo.  Disimuladamente, me hinqué como para vomitar cerca de la jardinera y retiré mi  dispositivo. Íbamos saliendo todos, pero el gerente francés se paró en la puerta para impedir el paso de los enojados y asqueados clientes y suplicarles que no se fueran, que se arreglaría el problema, pero un tipo gigante le dio un golpe en la cara y el rubio franchute se cayó de pompas con la cara sangrante y atónita.  No pudo impedir que los clientes escaparan molestos y sin pagar.   El local quedó vació, salvo algunos fieles meseros que intentaban averiguar lo que había pasado.  Erik y yo nos despedimos con un abrazo, entre carcajadas, y yo fui a casa de Lore.

     No volvimos a ir a 'Le Chateu'.  Aunque sé, por algunos clientes de mi papá, que sus precios han bajado y el servicio ha mejorado, después de que el elegante restaurante fuera objeto de 'un ataque con bombas fétidas por terroristas afganos', según el periódico de mayor circulación en la ciudad.


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