Por Abraham Ramírez
Esta mañana de domingo, el aire sopla con prisa y mese los árboles de afuera. Juguetea entre las hojas y las ramas flexibles y dispuestas y canta arias inéditas. Un poquito se cuela por la rendija, en esa unión de la ventana corrediza con la fija, y mueve las cortinas rayadas, en una rítmica danza matutina. La hoja elegante que está a mi lado, se asoma dispuesta por el doblez de la tela, como queriendo salir a recibir la luz tibia del sol de las diez. Las nubes, que hasta anoche eran abundantes y blancas, se han ido. El azul del cielo es tan nítido y frío que recuerda momentos pasados, de noviembre quizás. Los cables colgados en los postes también bailan, algunos con más talento que otros, supongo que depende de la soltura y la tensión, como en las fiestas. Yo soy de los que bailan rígidos. El rey de los gatos presume su blanco poderío caminando con la cola erguida y los ojos casi cerrados en la barda del baldío de enfrente; y los gatos grises, que se relamían hasta hace unos segundos, admiran al monarca níveo y se asombran de lo móvil de sus bigotes brillantes, sin notar que los de ellos también se mueven con el viento y que brillarían si dejaran de esconderse bajo las hojas verdes de las plantas crecientes. El aire que se mete, furtivo, juega con el vapor aromático de mi café. Hay tanto por hacer y yo aún no consigo resistirme al encanto de ver por la ventana. Los autos, los transeúntes, la musiquita del templo que se escucha tan lejos y tan cerca al mismo tiempo, los pajaritos con antifaz que juegan al amor, las vecinas gritonas, el par de ciclistas semi-profesionales que van en sus bicis de ruta a entrenar en el parque; todo está afuera. Yo podría interactuar con eso, con todo lo que admiro, si tan sólo me terminara el café, me levantara de la silla y me lavara los dientes; pero tengo miedo, porque quizás cuando tenga todo lo que añoro ya no sea tan bello. Porque puede ser que la realidad de afuera no se equipare con mi ficción y mi absurda e infantil visión de las cosas que suceden ahí. Todo puede verse distinto después de la añoranza y de la admiración, después del café; después de la transparencia de mi ventana.
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