marzo 26, 2012

Gabino (Parte 4)

Por Abraham Ramírez


     Tarde o temprano las hojas del árbol vuelven a salir y sus ramas, después de la temporada seca, no sólo reverdecen, también crecen.  En medio de la adversidad todos nosotros estábamos creciendo; y en mi corazón contrito esperaba que alguno, por lo menos, debería florecer algún día.  Mi hermano Pedro, que como ya dije, trabajaba en una tienda de abarrotes; fue el primero.  El dueño de la tienda era un señor muy serio y regordete, pero buen tipo.  Se llamaba Don Francisco Serrano.  Llevaba tres decenas de años con su tienda, la más surtida y en pleno centro de la ciudad. Don Francisco tenía mucho dinero, porque, aparte de reinvertir en los insumos y mercancías no tenía demasiados gastos.  Su casa, en la que casi no se paraba, era pequeña.  Tenía un perro gran danés, que comía mucho pero no tanto como para significar una amenaza a las finanzas de su dueño.  El señor Serrano era viudo y no tenía hijos.  Pedro se fue ganando a su patrón día con día.  Mi hermanito era trabajador, como todos nosotros.  No había queja alguna sobre su desempeño, al contrario, Don Francisco lo elogiaba constantemente por su gran capacidad para aprender.  -Es un buenazo tu hermano- me decía constantemente cuando pasaba por su tienda, obligado por mi ruta de merengues. -Tiene mucha cabeza para los números, es un desperdicio que no estudie más.-  Y en realidad lo era.  Pero la vida nos había tocado chueca y ruda, y no había estado en nuestras manos educarnos, o mejor dicho, por depender sólo de nuestras manos es que no habíamos podido educarnos.

     Cuando mi hermano cumplía un año ya de trabajar en la tienda, que por cierto, llevaba el nombre de 'las quince letras', Don Francisco no pudo contenerse más y le contrató un profesor particular, que le acreditara, para empezar, la primaria.  Fue en un lapso de seis meses que Pedrito estaba listo para graduarse, y siguió inmediatamente con la secundaria.  En dos años más había hecho mi hermano hasta la vocacional.  Estaba listo para entrar a una universidad.  El señor Serrano ofreció correr con los gastos también de eso, con la única condición de que Pedro se fuera a la capital a estudiar en la Universidad Nacional de México.  Claro que aceptamos de muy buena gana, y Pedro, después de aprobar el examen de admisión, se fue a estudiar los números a la capital.  Don Francisco contrató a mi hermano Juan para sustituir a Pedro.  Juan nunca llenó los ojos de su patrón.  No era Pedro.  No era tan bueno para la aritmética y tampoco tenía la misma iniciativa para la cosas, para los negocios.  Juan no tuvo maestro particular, pero por lo menos tenía ya un empleo y se forjaba un mejor porvenir.

     Yo no dejé nunca que mis hermanos, Pedro, Juan y Lucha, que trabajaban por otro lado, ayudaran en la economía de la casa.  Después de todo, qué mejor ayuda que suplir sus propias necesidades.  A nosotros, Lucrecia y yo; también nos mejoró todo.  La empresa merenguera había conseguido clientes en un par de dulcerías.  Así que ya no caminábamos tanto para vender.  Hasta nos alcanzaba para comer tres veces.

     De pronto, como de la nada;  la situación se colocó en camino franco hacia un futuro más iluminado.  No me lo creía.  A veces me ponía a pensar en Jacinta.  ¿Tendría hijos? ¿Sería feliz?  En ocaciones, en las tardes, cuando el solecito se metía y el cielo tenía pincelas anaranjadas con violeta, me preguntaba si la vida nos estaba pagando el dolor de la muerte, de la carencia.  Si no tendríamos que sufrir más.  Mi rutina de meditar en el ocaso me llevó a buscar nuevos lugares.  Parques, plazas, ríos, suburbios... a veces allá donde muriera Marcos.

     Lo recuerdo como si hubiera sucedido ayer, no, hoy.  Me senté ese día en una banquita del zócalo.  El cielo empezaba a pigmentarse de colores cálidos, en esa gradación tan rica que sucede antes de la noche.  A veces antes de la luna.  A veces con la luna traviesa y sonriente asomada ya.  Esa tarde, sin embargo, la luna no había brillado aún.  Yo miraba pasar a la gente.  Se me había hecho un hábito inventarme historias sobre los caminantes del parque.  Pasaba un viejo elegante y con bigote fino y retorcido y yo lo imaginaba como el timador más fino de la 'corte' de Don Porfirio:  'Señor Presidente, he viajado a las Europas y he conocido al arqueólogo que descubrió la fuente de la eterna juventud, si usted me manda en comisión podría yo traérsela para que usted nos haga el honor de gobernarnos para siempre, o por lo menos otros treinta años, que casi es lo mismo.' Una familia con tres rapaces, dos de pantalón corto y una con vestido, y yo imaginaba como los dos mequetrefes hacían rabiar a la niña, luego esta lloraba y los padres zumbaban a los molestos mocosos, ante la risita complacida de la princesita.  Pasaba una ancianita con bastón y la cara más dulce del mundo... me imaginaba historias, meriendas, sonrisas con ella.  Imaginaba a mi madre.  Pero, esa tarde, esa tarde algo fue distinto.  Una mujer.  Una caminante más de mi recién adquirido lote de gente del parque.  Con pasitos delicados y elegantes; caminando hermosa, vestida de color azul claro, el cabello negro suelto decorado con una mariposa de colores y la sonrisa más linda que yo había visto, cruzó el parque, ya me empezaba a crear la historia cuando su caminar la llevó a sentarse al lado mío.  Había más bancas en el parque, algunas desocupadas, pero ella fue a sentarse conmigo.  Mi corazón treintañero latió de prisa, alocado.  De repente, de la nada, me descubrí en serio inquieto por una mujer.  De más de treinta y apenas conociendo la ansiedad que provoca la atracción hacia una dama.  -Que hermosa tarde ¿verdad?- me dijo.  Debo haber puesto la cara de niño tonto más grande de mi vida cuando la escuché hablarme, pero nada comparado a la que debí hacer después cuando continuó:
-A veces vengo a sentarme aquí o en otros sitios tranquilos, al atardecer, para ver a la gente caminar.   Me invento historias sobre la gente que pasa; sobre los caminantes del cielo anaranjado...















marzo 21, 2012

Bicéfala

Por Abraham Ramírez


Me das una pena más antes de la noche, antes de la luna...
tus ojitos se volvieron malos; con tus manos despiadadas
me arrancas las lágrimas como si de ello dependiera tu vida,
te desfiguras y te conviertes en juez y verdugo.
También en castigo.

Duermo.  No, trato; entre mil preguntas sin respuestas claras,
con el miedo del conejo perseguido, escondido.
Tú, mi depredador, duermes plácidamente al lado mío,
respiras tan cansada; y yo, yo sigo temblando.
También te respiro.

Si soñé, sería con levantar el vuelo, con libertades verdes,
con praderas donde el miedo, el dolor de saberte mi enemiga
se depura con la brisa, marina, salada, fragante
y de nuevo despierto con latidos sordos...
También necesito.

Con la luz tan blanca del amanecer despiertas bella, despeinada
tus ojos se volvieron corderos necesitados de mí
me das un beso con sabor amargo, me acaricias, me peinas
me rodeas con tus piernas y me aprietas. Ya no hay vituperio.
Tampoco delito.


marzo 19, 2012

Gabino (Parte 3)

Por Abraham Ramírez


     No pude más que ponerme a chillar.  Así como no tuve la fuerza de impedirle a mis lágrimas que se asomaran, tampoco la tuve para decirle que no a la niña.  Se casaron ese mismo año, luego, luego.  Creo que en mayo o junio.  Nosotros no fuimos ni invitados a la boda. No habríamos podido ir porque se casaron en la capital y no podíamos costearnos el pasaje.  Tampoco teníamos de esa ropa de la que nos hubieran exigido vestir.  Sobra decir que la ayuda que se nos había ofrecido nunca llegó.  Jamás volvimos a ver a Jacinta.  Nos escribió cartas cada mes el resto del año, pero a partir de ese diciembre no volvimos a saber nada de ella.  Me gusta creer que su vida fue tan buena que prefirió no voltear para atrás, que se olvidó de nosotros porque era más saludable.

     La vida siguió su curso.  Con el correr de los años Pedro encontró trabajo en una tienda de abarrotes en el el centro, cerca del mercado y Luchita se empleó con una vieja enojona que vendía tortas compuestas en los portales.  A Juan se le ocurrió que podía ser ayudante de un fotógrafo, pero duró como dos semanas y después regresó, corrido y decepcionado  con los demás, a los merengues.  Nuestros eternos merengues.  Ya ni siquiera me gustaba su sabor.  Después de tantos años había perdido el gusto de comerlos.  Ahora Lucrecia y Marcos eran, regularmente, los que los preparaban.  Salíamos a vender 'como siempre'.  Todo seguía 'como siempre', molestamente rutinario, cansadamente monótono.  Todo excepto nosotros.  Yo tenía 32 años ya.  A veces me ponía melancólico recordando a los viejos; extrañaba ser sólo un hijo.

     Una noche fría y seca de otoño, cuando el viento soplaba con un vaivén desesperado; alguien tocó a nuestra puerta.  Me levanté de mala gana, porque ya estaba acurrucado y entrando a un sueño relajado.  Me sorprendí al ver a dos policías malencarados parados allí.
-Buenas noches- dijo uno.
-Buenas noches- contesté todavía desubicado.
-Estamos buscando al señor Marcos Ybarra, ¿se encuentra?
-Sí, sí está. Para qué lo buscan.
-Eso es cosa que a usted no lo concierne señor, lo hablaremos sólo con él- En eso apareció Marcos vestido y listo para salir, abrigado, envuelto con una capa que había sido de papá.
-¿Qué pasa hermano?- Le dije yo, un poco molesto.
-Nada, no te preocupes.  Te lo explicaré todo cuando regrese.

     Los de negro se rieron viéndose uno al otro y uno de ellos le hizo un gesto a Marcos para que los siguiera.  Yo no quería quedarme así, con la duda; así que dejé que se alejaran un poco, jalé una cobija y los seguí de lejos.  Caminamos casi 45 minutos rumbo a los suburbios de la ciudad, hacia el sur. La luna estaba molestamente brillante esa noche y permitía ver claramente.  Cuando estábamos cerca de la hacienda del molino de harina se detuvieron.  Uno de ellos sacó un arma.  De lejos, donde yo estaba viéndolo todo, parecía un revolver.  Lo apuntó a la cabeza de mi hermano.  Yo estaba a punto de salir de mi escondite cuando comenzaron a reírse.  También Marcos se reía.   El otro agente se descolgó el fusil del hombro y lo preparó.  Yo no lograba adivinar que pasaba.  De pronto, los tres se treparon a los árboles a la orilla del camino, cada uno en uno propio y dejaron de hablar.  Yo era casi una estatua, no me movía para nada, respiraba con bajo perfil y me seguía preguntando qué pasaba.  Estuvimos así como tres horas, bueno, eso me pareció a mí, completamente en silencio... incluso creo que cabeceé algunas veces por el sueño.  De repente una silueta lejana, que venía desde más al sur, se dejó ver.  Caminaba en medio de la noche, con una capa negra; sobre la vereda.  Un par de perros lo precedían.  Alcancé a ver que el recién llegado tenía un rifle colgado hacia la espalda.  Se acercaba y yo, sin saber por qué, me estaba poniendo muy nervioso, temeroso.  La luna se cubrió, inoportunamente, tras de una masa de nubes espesas y todo se oscureció bastante.  Veía sólo una mancha negra que se acercaba y ya se podía escuchar el jadear de los perros, tenía miedo que me olieran y descubrieran mi escondite.  Me estaba poniendo muy nervioso.  Me sobresalté y casi grité cuando escuché los estallidos.  Desde los árboles, los policías le disparaban al tipo de los perros, pero tenían mala puntería, porque el sujeto alcanzó a apuntar su rifle y a hacer un disparo antes de sucumbir ante la artillería policíaca. Los perros dejaron de ladrar cuando se dieron cuenta de que el tipo estaba en el suelo inerte.  Los policías bajaron de su escondite, revisaron el cuerpo y uno de ellos, el del revolver; le dio el tiro de gracia.  Marcos no bajaba de su árbol.  Yo me estaba impacientando.  Los policías lo llamaron pero él no contestó.

     Después  de que murieran Susanita y Ezequiel; y de la desaparición de Jacinta, lo que menos pasaba por mi cabeza era perder a otro de mis hermanos.  Lo más triste fue, escuchar la explicación de los policías.  Marcos y uno de ellos, un tal Octavio, habían ido juntos a la escuela.  Según la versión de él, Marcos le había pedido que lo dejara participar en esa emboscada porque quería saber como era ver morir a alguien.  El tipo al que cazaron era un ladrón y asesino.  Había una recompensa por él, vivo o muerto.  El compañero de Octavio, el otro policía, conocía al sujeto; porque éste era amigo de su padre.  Sabía como operaba porque entre tragos había contado todo.  Ese día le tocaba robar, era luna llena y las noches de luna llena eran sus favoritas para hacerlo. Por la luz, por romanticismo, por locura.  Octavio y su compañero planearon la cacería al tener una buena idea de los detalles y se lo contaron todo a Marcos, que en mala hora, quiso participar.  Ni siquiera se si mi hermano pudo ver morir al delincuente, tal vez él mismo murió primero.  Fue una semana larga y pesada.  Como la losa de cemento que Marcos, a diferencia de Susanita y Eze, sí tuvo.

     Perdí a uno más de mis niños.  Con tristeza reconocí que lo más preocupante era entender que en nada los conocía.  Mi hermana se casó sin que yo viera al novio más de una vez.  Ahora Marcos resultó muerto por un instinto curioso que nunca le noté y por influencia de amigos que yo no sabía que tenía.  ¿A caso estaba haciendo mal las cosas?  Lloré como nunca.  Me sentí culpable.  Me sentía un extraño en mi propia casa, esa casa que era la única en la que había vivido y que ahora parecía más fría y más grande... más vacía sin Marcos.




marzo 16, 2012

'Cristiano' viene de 'Cristo': Manso y humilde

 Por Abraham Ramírez


     En su versión del evangelio, Mateo narra una frase dicha por Jesús que siempre me ha parecido crucial en mi intento, totalmente fallido, de ser un cristiano real.  Dice: ' Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas, porque mi yugo es fácil y ligera mi carga' (Mateo 11:29-30)  


     Entiendo con perfecta conciencia lo que Jesús quiere decir con 'aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón', pero se me hace muy difícil hacerlo, es decir: 'serlo'.  Cuando alguien me hace mal me cuesta mucho ser 'humilde y manso', cuando me doy cuenta ya estoy encendido y listo para devolver, aunque sea en una pequeña parte proporcional, el mal que me hayan hecho. Más de una vez me he sorprendido con ese dolor en el abdomen que me da cuando me enojo, aprieto los dientes y los puños; mi mente se agiliza para encontrar las palabras necesarias para defenderme; a veces es demasiado tarde, ya hice o dije algo de lo que en unos minutos, o a caso segundos, me arrepentiré.  


     Me gustaría ser como Él.  Si la salvación de la tierra, no, de la tierra no, de mí mismo dependiera de mi mansedumbre, estaría perdido y sin esperanza.  

     Quiero ser como Jesús.  Quiero que la gente que esté cerca encuentre paz en mi compañía.  Quiero ser siempre igual, como Él.  No cansarme de amar, de perdonar, de ver con ternura hasta al más incómodo de mis semejantes.  


Señor, si me falta paciencia y amor para ser manso y humilde como Tú, para saber perdonar; por favor Tú nunca dejes de ser paciente conmigo y perdóname, eres mi único refugio y mi única oportunidad; eres el único que puede darle paz a mi alma.








marzo 08, 2012

Gabino (Parte 2)

 Por Abraham Ramírez 


     Cuando llegué ya había gente trabajando.  Me presenté con el encargado.  Estaba  muy nervioso.  Me temblaban las piernas y tartamudeaba.  Me sentía como en otra dimensión, como en medio de un sueño. A duras penas entendía lo que me decía.  A todo dije que sí.  Que ¿puedes quedarte a veces a hasta la noche o hasta que se terminé el trabajo? Sí, ¿puedes encargarte de la Heidelberg? ¿ya la has usado? Sí, ¿puedes trabajar los domigos y días feriados? Sí.  Si me hubieran preguntado si yo había matado a Carranza en Tlaxcalantongo hubiera dicho que sí.  En todo quedamos de acuerdo, y quedé de presentarme al día siguiente a las 5:00 a.m.  De haberme detenido a pensar mi itinerario con calma, me habría dado cuenta de que no me iba a dar tiempo de hacer mis merengues y llegar a la hora acordada, pero ya estaba diciendo que sí y ni modo.

     A la mañana siguiente me levanté dos horas más temprano de lo acostumbrado.  Eran apenas las 2:15 a.m. cuando ya estaba metiendo la primera tanda de merengues al horno.  Me sentía raro.  En mí, había una mezcla de felicidad y amargura; a parte del sueño que aún se me colgaba de las pestañas.  Terminé casi a las 4:45 de acomodar todo.  Le dí instrucciones a mi hermanito Juan de lo que había de hacerse, pero dudo que me entendiera; estaba de pie frente a mí, pero dormido.  No pude detenerme a repetirle nada, si no corría de inmediato 14 cuadras en 8 minutos llegaría tarde a la cita del primer día como empleado de la imprenta 'La letrada'.  Corrí como nunca,  mi sorpresa fue tremenda al dar la vuelta al final de la onceava cuadra y ver a lo lejos un resplandor, de fuego; algo se incendiaba.  Me imagino la cara de idiota que habré ido poniendo, poco a poco y a cada paso, cuanto más me acercaba a mi destino.  Ahí estaba, mi imprenta 'La letrada' cambiando su nombre a cada segundo a 'La quemada', 'La inútil', 'La mata sueños'.  Traté de acercarme para hablar con el encargado, pero no me dejaron los gendarmes.  Dos empleados no estaban afuera, habían muerto.  'La letrada' cerraría sus puertas, tal vez para siempre.

     Mi sueño de imprimir con la Heidelberg se murió, quemado.  Regresé a casa, sin prisa ya, con cansancio y pesado por la sensación de haber perdido algo que anhelaba tanto y se había esfumado, inhumado.  Mis niños seguían durmiendo cuando llegué.  Todos excepto Juan, que leía a media luz un libro viejo de cuentos que mamá nos relataba antes de dormir.  Era el único libro que había en la casa.  -¿Cómo te fue?- me preguntó.  Le conté lo acontecido con lujo de detalles y pareció alegrarse un poco.  Tal vez por el alivio de no tener que ocupar mi lugar como jefe de la familia y de la empresa merenguera en mi nueva ausencia, no quería acender a tal puesto.

     La noche siguiente me derrumbé.  Las cuentas cada vez eran más justas, ya no había de donde estirarle a nuestro ingreso para solventar todos los gastos, ya no había sueño del cual colgarse tampoco.  No sabía qué hacer.  Por primera vez desde que murió mamá me encontré llorando como un bebé.  Uno a uno fueron despertándose los niños, para abrazarme y decirme que todo iba a estar bien, lloré más aún con sus abrazos.

     Pasamos otros cinco años vendiendo merengues y procurando cada uno encontrar trabajo por su propia cuenta, para aumentar el capital familiar.  No hallamos nada.

     Una tarde lluviosa de abril nos preparábamos para cenar cuando mi hermanita Jacinta se paró en frente de mí: -Gabino, hoy va a venir mi novio a pedirte permiso para sacarme a pasear- yo me quedé petrificado por unos minutos, después me levanté de la silla y me fui.  Jacinta tenía ya como veinte años en ese entonces.  Era hermosa mi hermanita.  Todos, excepto Susanita, como ya lo había dicho; heredamos los ojos de papá, ojos verdes de español, pero Jacinta era la que los tenía más bonitos.  El verde de sus ojos era como el verde de esas ranitas que cantan en el otoño cuando las lluvias cotidianas mojan los prados y las callejuelas, eran del verde del limón más jugoso; verde de selva, o por lo menos de la selva que yo me imaginaba cuando leía el libro de mamá, en ese cuento de 'El Ocelote'.  Yo ni siquiera sabía cómo había encontrado novio Jacinta si no salía, o a caso yo no la veía salir.  En esto pensaba cuando sonó la puerta con golpes firmes y decididos.  Me levanté de la silla rota de la recámara y di la orden de que nadie abriera; lo haría yo.  Abrí de un jalón fuerte  y con cara de pocos amigos; me encontré de frente con el tipo más catrín que yo había visto en mis veintisiete años. -¿Qué quiere?- Le dije. -Vengo a hablar contigo, soy el prometido de Jacinta- me dijo el muy idiota con una cara de fufurufo mimado, tan desagradable que por poco se la rompía de un puñetazo cuando mi hermanita Lucha me abrazó por detrás y lo invitó a pasar.  Ya dentro, el muy cínico se sentó sin que lo convidáramos a hacerlo, miró la habitación con cara crítica y burlona y me dijo: -Yo le puedo dar a Jacinta vida de reina, si de verdad la quieres, déjala casarse conmigo-.  Me puso un alto.  Yo luchaba desde hace tanto por darle vida digna a mi familia y ahora, por lo menos una tenía la oportunidad de tener lo que no había podido o podría darle yo, ni con todo mi empeño.  Me calmé.  Traté de componerme.
-A ver- le dije; -¿cómo es eso de que es su prometida si aquí ni lo conocemos? ¿Quién es usted? -traté de parecer malo.
-Mi nombre es Fernando Kuri y Yitani, soy descendiente directo de árabes y dueño de tres fabricas textileras aquí en el estado y otra en la Ciudad de México.  Conocí a Jacinta cuando llegaba a mi fábrica, que está muy cerca de aquí; el otro día... ella vendía esas golosinas que hacen ustedes...
-Merengues, dije yo molesto
-ajá, eso, cuando la vi tan guapa y con esos ojotes verdes, me la imaginé vestida como una dama y tomada de mi brazo, y  por supuesto, no me desagradó la idea.  Es bonita y creo que sería una buena hembra para ser la madre de mi descendencia.
-¿Sólo con verla sabe usted eso?
-Claro, tanto trato con proveedores me ha hecho desarrollar y agudizar mi vista, sé distinguir lo bueno cuando lo veo.  Además mi madre estará muy complacida si me caso con una mujer con sangre española, porque tiene nostalgia de su vida en la península y guarda gratos recuerdos de los españoles.
-¿Pero la quiere usted? ¿cómo sé que va a tratarla bien?
-Bueno, te mentiría si digo que sí la quiero.  Pero con el tiempo se irá dando.  Yo ya no soy un niño, tengo treinta y nueve años, no estoy buscando jugar.  Además yo podría ayudarlos a todos...

     Mientras hablábamos, Jacinta se había jalado ya una bolsa con sus cosas.  Obviamente la preparó con tiempo y decidida.  Me dolió pensar que se estuviera haciendo a la idea de casarse con el árabe sólo para no ser una carga para mí.  Dejé de escuchar lo que decía el tal Fernando Kuri.  Me levanté y abracé a mi hermanita:
-¿Estás segura que quieres esto?  Ya sabes que por lo menos frijoles siempre habrá aquí.  No lo hagas por darme alivio a la carga.- Me soltó y me dijo muy seria y viéndome a los ojos: -Hermanito, quiero hacerlo.


marzo 05, 2012

Gabino (Parte1)

Por Abraham Ramírez 


      Tal vez me olvide de algo, porque son tantas cosas y tiene tanto tiempo, que muchos recuerdos han muerto; se desvanecieron o cambiaron con los años.  Trataré, sin embargo, de darles una idea clara de todo, para que les sea aún entendible sin los detalles.  Soy el mayor de nueve hermanos.  Mis papás eran comerciantes de merengues, de eso vivimos mientras los viejos nos duraron y algún tiempo después.   Aprendimos el  negocio desde niños.  Recuerdo como mi mamá me decía: -Gabino, ¡ven a ver como bato los blanquillos! tú eres el mayor y tienes que aprender-  El proceso de los merengues era simple: que se baten los huevos, que se les pone el azúcar, que si el horno a cuántos grados, que si le pones una poquita de sal sabe mejor, que si a mi papá le gustaban doraditos por fuera y suavecitos por dentro, que si le pones jugo de limón saben más ricos; cosas que uno aprende de tanto ver, pero mi mamá siempre me lo repetía, cada vez que lo hacía, me lo repetía.  Mi papá era el que hacía las chambas pesadas, además de ser quien salía a vender.  Yo era, también en ese rubro, su aprendiz.  El pregón de un merenguero debe ser siempre alegre, aunque no se venda nada en todo el día.  Mi papá me lo enseñaba; con esa voz tan ajena, tan de merenguero y no de papá, no de mi papá.

     Casi no fuimos a la escuela.  Yo fui el que estudió menos, nada más hice el primero de primaria. No aprendí mucho en clases.  Aprendí más de los viejos.  Mis hermanitos, por orden de edades eran:  Juan, Lucha, Marcos, Jacinta, Lucrecia, Pedro, Susana y el 'xocoyotl': Ezequiel.  Todos ellos se quedaron entre el segundo y tercer año de la escuela y el primero y segundo de la casa, excepto Lucha que estudió hasta el cuarto.  Todos aprendimos, tarde o temprano; a hacer los merenguitos.  Hubiera sido lo ideal que todos fuéramos, cada quien con su charola, a vender nuestras golosinas por toda la ciudad; pero nunca alcanzó para que comiéramos todos, para pagar la renta, el médico de Susana que era muy enfermiza y encima para más charolas de merengues.  De plano, no; nunca alcanzó.

     Mis papás se querían mucho.  Papá siempre abrazaba a mi mamá y le decía cosas bonitas.  Mamá siempre nos contaba puros cuentos chinos de cómo mi papá, Don Gabino Hermenegildo Ybarra Luna,  la había enamorado con su voz.  Cantaba, según ella, como los ángeles del mismísimo cielo.  Mi viejo murió de diabetes dos años después de que naciera Ezequiel.  Yo apenas tenía 17.  Mi mamá nunca se repuso.  Lo siguió al año, murió de tristeza.  Nos quedamos solitos.  No teníamos otra familia, sólo conocíamos al hermano de mi papá, el tío Federico, pero de vista.  Don Gabino, mi padre; siempre dijo que no necesitábamos nada de ese 'mono fufurufo', aunque lo necesitó al final.

     Desde muy niños nos tuvimos que rascar con nuestras propias uñas.  Sabíamos todo lo que había de saberse en cuanto al negocio de los merengues, así que rescatamos, por decirlo de algún modo; el negocio familiar.  Yo me volví un tanto duro, pero era de entenderse también con la responsabilidad que me había caído de repente y sin pedirla.  Me habían heredado de golpe y porrazo 'la empresa merenguera' y una familia de nueve chamacos hambrientos, incluido yo.  Lo más difícil era lograr que el dinero alcanzara para la leche de Eze, que era todavía un bebé; a veces leche, a veces, agua y a veces agua otra vez.  Los demás agua, a veces.  Poco a poco se nos hizo llevadera la rutina:  Hacer los merengues, vender los más posibles, hacer las cuentas, apartar para los merengues del día siguiente y luego, con lo que sobrara, desayunarnos; ya como a las 6 de la tarde.  Eze y Susana eran los únicos que comían algo antes de salir a vender.  Curiosamente fueron los primeros que se me fueron.  Susanita murió de esa enfermedad que no la dejaba en paz, pobrecita, siempre andaba amolada.  Toda guanguita, fofa.  No era feliz nunca.  Una mañana ya no abrió sus ojitos ámbar, era la única que tenía los ojos de mi madre.  La enterramos en el campo, saliendo de la ciudad, porque no había como pagar un entierro en el panteón, y todo el mundo nos ignoraba, así que ni cuenta se dieron.  A los viejos les pagó su nichito el tío Federico, pero ya no lo volvimos a ver después de la muerte de mi mamá.  A Eze me lo mató un camión.  Yo le dije muchas veces que no me soltara la mano, que me agarrara bien fuerte, pero un día caluroso me paré a despachar unos merengues y el muy canijo se fue corriendo tras un gato negriblanco  y se atravesó la calle ancha y transitada.  Al gato no le pasó nada, pero mi hermanito quedó ahí, inerte.  Era tan bueno el chiquito ese.

     Yo ya tenía 22 años.  Estaba alto, no como ahora, era alto y delgado; pero también ¿de dónde iba a poder engordar algo?  Un día que caminaba con Pedrillo y mi charola, ya de regreso a la casa; pasamos por una imprenta donde pedían ayudante general y ofrecían buen sueldo, en aquel tiempo las imprentas eran pocas, no como ahora, y se necesitaban muchas personas para poder sacar la chamba.  A mí se me hizo un buen chance para tener algo más de dinero.  Podía, hacer los merengues tempranito, formar los escuadrones de ventas con mis hermanos y después irme a trabajar, yo solito iba a ganar más dinero que todos mis hermanitos juntos.  Me emocioné mucho.  Soñé.  A la mañana siguiente me levanté de madrugada y comencé a hacer mis merengues.  ¡Cómo pensaba en mamá diciéndome mil veces todos los pasos de la receta!  En fin, cuando estuvieron listos todos los merengues formé los grupos y los mandé a trabajar.  Todos en ayunas iban mis soldados a la guerra.  Se me salían las lágrimas.  Me apuré a limpiarme las huellas de la merenguiza y me fui a pedir mi trabajo soñado. Que ¿qué trabajo tendría que hacer en la imprenta? pues no tenía idea, pero qué podría ser más difícil que ser el jefe de mi familia.