marzo 26, 2012

Gabino (Parte 4)

Por Abraham Ramírez


     Tarde o temprano las hojas del árbol vuelven a salir y sus ramas, después de la temporada seca, no sólo reverdecen, también crecen.  En medio de la adversidad todos nosotros estábamos creciendo; y en mi corazón contrito esperaba que alguno, por lo menos, debería florecer algún día.  Mi hermano Pedro, que como ya dije, trabajaba en una tienda de abarrotes; fue el primero.  El dueño de la tienda era un señor muy serio y regordete, pero buen tipo.  Se llamaba Don Francisco Serrano.  Llevaba tres decenas de años con su tienda, la más surtida y en pleno centro de la ciudad. Don Francisco tenía mucho dinero, porque, aparte de reinvertir en los insumos y mercancías no tenía demasiados gastos.  Su casa, en la que casi no se paraba, era pequeña.  Tenía un perro gran danés, que comía mucho pero no tanto como para significar una amenaza a las finanzas de su dueño.  El señor Serrano era viudo y no tenía hijos.  Pedro se fue ganando a su patrón día con día.  Mi hermanito era trabajador, como todos nosotros.  No había queja alguna sobre su desempeño, al contrario, Don Francisco lo elogiaba constantemente por su gran capacidad para aprender.  -Es un buenazo tu hermano- me decía constantemente cuando pasaba por su tienda, obligado por mi ruta de merengues. -Tiene mucha cabeza para los números, es un desperdicio que no estudie más.-  Y en realidad lo era.  Pero la vida nos había tocado chueca y ruda, y no había estado en nuestras manos educarnos, o mejor dicho, por depender sólo de nuestras manos es que no habíamos podido educarnos.

     Cuando mi hermano cumplía un año ya de trabajar en la tienda, que por cierto, llevaba el nombre de 'las quince letras', Don Francisco no pudo contenerse más y le contrató un profesor particular, que le acreditara, para empezar, la primaria.  Fue en un lapso de seis meses que Pedrito estaba listo para graduarse, y siguió inmediatamente con la secundaria.  En dos años más había hecho mi hermano hasta la vocacional.  Estaba listo para entrar a una universidad.  El señor Serrano ofreció correr con los gastos también de eso, con la única condición de que Pedro se fuera a la capital a estudiar en la Universidad Nacional de México.  Claro que aceptamos de muy buena gana, y Pedro, después de aprobar el examen de admisión, se fue a estudiar los números a la capital.  Don Francisco contrató a mi hermano Juan para sustituir a Pedro.  Juan nunca llenó los ojos de su patrón.  No era Pedro.  No era tan bueno para la aritmética y tampoco tenía la misma iniciativa para la cosas, para los negocios.  Juan no tuvo maestro particular, pero por lo menos tenía ya un empleo y se forjaba un mejor porvenir.

     Yo no dejé nunca que mis hermanos, Pedro, Juan y Lucha, que trabajaban por otro lado, ayudaran en la economía de la casa.  Después de todo, qué mejor ayuda que suplir sus propias necesidades.  A nosotros, Lucrecia y yo; también nos mejoró todo.  La empresa merenguera había conseguido clientes en un par de dulcerías.  Así que ya no caminábamos tanto para vender.  Hasta nos alcanzaba para comer tres veces.

     De pronto, como de la nada;  la situación se colocó en camino franco hacia un futuro más iluminado.  No me lo creía.  A veces me ponía a pensar en Jacinta.  ¿Tendría hijos? ¿Sería feliz?  En ocaciones, en las tardes, cuando el solecito se metía y el cielo tenía pincelas anaranjadas con violeta, me preguntaba si la vida nos estaba pagando el dolor de la muerte, de la carencia.  Si no tendríamos que sufrir más.  Mi rutina de meditar en el ocaso me llevó a buscar nuevos lugares.  Parques, plazas, ríos, suburbios... a veces allá donde muriera Marcos.

     Lo recuerdo como si hubiera sucedido ayer, no, hoy.  Me senté ese día en una banquita del zócalo.  El cielo empezaba a pigmentarse de colores cálidos, en esa gradación tan rica que sucede antes de la noche.  A veces antes de la luna.  A veces con la luna traviesa y sonriente asomada ya.  Esa tarde, sin embargo, la luna no había brillado aún.  Yo miraba pasar a la gente.  Se me había hecho un hábito inventarme historias sobre los caminantes del parque.  Pasaba un viejo elegante y con bigote fino y retorcido y yo lo imaginaba como el timador más fino de la 'corte' de Don Porfirio:  'Señor Presidente, he viajado a las Europas y he conocido al arqueólogo que descubrió la fuente de la eterna juventud, si usted me manda en comisión podría yo traérsela para que usted nos haga el honor de gobernarnos para siempre, o por lo menos otros treinta años, que casi es lo mismo.' Una familia con tres rapaces, dos de pantalón corto y una con vestido, y yo imaginaba como los dos mequetrefes hacían rabiar a la niña, luego esta lloraba y los padres zumbaban a los molestos mocosos, ante la risita complacida de la princesita.  Pasaba una ancianita con bastón y la cara más dulce del mundo... me imaginaba historias, meriendas, sonrisas con ella.  Imaginaba a mi madre.  Pero, esa tarde, esa tarde algo fue distinto.  Una mujer.  Una caminante más de mi recién adquirido lote de gente del parque.  Con pasitos delicados y elegantes; caminando hermosa, vestida de color azul claro, el cabello negro suelto decorado con una mariposa de colores y la sonrisa más linda que yo había visto, cruzó el parque, ya me empezaba a crear la historia cuando su caminar la llevó a sentarse al lado mío.  Había más bancas en el parque, algunas desocupadas, pero ella fue a sentarse conmigo.  Mi corazón treintañero latió de prisa, alocado.  De repente, de la nada, me descubrí en serio inquieto por una mujer.  De más de treinta y apenas conociendo la ansiedad que provoca la atracción hacia una dama.  -Que hermosa tarde ¿verdad?- me dijo.  Debo haber puesto la cara de niño tonto más grande de mi vida cuando la escuché hablarme, pero nada comparado a la que debí hacer después cuando continuó:
-A veces vengo a sentarme aquí o en otros sitios tranquilos, al atardecer, para ver a la gente caminar.   Me invento historias sobre la gente que pasa; sobre los caminantes del cielo anaranjado...















No hay comentarios:

Publicar un comentario