Por Abraham Ramírez
Cuando llegué ya había gente trabajando. Me presenté con el encargado. Estaba muy nervioso. Me temblaban las piernas y tartamudeaba. Me sentía como en otra dimensión, como en medio de un sueño. A duras penas entendía lo que me decía. A todo dije que sí. Que ¿puedes quedarte a veces a hasta la noche o hasta que se terminé el trabajo? Sí, ¿puedes encargarte de la Heidelberg? ¿ya la has usado? Sí, ¿puedes trabajar los domigos y días feriados? Sí. Si me hubieran preguntado si yo había matado a Carranza en Tlaxcalantongo hubiera dicho que sí. En todo quedamos de acuerdo, y quedé de presentarme al día siguiente a las 5:00 a.m. De haberme detenido a pensar mi itinerario con calma, me habría dado cuenta de que no me iba a dar tiempo de hacer mis merengues y llegar a la hora acordada, pero ya estaba diciendo que sí y ni modo.
A la mañana siguiente me levanté dos horas más temprano de lo acostumbrado. Eran apenas las 2:15 a.m. cuando ya estaba metiendo la primera tanda de merengues al horno. Me sentía raro. En mí, había una mezcla de felicidad y amargura; a parte del sueño que aún se me colgaba de las pestañas. Terminé casi a las 4:45 de acomodar todo. Le dí instrucciones a mi hermanito Juan de lo que había de hacerse, pero dudo que me entendiera; estaba de pie frente a mí, pero dormido. No pude detenerme a repetirle nada, si no corría de inmediato 14 cuadras en 8 minutos llegaría tarde a la cita del primer día como empleado de la imprenta 'La letrada'. Corrí como nunca, mi sorpresa fue tremenda al dar la vuelta al final de la onceava cuadra y ver a lo lejos un resplandor, de fuego; algo se incendiaba. Me imagino la cara de idiota que habré ido poniendo, poco a poco y a cada paso, cuanto más me acercaba a mi destino. Ahí estaba, mi imprenta 'La letrada' cambiando su nombre a cada segundo a 'La quemada', 'La inútil', 'La mata sueños'. Traté de acercarme para hablar con el encargado, pero no me dejaron los gendarmes. Dos empleados no estaban afuera, habían muerto. 'La letrada' cerraría sus puertas, tal vez para siempre.
Mi sueño de imprimir con la Heidelberg se murió, quemado. Regresé a casa, sin prisa ya, con cansancio y pesado por la sensación de haber perdido algo que anhelaba tanto y se había esfumado, inhumado. Mis niños seguían durmiendo cuando llegué. Todos excepto Juan, que leía a media luz un libro viejo de cuentos que mamá nos relataba antes de dormir. Era el único libro que había en la casa. -¿Cómo te fue?- me preguntó. Le conté lo acontecido con lujo de detalles y pareció alegrarse un poco. Tal vez por el alivio de no tener que ocupar mi lugar como jefe de la familia y de la empresa merenguera en mi nueva ausencia, no quería acender a tal puesto.
La noche siguiente me derrumbé. Las cuentas cada vez eran más justas, ya no había de donde estirarle a nuestro ingreso para solventar todos los gastos, ya no había sueño del cual colgarse tampoco. No sabía qué hacer. Por primera vez desde que murió mamá me encontré llorando como un bebé. Uno a uno fueron despertándose los niños, para abrazarme y decirme que todo iba a estar bien, lloré más aún con sus abrazos.
Pasamos otros cinco años vendiendo merengues y procurando cada uno encontrar trabajo por su propia cuenta, para aumentar el capital familiar. No hallamos nada.
Una tarde lluviosa de abril nos preparábamos para cenar cuando mi hermanita Jacinta se paró en frente de mí: -Gabino, hoy va a venir mi novio a pedirte permiso para sacarme a pasear- yo me quedé petrificado por unos minutos, después me levanté de la silla y me fui. Jacinta tenía ya como veinte años en ese entonces. Era hermosa mi hermanita. Todos, excepto Susanita, como ya lo había dicho; heredamos los ojos de papá, ojos verdes de español, pero Jacinta era la que los tenía más bonitos. El verde de sus ojos era como el verde de esas ranitas que cantan en el otoño cuando las lluvias cotidianas mojan los prados y las callejuelas, eran del verde del limón más jugoso; verde de selva, o por lo menos de la selva que yo me imaginaba cuando leía el libro de mamá, en ese cuento de 'El Ocelote'. Yo ni siquiera sabía cómo había encontrado novio Jacinta si no salía, o a caso yo no la veía salir. En esto pensaba cuando sonó la puerta con golpes firmes y decididos. Me levanté de la silla rota de la recámara y di la orden de que nadie abriera; lo haría yo. Abrí de un jalón fuerte y con cara de pocos amigos; me encontré de frente con el tipo más catrín que yo había visto en mis veintisiete años. -¿Qué quiere?- Le dije. -Vengo a hablar contigo, soy el prometido de Jacinta- me dijo el muy idiota con una cara de fufurufo mimado, tan desagradable que por poco se la rompía de un puñetazo cuando mi hermanita Lucha me abrazó por detrás y lo invitó a pasar. Ya dentro, el muy cínico se sentó sin que lo convidáramos a hacerlo, miró la habitación con cara crítica y burlona y me dijo: -Yo le puedo dar a Jacinta vida de reina, si de verdad la quieres, déjala casarse conmigo-. Me puso un alto. Yo luchaba desde hace tanto por darle vida digna a mi familia y ahora, por lo menos una tenía la oportunidad de tener lo que no había podido o podría darle yo, ni con todo mi empeño. Me calmé. Traté de componerme.
-A ver- le dije; -¿cómo es eso de que es su prometida si aquí ni lo conocemos? ¿Quién es usted? -traté de parecer malo.
-Mi nombre es Fernando Kuri y Yitani, soy descendiente directo de árabes y dueño de tres fabricas textileras aquí en el estado y otra en la Ciudad de México. Conocí a Jacinta cuando llegaba a mi fábrica, que está muy cerca de aquí; el otro día... ella vendía esas golosinas que hacen ustedes...
-Merengues, dije yo molesto
-ajá, eso, cuando la vi tan guapa y con esos ojotes verdes, me la imaginé vestida como una dama y tomada de mi brazo, y por supuesto, no me desagradó la idea. Es bonita y creo que sería una buena hembra para ser la madre de mi descendencia.
-¿Sólo con verla sabe usted eso?
-Claro, tanto trato con proveedores me ha hecho desarrollar y agudizar mi vista, sé distinguir lo bueno cuando lo veo. Además mi madre estará muy complacida si me caso con una mujer con sangre española, porque tiene nostalgia de su vida en la península y guarda gratos recuerdos de los españoles.
-¿Pero la quiere usted? ¿cómo sé que va a tratarla bien?
-Bueno, te mentiría si digo que sí la quiero. Pero con el tiempo se irá dando. Yo ya no soy un niño, tengo treinta y nueve años, no estoy buscando jugar. Además yo podría ayudarlos a todos...
Mientras hablábamos, Jacinta se había jalado ya una bolsa con sus cosas. Obviamente la preparó con tiempo y decidida. Me dolió pensar que se estuviera haciendo a la idea de casarse con el árabe sólo para no ser una carga para mí. Dejé de escuchar lo que decía el tal Fernando Kuri. Me levanté y abracé a mi hermanita:
-¿Estás segura que quieres esto? Ya sabes que por lo menos frijoles siempre habrá aquí. No lo hagas por darme alivio a la carga.- Me soltó y me dijo muy seria y viéndome a los ojos: -Hermanito, quiero hacerlo.
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