Por Abraham Ramírez
Sorbito a sorbito nos terminamos el café. Yo me llené la taza de nuevo, pero ella no quiso más. Me contó, a grandes rasgos y con no muchos detalles su situación. Como tenía la carita de cansada, porque la angustia cansa; le ofrecí llevarla a la que sería su habitación. Antes de cerrar la puerta, le dije que no se preocupara más, que en nuestra casa estábamos acostumbrados a sobreponernos de las pérdidas y no habría prisa ni tiempo definido para que estuviera allí, que era bienvenida sin agendas ni horarios. Me tomó las manos y las apretó; me dijo 'gracias' y cerró la puerta. Yo estaba tan cansado que me quedé dormido en cuanto me acosté en mi catre. Dormí tan rico después de esa caminata con lluvia que me desperté más tarde de lo común, motivado totalmente por el ruido de Lucrecia y Ariadna haciendo los merengues. Estaban riéndose y trabajaban encantadas de la vida. Me dio gusto ver a Lucrecia contenta, porque como siempre estaba sola y yo la veía muy poco, se me había olvidado que tenía la misma sonrisa de nuestra madre; una sonrisa tan franca y bien dibujada, tan buena.
Como entendí que ya se habían hecho buenas amigas, me limité a explicarle a Lucrecia que nuestra invitada estaría con nosotros el tiempo que fuera necesario para ella. Lucrecia estuvo de acuerdo y con sonrisas y charla, entre los tres terminamos de hornear los merengues y nos hicimos un desayuno, calientito, abundante y tranquilo. Ese día terminó en paz y se repitió por semanas. La casa volvió a parecer un ser vivo. Pasaron los meses y Ariadna parecía estar muy bien... casi siempre. A veces, por la noche, escuchaba su llanto de niña, ahogado contra la almohada, pretendiendo no ser descubierto. Era obvio que su dolor no se esfumaría tan rápido, pero yo tenía la esperanza de que, de algún modo, sus noches tristes se fueran para siempre.
Una mañanita azul, después de hacer los merengues yo solo, porque no pude dormir muy bien y madrugué; me llevé a Ariadna a desayunar a un parque. Hicimos tortas de galantina y una jarrita de café. A Lucrecia le tocaba llevar un pedido de merengues al centro, así que aprovecharía para desayunar con Lucha y sus amigas en la tortería. Caminamos hasta el parque de 'los Remedios', nos sentamos en una banca y desenvolvimos nuestro almuerzo. El efecto relajante del lugar me hizo tener valor de hablarle de su llanto.
-Ariadna, me preocupa escucharte llorar en las noches. Yo sé que estás deprimida, pero al verte sobreponerte tan valientemente en este tiempo que has pasado con nosotros, me he hecho a la idea de que eres una mujer muy fuerte, así que me inquieta imaginar que hay algo más que no nos has contado. No me malinterpretes, no tienes que decirnos todo, pero como ya te considero parte de la familia me gustaría hacer lo que más se pueda por ti.
-Gabino, tú eres una persona increíble. Eres bueno. No sabes cómo te agradezco todo lo que haces por mí. Tienes razón, hay algo más. Yo estaba a punto de casarme. Gabriel, mi novio, me dejó plantada en el altar por irse con una mujer casada. Esa mujer es mi prima. Cada vez que lo pienso me duele el corazón, siento que me parto. Y no es todo. Mi prima y Gabriel viven aquí, en casa de mi abuela. Lo sé porque hace unas semanas fui a rondar la casa, tratando de atreverme a tocar la puerta y a unos metros los vi y ellos ni se fijaron. No sé, me siento tan despojada de todo. Mi familia, mi vida... Me duele mucho. Me da rabia, me da... -lloró de nuevo y sus lágrimas se volvieron a derramar como cascadas interminables. Yo no dije nada, sólo la abracé.
Esa noche fue triste de nuevo para Ariadna. También la siguiente. Pero en el día parecía muy plena, supongo que era tan fuerte que podía aparentar estar bien con el único motivo de no preocuparnos, de no ser un carga. Para distraerla un poco comencé a llevármela a los parques por las tardes. Le enseñé mi mundo, le conté mis historias y la hice contarme las suyas. Resultó ser una graciosa inventora de teorías. La llevé también a la biblioteca. Leímos juntos a Julio Verne y Edgar Allan Poe. Supongo que de algo debió ayudar, porque se fueron, de a poquito, las noches de llanto.
Una tarde nubladita que caminábamos por el centro, Ariadna me dijo: 'Gabino, cierra los ojos y déjame llevarte'. Yo obedecí sin dudar y me dejé guiar de la mano como un niño. Me repetía una y otra vez que no viera y yo le prometía que veía lo mismo que un murciélago encerrado en una cueva. Aunque no hice trampa, noté que entrábamos a un iglesia, por la acústica tan reverberada y porque tuve que levantar mucho los pies al entrar para no caerme. Comenzamos a subir escalones, demasiados. Yo me estaba desesperando, quería abrir los ojos ya y de una buena vez descubrir a dónde estábamos y qué haríamos. Nos detuvimos por fin y mi linda guía me dijo: 'ya puedes abrir los ojos'. Estábamos en una torre de la catedral. Las campanas brillaban con la luz del ocaso y el cielo se despojaba de algunas nubes para dejarnos ver el sol anaranjado esconderse detrás de las montañas lejanas y cederle su paso a la noche lluviosa.
-Gabino, te traje a este lugar porque desde aquí podemos ver más gente y hacer historias, pero también, porque quiero decirte que nunca había conocido a alguien como tú. Las cosas que haces, lo que eres, lo que contagias. Desde que te vi en el autobús me di cuenta de que eres diferente. Eres una persona encantadora, y yo, no sé, no quiero que pienses mal de mí, pero me gusta estar contigo, me haces tanto bien que quisiera que me vieras como algo más. Gabino ¿quieres ser mi novio?
mayo 28, 2012
mayo 21, 2012
Gabino (Parte 14)
Algunos días después de mi cumpleaños treinta y cinco recibimos la visita de mi hermanito Pedro, sólo para estar unos días con nosotros antes de irse a Francia. Lo habían nombrado catedrático de una universidad allá. Era muy listo el condenado. Me encantaba la idea de que uno de nosotros estuviera alcanzando ese nivel, me sentí orgulloso. Cuando lo despedí en el aeropuerto de la capital, se me salieron las lágrimas por la pura satisfacción, no por tristeza, porque nada de ver triunfar a Pedrito me parecía triste, ni siquiera su ausencia indefinida. Una y otra vez me imaginaba cómo habría sido nuestra vida si mis padres hubieran vivido más tiempo, pero para esas cosas no hay respuestas, se puede perder la vida buscándolas, pero no se encuentran nunca.
En el viaje de regreso a casa, me toco ir sentado en el autobús al lado de una señorita. Parecía tener problemas. No es que hubiera volteado a verla, eso habría sido muy complicado y descortés, pero se sentían sus suspiros descontrolados, y esas abruptas exhalaciones que se escapan a veces cuando se aguanta uno el llanto. Llevábamos más de dos horas y media de viaje cuando por fin me atreví a preguntarle si necesitaba algo. Se limpió una lagrimita tímida del ojo derecho y con una sonrisa tierna me movió la cabeza para decir que no. Pero era obvio que algo la atormentaba. No volví a preguntarle nada ni a dirigirle la palabra. Ella volvió a recargar su cabecita en la ventanilla. El viaje terminó. Llegamos cerca de las 9:50 de la noche a la terminal de autobuses y después de regresar por una bolsita de pan, (para cenar -según Pedro- como se cena en la capital) que había olvidado en el asiento del autobús, me dispuse a irme a casa. Caminar por la noche, después de aquella vez que recorrí la ciudad de extremo a extremo y golpeado hasta la cutícula del meñique, ya no me parecía algo tan peligroso. Sería una caminata de unos 45 ó 50 minutos, a paso ligerito y sin parar en ningún lado hasta llegar a casa, donde mi hermanita Lucrecia estaría esperándome, seguramente, con chocolate caliente o cafecito de olla perfumado con canela y vanilla.
Se dejó venir una llovizna refrescante y pacífica. Caminar con lluviecita, por la noche, es algo que siempre he disfrutado mucho. El croar de las ranitas que parecen celebrar la humedad renovadora. El pin-pin-pon de las gotas que caen a un ritmo tan estéticamente compuesto. Pisar los charquitos que se hacen en las banquetas de piedra del centro. Todo. Estaba fascinado por el camino que se me regaló para llegar a casa. Llevaría ya unos 35 minutos de paso 'allegro' cuando escuché otros pasitos, en 'prestissimo', que se acercaban por detrás mío salpicando agua. Volteé, porque la vida en esos últimos años me había hecho desconfiar de todo y estar alerta, y encontré su vista. La señorita del autobús me había seguido. Ahora sus lágrimas ya no se notaban, porque tenía toda la cara y el cabello mojados. Sus ojos suplicantes me vieron un ratito en silencio, pero no pudieron más, y ahora, audiblemente, pidieron ayuda. Sus lágrimas comenzaron a brotar con abundancia y sin control. Sus gemidos se incrementaron y se desparramaron entre el sonido de la lluvia que arreciaba. Le ofrecí ayuda de nuevo, ella recargó su frente en mi pecho y con dificultad me dijo: 'ayúdame'. La tomé del brazo y la llevé debajo de un techito que se erguía protector de una pequeña banquita seca de cemento que descansaba su peso en un muro color azul.
-¿En qué puedo ayudarla señorita? -le dije, tratando de sonar digno de confianza y muy sereno. Ella se limpió de nuevo, los ojos y la nariz, y me miró un tanto desubicada.
-Necesito un lugar a donde vivir. Sólo por unos días.
No pude decirle que no, antes de que se hiciera más tarde me puse de nuevo en camino hacia la casa, esta vez acompañado. Cuando llegamos, Lucrecia ya se había dormido, pero, efectivamente, había una ollita de café en la estufa. Lo puse a calentar de nuevo. Le ofrecí a ella, a mi compañera de viaje, una felpa para secarse y una cobijita para quitarse el frío. Nos sentamos a la mesa con un jarrito de café, evaporándose, en las manos y me platicó su historia.
-Me llamo Ariadna Domínguez. Hace unos días me quedé huérfana. Mis padres murieron en la capital en un accidente. Estábamos allá por el trabajo de mi padre, pero somos de aquí... Acá tenemos nuestra familia, pero nos desprecian... aún así pensé que podría estar con ellos, que con mi nueva situación no me cerrarían la puerta, pero hablé desde la estación a casa de mi abuela y ella misma me dijo que ni se me ocurriera pararme por ahí. Que no me querían ver. Que debí haberme quedado con mis padres. Mi abuela nunca quiso a mi padre... lo odiaba por... bueno, por cosas... y desde que mi mamá se casó con él sin su consentimiento, nunca más la quiso ver...
Mientras Ariadna hablaba, con su vocecita de ratón y bajo esa luz amarilla de la bombilla vibrante, me di cuenta de que era hermosa. Sus ojos eran de color miel. Sus labios rojos, de un rojo tan vivo que contrastaba perfectamente con su piel blanca y fría, al menos en ese momento, por la lluvia.
En el viaje de regreso a casa, me toco ir sentado en el autobús al lado de una señorita. Parecía tener problemas. No es que hubiera volteado a verla, eso habría sido muy complicado y descortés, pero se sentían sus suspiros descontrolados, y esas abruptas exhalaciones que se escapan a veces cuando se aguanta uno el llanto. Llevábamos más de dos horas y media de viaje cuando por fin me atreví a preguntarle si necesitaba algo. Se limpió una lagrimita tímida del ojo derecho y con una sonrisa tierna me movió la cabeza para decir que no. Pero era obvio que algo la atormentaba. No volví a preguntarle nada ni a dirigirle la palabra. Ella volvió a recargar su cabecita en la ventanilla. El viaje terminó. Llegamos cerca de las 9:50 de la noche a la terminal de autobuses y después de regresar por una bolsita de pan, (para cenar -según Pedro- como se cena en la capital) que había olvidado en el asiento del autobús, me dispuse a irme a casa. Caminar por la noche, después de aquella vez que recorrí la ciudad de extremo a extremo y golpeado hasta la cutícula del meñique, ya no me parecía algo tan peligroso. Sería una caminata de unos 45 ó 50 minutos, a paso ligerito y sin parar en ningún lado hasta llegar a casa, donde mi hermanita Lucrecia estaría esperándome, seguramente, con chocolate caliente o cafecito de olla perfumado con canela y vanilla.
Se dejó venir una llovizna refrescante y pacífica. Caminar con lluviecita, por la noche, es algo que siempre he disfrutado mucho. El croar de las ranitas que parecen celebrar la humedad renovadora. El pin-pin-pon de las gotas que caen a un ritmo tan estéticamente compuesto. Pisar los charquitos que se hacen en las banquetas de piedra del centro. Todo. Estaba fascinado por el camino que se me regaló para llegar a casa. Llevaría ya unos 35 minutos de paso 'allegro' cuando escuché otros pasitos, en 'prestissimo', que se acercaban por detrás mío salpicando agua. Volteé, porque la vida en esos últimos años me había hecho desconfiar de todo y estar alerta, y encontré su vista. La señorita del autobús me había seguido. Ahora sus lágrimas ya no se notaban, porque tenía toda la cara y el cabello mojados. Sus ojos suplicantes me vieron un ratito en silencio, pero no pudieron más, y ahora, audiblemente, pidieron ayuda. Sus lágrimas comenzaron a brotar con abundancia y sin control. Sus gemidos se incrementaron y se desparramaron entre el sonido de la lluvia que arreciaba. Le ofrecí ayuda de nuevo, ella recargó su frente en mi pecho y con dificultad me dijo: 'ayúdame'. La tomé del brazo y la llevé debajo de un techito que se erguía protector de una pequeña banquita seca de cemento que descansaba su peso en un muro color azul.
-¿En qué puedo ayudarla señorita? -le dije, tratando de sonar digno de confianza y muy sereno. Ella se limpió de nuevo, los ojos y la nariz, y me miró un tanto desubicada.
-Necesito un lugar a donde vivir. Sólo por unos días.
No pude decirle que no, antes de que se hiciera más tarde me puse de nuevo en camino hacia la casa, esta vez acompañado. Cuando llegamos, Lucrecia ya se había dormido, pero, efectivamente, había una ollita de café en la estufa. Lo puse a calentar de nuevo. Le ofrecí a ella, a mi compañera de viaje, una felpa para secarse y una cobijita para quitarse el frío. Nos sentamos a la mesa con un jarrito de café, evaporándose, en las manos y me platicó su historia.
-Me llamo Ariadna Domínguez. Hace unos días me quedé huérfana. Mis padres murieron en la capital en un accidente. Estábamos allá por el trabajo de mi padre, pero somos de aquí... Acá tenemos nuestra familia, pero nos desprecian... aún así pensé que podría estar con ellos, que con mi nueva situación no me cerrarían la puerta, pero hablé desde la estación a casa de mi abuela y ella misma me dijo que ni se me ocurriera pararme por ahí. Que no me querían ver. Que debí haberme quedado con mis padres. Mi abuela nunca quiso a mi padre... lo odiaba por... bueno, por cosas... y desde que mi mamá se casó con él sin su consentimiento, nunca más la quiso ver...
Mientras Ariadna hablaba, con su vocecita de ratón y bajo esa luz amarilla de la bombilla vibrante, me di cuenta de que era hermosa. Sus ojos eran de color miel. Sus labios rojos, de un rojo tan vivo que contrastaba perfectamente con su piel blanca y fría, al menos en ese momento, por la lluvia.
mayo 16, 2012
Mako, mariposa-flor.
Por Abraham Ramírez
Tengo un jardín que me da placeres, que me alegra las mañanas y sobre todo las tardes, cuando regreso, exhausto y abatido. El verde multitonal me devuelve el ánimo, y mis flores perfuman el aire que respiro y me alegran los desteñidos ojos con sus colores brillantes y felices. Lo que ahora relataré, es algo que las pequeñas me contaron con sus vocecitas de viento y fragancias, cuando les pregunté por una de ellas, que de pronto no apareció más.
Mako, era un florecita de colores violáceos; más de tono lila que de otro, que vivía en un grupito de doce hermanas, de matices morados también. Todas habían abierto sus pétalos en primavera. Todas excepto Mako, que había florecido antes del equinoccio de marzo. Nació antes que las demás porque ni la propia naturaleza podía contener su ímpetu. Pronto se vio rodeada de belleza. Las demás flores del jardín le dieron la bienvenida y la aceptaron de inmediato como parte de la familia. Los geranios, las rosas, los lirios, las margaritas... todas sin excepción.
Al nacer sus hermanas, Mako ya sabía todo lo que había que saber acerca del jardín y del jardinero. Era muy lista. Se dió cuenta de que había otros seres aparte de ellas: Los pájaros que volaban y cantaban alegres cancioncitas, las lombrices que les hacían cosquillas en las raíces, los pequeños insectos, el caracol que trepaba el abetito del rincón, las catarinas coloradas y algunos otros. Quienes más llamaron su atención fueron las mariposas. Eran tan hermosas, como flores que matizaban el color de sus pétalos al abrir y cerrar de su cadente y rítmico vuelo. Venían volando con gracia, se paraban en ella unos segundos y sin más, emprendían un nuevo viaje, quién sabe a dónde. Hacia donde les viniera la gana. Hacia donde su microscópico corazón de insecto les mandara.
Cada día que pasaba, Mako deseaba más y más volar como las mariposas. Ser una mariposa. Si pudiera volar sería incluso mejor que ellas, porque aparte de colorear el cielo y los jardines, podría también perfumarlos con su fragancia dulce y atractiva. La pobre anhelaba tanto que dejó de dormir. Pasaba las noches soñando. Todos en el jardín la notaron diferente. Se le había ido perdiendo la alegría en algún lado. Por más pláticas que flores, arbustos y animales tuvieron con ella, nadie pudo sacarle de la cabeza que debía ser mariposa. A tantas voces muchos oídos. Los de Mako no, pero los de un avecilla que pasaba por el vecindario sí. Un pajarito alegre que sin prejuicio alguno, o eso queremos pensar, se ofreció a ayudarla.
-Yo te podría llevar a volar lejos de aquí, hasta donde tú quisieras. Tan sólo habría que cortarte el tallo o desenterrarte.
-¿Pajarillo, de verdad me ayudarías?
-Pues claro, es muy triste ver así de decaída a tan linda flor. Yo me especializo en ayudar a las doncellas como tú a cumplir sus sueños.
Y de un picotazo¡shazz! el pajarillo cortó a Mako, la recogió de la hierba con la patita y el pico y la llevó a volar. Mako estaba extasiada, con ojos totalmente abiertos miraba el mundo desde arriba, los colores, los sonidos, los aromas, y ese endemoniado calor...¿calor? sí, de repente sintió mucho calor... desde adentro le brotaba. Más y más calor. Sus hermosos pétalos lilas comenzaron a crujir con la resistencia del viento. Tenía mucha sed. Estaba mareada y sin fuerza. Desesperada le pidió a gritos al pajarillo que la regresara a su jardín. Pero este, aventurero y sin rumbo como era, ya había olvidado dónde estaba. Mako gritó y gritó y suplicó y suplicó, hasta que su vocecita de flor, porque eso era; se fue apagando poco a poco y finalmente cesó. El ave, al sentir que Mako ya no se movía, la bajó en un basurero y se marchó aleteando feliz.
Mako, no eres Mariposa y ahora tampoco flor.
http://soundcloud.com/larcbleu/larc-bleu-mako-mariposa-flor
Tengo un jardín que me da placeres, que me alegra las mañanas y sobre todo las tardes, cuando regreso, exhausto y abatido. El verde multitonal me devuelve el ánimo, y mis flores perfuman el aire que respiro y me alegran los desteñidos ojos con sus colores brillantes y felices. Lo que ahora relataré, es algo que las pequeñas me contaron con sus vocecitas de viento y fragancias, cuando les pregunté por una de ellas, que de pronto no apareció más.
Mako, era un florecita de colores violáceos; más de tono lila que de otro, que vivía en un grupito de doce hermanas, de matices morados también. Todas habían abierto sus pétalos en primavera. Todas excepto Mako, que había florecido antes del equinoccio de marzo. Nació antes que las demás porque ni la propia naturaleza podía contener su ímpetu. Pronto se vio rodeada de belleza. Las demás flores del jardín le dieron la bienvenida y la aceptaron de inmediato como parte de la familia. Los geranios, las rosas, los lirios, las margaritas... todas sin excepción.
Al nacer sus hermanas, Mako ya sabía todo lo que había que saber acerca del jardín y del jardinero. Era muy lista. Se dió cuenta de que había otros seres aparte de ellas: Los pájaros que volaban y cantaban alegres cancioncitas, las lombrices que les hacían cosquillas en las raíces, los pequeños insectos, el caracol que trepaba el abetito del rincón, las catarinas coloradas y algunos otros. Quienes más llamaron su atención fueron las mariposas. Eran tan hermosas, como flores que matizaban el color de sus pétalos al abrir y cerrar de su cadente y rítmico vuelo. Venían volando con gracia, se paraban en ella unos segundos y sin más, emprendían un nuevo viaje, quién sabe a dónde. Hacia donde les viniera la gana. Hacia donde su microscópico corazón de insecto les mandara.
Cada día que pasaba, Mako deseaba más y más volar como las mariposas. Ser una mariposa. Si pudiera volar sería incluso mejor que ellas, porque aparte de colorear el cielo y los jardines, podría también perfumarlos con su fragancia dulce y atractiva. La pobre anhelaba tanto que dejó de dormir. Pasaba las noches soñando. Todos en el jardín la notaron diferente. Se le había ido perdiendo la alegría en algún lado. Por más pláticas que flores, arbustos y animales tuvieron con ella, nadie pudo sacarle de la cabeza que debía ser mariposa. A tantas voces muchos oídos. Los de Mako no, pero los de un avecilla que pasaba por el vecindario sí. Un pajarito alegre que sin prejuicio alguno, o eso queremos pensar, se ofreció a ayudarla.
-Yo te podría llevar a volar lejos de aquí, hasta donde tú quisieras. Tan sólo habría que cortarte el tallo o desenterrarte.
-¿Pajarillo, de verdad me ayudarías?
-Pues claro, es muy triste ver así de decaída a tan linda flor. Yo me especializo en ayudar a las doncellas como tú a cumplir sus sueños.
Mako, no eres Mariposa y ahora tampoco flor.
http://soundcloud.com/larcbleu/larc-bleu-mako-mariposa-flor
mayo 14, 2012
Gabino (Parte 13)
Por Abraham Ramírez
Con ojitos de conejo acorralado por lebreles y con una pistola pequeña entre las manos, Margarita venía bajando con una determinación que rompía el miedo y sin dejar de apuntarle a su 'Julio'. El viejo estaba igual de paralizado que yo. Con cada paso hacia abajo que Margarita daba en esas escaleras rechinantes, mi corazón palpitaba más y más fuerte, sentía que mi cabeza iba a estallar, y que si mis latidos ruidosos y profundos no habían delatado ya mi presencia, mi cerebro, volando en mil pedazos sí lo haría. No sé cuánto tiempo tardó Margarita en llegar hasta abajo, pero a mí me parecieron horas, horas de pesada agonía. Mi ninfa del parque recobró la compostura, sus ojitos de presa se tornaron poco a poco en ojos fríos de depredador. Quizás porque vio mejor a su 'Julio' y notó que este estaba peor que ella. La luz de la luna iba y venía. Las nubes inoportunas nos privaban de la visión de repente, pero del mismo modo nos la devolvían, porque el viento soplaba velozmente y se dejaba oír con sus aullidos a través de las viejas ventanas rotas. Desde su escondite, Octavio me hizo un seña con sus manos y con los ojos sobresaltados. Yo, también con señas, le pedí que esperara un poco. Los demás muchachos estaban nerviosos. Y duró tanto el silencio cortante que los que estaban en cuclillas empezaron a cansarse. Uno de ellos no pudo más y se tuvo que mover para liberar sus piernas del dolor del entumecimiento; al hacerlo, el piso de madera crujió con gritos acusadores. Margarita, sobresaltada por el ruido, tal vez por notar la presencia de más sujetos y sentirse acorralada, apretó el gatillo. La detonación fue ensordecedora. Lentamente, el viejo abría las manos y caía descompuesto hacia atrás, mientras su acompañante se apuraba a sacar su arma. Vano fue su esfuerzo, porque mis compañeros armados con fuego y balas lo acribillaron inmediatamente. Margarita soltó la pistola, asustada.
-Margarita, soy Gabino -le dije con voz entrecortada y temblorosa. Ella volteó hacia donde yo estaba.
-¿Gabino? ¿qué haces aquí?
Me acerqué lentamente y con gran ternura y todo mi cariño la abracé fuerte. Ella también lo hizo. Fue maravilloso sentir su calidez, su aroma, sus latidos. Nos quedamos así un largo rato, hasta que Octavio encendió una vela para asegurarse los detalles de la escena.
El disparo de Margarita había atravesado la cabeza de Julio, entrando, precisamente; a través del monóculo y de su ojo siempre escondido y mentiroso. Ambos sujetos estaban muertos. Tomé las manos de Margarita y le pregunté cómo estaba. Con su hermosa vocecita me contestó que estaba bien, pero sus manitas temblaban. Matar a una persona, sea quien sea esta, debe ser una experiencia demasiado dura. Le conté con detalles todo lo ocurrido y por qué estábamos allí. Ahora debíamos acordar qué hacer con la nueva situación. Decidimos desaparecer el arma de Margarita, y la arrojamos al río después de también limpiarle las huellas digitales. Los cuerpos los dejamos ahí. Supusimos que cuando los encontraran, nadie se extrañaría; puesto que sus amigos estaban al tanto de las marranadas que hacían, y eso nos pareció bien, porque serviría, tal vez, de escarmiento para los demás ricachones abusivos y depravados. Además el viejo tenía muchos enemigos, que igual que Margarita, habían sido victimadas por él de una u otra forma. Cualquiera de ellos podría haber sido su verdugo con gusto. Ahora, el problema era que Margarita no debía quedarse más en la ciudad. Tampoco podía irse con Leticia a la capital, puesto que ahí la buscarían primero los matones del tal licenciado Plutarco Benítez, el amigo cercano de Julio.
Esa noche, que ya casi era mañana; Margarita y yo estuvimos juntos por última vez. La luna brillante nos vio darnos un gran abrazo tibio y cariñoso. La acompañé a la estación de trenes y le di todos mis ahorros para que se fuera lejos. Antes de despedirnos me armé de valor y le di un beso; suave, cálido, hermoso. Nuestro primer y último beso. Compramos un boleto para el tren con rumbo al norte del país. Mientras el ferrocarril se comenzaba a alejar, me coloqué la mano en el corazón, porque lo sentía romperse y quejarse con dolores terribles. Ahí, cerca de él, estaba todavía la carta que le escribí a Margarita, guardada en mi bolsillo. La saqué y corrí hasta la ventana donde ella estaba asomada diciéndome adiós con su manita linda, seguramente todavía con olor a pólvora. Le dije con la voz cansada de correr: 'Esto es para ti, te amo'. Ella tomó la carta y me dijo con voz fuerte y animada: 'Sé feliz Gabino, gracias por todo'. El tren se alejó humeando y rechinando, llevándose mi amor a un lugar seguro.
Los días siguientes, todo pareció volver a la normalidad. Las cosas estaban sospechosamente tranquilas. Octavio me mantenía informado de las investigaciones que se hacían de la muerte del viejo y su matón. Parecía que andaban muy lejos de lo que en realidad había sucedido en la casa amarilla. Era estupendo que sucedieran las cosas tal y como las esperábamos. Con mucha clama y sin prisa, mi rutina recomenzó y se activo de nuevo toda la vida tal y como la conocía antes de Margarita.
Pasaron los días, los meses y los años. No recuerdo bien si fueron dos o tres... a años me refiero, pero una mañana mojada de octubre recibí noticias de la capital. Una carta de Leticia que me agradecía por todo lo hecho por ellas y me informaba que Margarita estaba bien, tenía empleo y estaba segura y rehaciendo su vida. 'Me voy mañana mismo a alcanzarla don Gabino, muchas gracias por todo'. Doblé la carta para que volviera a su forma original y con ojos llorosos, pero satisfecho; la guardé, junto con mi recuerdo de Margarita, para siempre.
Con ojitos de conejo acorralado por lebreles y con una pistola pequeña entre las manos, Margarita venía bajando con una determinación que rompía el miedo y sin dejar de apuntarle a su 'Julio'. El viejo estaba igual de paralizado que yo. Con cada paso hacia abajo que Margarita daba en esas escaleras rechinantes, mi corazón palpitaba más y más fuerte, sentía que mi cabeza iba a estallar, y que si mis latidos ruidosos y profundos no habían delatado ya mi presencia, mi cerebro, volando en mil pedazos sí lo haría. No sé cuánto tiempo tardó Margarita en llegar hasta abajo, pero a mí me parecieron horas, horas de pesada agonía. Mi ninfa del parque recobró la compostura, sus ojitos de presa se tornaron poco a poco en ojos fríos de depredador. Quizás porque vio mejor a su 'Julio' y notó que este estaba peor que ella. La luz de la luna iba y venía. Las nubes inoportunas nos privaban de la visión de repente, pero del mismo modo nos la devolvían, porque el viento soplaba velozmente y se dejaba oír con sus aullidos a través de las viejas ventanas rotas. Desde su escondite, Octavio me hizo un seña con sus manos y con los ojos sobresaltados. Yo, también con señas, le pedí que esperara un poco. Los demás muchachos estaban nerviosos. Y duró tanto el silencio cortante que los que estaban en cuclillas empezaron a cansarse. Uno de ellos no pudo más y se tuvo que mover para liberar sus piernas del dolor del entumecimiento; al hacerlo, el piso de madera crujió con gritos acusadores. Margarita, sobresaltada por el ruido, tal vez por notar la presencia de más sujetos y sentirse acorralada, apretó el gatillo. La detonación fue ensordecedora. Lentamente, el viejo abría las manos y caía descompuesto hacia atrás, mientras su acompañante se apuraba a sacar su arma. Vano fue su esfuerzo, porque mis compañeros armados con fuego y balas lo acribillaron inmediatamente. Margarita soltó la pistola, asustada.
-Margarita, soy Gabino -le dije con voz entrecortada y temblorosa. Ella volteó hacia donde yo estaba.
-¿Gabino? ¿qué haces aquí?
Me acerqué lentamente y con gran ternura y todo mi cariño la abracé fuerte. Ella también lo hizo. Fue maravilloso sentir su calidez, su aroma, sus latidos. Nos quedamos así un largo rato, hasta que Octavio encendió una vela para asegurarse los detalles de la escena.
El disparo de Margarita había atravesado la cabeza de Julio, entrando, precisamente; a través del monóculo y de su ojo siempre escondido y mentiroso. Ambos sujetos estaban muertos. Tomé las manos de Margarita y le pregunté cómo estaba. Con su hermosa vocecita me contestó que estaba bien, pero sus manitas temblaban. Matar a una persona, sea quien sea esta, debe ser una experiencia demasiado dura. Le conté con detalles todo lo ocurrido y por qué estábamos allí. Ahora debíamos acordar qué hacer con la nueva situación. Decidimos desaparecer el arma de Margarita, y la arrojamos al río después de también limpiarle las huellas digitales. Los cuerpos los dejamos ahí. Supusimos que cuando los encontraran, nadie se extrañaría; puesto que sus amigos estaban al tanto de las marranadas que hacían, y eso nos pareció bien, porque serviría, tal vez, de escarmiento para los demás ricachones abusivos y depravados. Además el viejo tenía muchos enemigos, que igual que Margarita, habían sido victimadas por él de una u otra forma. Cualquiera de ellos podría haber sido su verdugo con gusto. Ahora, el problema era que Margarita no debía quedarse más en la ciudad. Tampoco podía irse con Leticia a la capital, puesto que ahí la buscarían primero los matones del tal licenciado Plutarco Benítez, el amigo cercano de Julio.
Esa noche, que ya casi era mañana; Margarita y yo estuvimos juntos por última vez. La luna brillante nos vio darnos un gran abrazo tibio y cariñoso. La acompañé a la estación de trenes y le di todos mis ahorros para que se fuera lejos. Antes de despedirnos me armé de valor y le di un beso; suave, cálido, hermoso. Nuestro primer y último beso. Compramos un boleto para el tren con rumbo al norte del país. Mientras el ferrocarril se comenzaba a alejar, me coloqué la mano en el corazón, porque lo sentía romperse y quejarse con dolores terribles. Ahí, cerca de él, estaba todavía la carta que le escribí a Margarita, guardada en mi bolsillo. La saqué y corrí hasta la ventana donde ella estaba asomada diciéndome adiós con su manita linda, seguramente todavía con olor a pólvora. Le dije con la voz cansada de correr: 'Esto es para ti, te amo'. Ella tomó la carta y me dijo con voz fuerte y animada: 'Sé feliz Gabino, gracias por todo'. El tren se alejó humeando y rechinando, llevándose mi amor a un lugar seguro.
Los días siguientes, todo pareció volver a la normalidad. Las cosas estaban sospechosamente tranquilas. Octavio me mantenía informado de las investigaciones que se hacían de la muerte del viejo y su matón. Parecía que andaban muy lejos de lo que en realidad había sucedido en la casa amarilla. Era estupendo que sucedieran las cosas tal y como las esperábamos. Con mucha clama y sin prisa, mi rutina recomenzó y se activo de nuevo toda la vida tal y como la conocía antes de Margarita.
Pasaron los días, los meses y los años. No recuerdo bien si fueron dos o tres... a años me refiero, pero una mañana mojada de octubre recibí noticias de la capital. Una carta de Leticia que me agradecía por todo lo hecho por ellas y me informaba que Margarita estaba bien, tenía empleo y estaba segura y rehaciendo su vida. 'Me voy mañana mismo a alcanzarla don Gabino, muchas gracias por todo'. Doblé la carta para que volviera a su forma original y con ojos llorosos, pero satisfecho; la guardé, junto con mi recuerdo de Margarita, para siempre.
mayo 08, 2012
Mayo
Por Abraham Ramírez
Mayo era tu risa enamorada,
para ti, burbujas
para mí, veladas
el tiempo en que probábamos las frutas de la lluvia,
el sitio para vernos en los brazos de la luna.
Mayo era mi risa enamorada,
para mí, caricias
para ti, palabras.
Mayo era tu risa enamorada,
para ti, burbujas
para mí, veladas
el tiempo en que probábamos las frutas de la lluvia,
el sitio para vernos en los brazos de la luna.
Mayo era mi risa enamorada,
para mí, caricias
para ti, palabras.
mayo 07, 2012
Gabino (Parte 12)
Por Abraham Ramírez
Octavio era un tipo agradable. Lo que pasó con Marcos fue un asunto de muchachos. No podía guardarle rencor por mucho que me doliera la pérdida de mi hermanito. Me sorprendió, que en tan poco tiempo, el bárbaro tenía ya un plan de acción, todo estaba sucediendo como en una novela policíaca. Mis tres compañeros estaban ya conscientes de lo que había de hacerse.
-Mire Don Gabino, no nos conviene que se sepa quienes somos, porque ese tipo es de los picudos, nos puede fastidiar cuando le plazca. Lo que tenemos que hacer es asustarlo. Que sepa que no puede andar haciendo lo que le venga en gana con la gente, porque lo estamos vigilando y no nos gusta. Vamos a hacerla de vengadores enmascarados. El plan es este. Lo citaremos en los suburbios, cerca de donde, discúlpeme usted de nuevo, murió Marcos. Ahí hay una casa que podemos usar, es perfecta para este tipo de asuntos. Ahora mismo conseguiremos la llave, en el billar de la 15. Ya estamos muy cerca.
-No entiendo nadita. ¿Para qué la casa? ¿Cómo vamos a citarlo?
-Ah, pues verá usted, eso se lo explicaré a su momento. Ya llegamos, espéreme aquí con los muchachos, entraré rapidito.
Nos quedamos un momento afuera, pero casi inmediatamente salió Octavio con otros dos tipos, estos con pinta de maleantes, y con la llave. Ya éramos seis. Caminamos hasta una casona cerca del barrio de Santiago, Octavio tocó la puerta de un modo especial, esta se abrió rechinante e invitadora. Entramos en bolita y allí encontramos a otros dos amigos de Octavio, casi niños, con cara de astutos, pero casi niños. Nos sentamos en las escaleras del patio y nuestro comandante explicó el asunto que nos reunía y el problema en el que yo estaba metido. Daba la casualidad de que uno de los más nuevos compañeros de la banda, era hermano de una de las niñas que estaban en casa del licenciado Plutarco Benítez, de donde habíamos salvado a Leticia. Él también quería, de algún modo, regresarles algo del mal que le habían hecho a los del grupito de ricachones abusivos y si fuera posible, rescatar a su hermana en algún momento. Nos preparamos para salir y mientras los muchachos se apresuraban a la puerta de la casa, Octavio me apartó y me llevó a una salita en la que había un teléfono. Levantó el auricular y marcó un número que traía en un papel que sacó del bolsillo izquierdo de su pantalón y le contestaron casi de inmediato.
-Buenas tardes, por favor con el licenciado Julio. Sí, sí. Bueno, ¿Licenciado? Aquí Gabino, sí, sí, Gabino - me hizo mueca de pregunta y se encogió de hombros.
-Ybarra - Le susurré.
-Gabino Ybarra. Ya se donde está Margarita. Está escondida en la casa amarilla que está cerca de la harinera, sí como a dos kilómetros. Sí, esa. Mire licenciado, yo no quiero problemas. Ya cumplí, por favor déjeme en paz a mí y a mi familia. Sí. Sí, pero apúrese, porque según me dijo, se piensa ir mañana muy temprano de la ciudad y si se le escapa yo ya no tengo nada que ver.
Octavio colgó el teléfono y se rió con mucho placer. Luego me movió la cabeza para que lo siguiera y salimos rápidamente a la calle, ahí, los muchachos estaban ya subidos en un camión de carga con el motor encendido.
-Vámonos rápido don Gabino, porque estamos más cerca que ellos, pero esta cosa no corre mucho que digamos.
-Vámonos - le dije, y nos trepamos en la cabina junto al conductor.
En realidad sí llegamos rápido. Nos bajamos del camión y entramos a la casa mientras el chofer iba a esconder el ruidoso vehículo. Octavio nos explicó el operativo dos veces y luego nos acomodó por parejas en cuatro puestos de acecho. Me alarmé un poco al ver las armas de fuego relucir con la luz de la luna que entraba por la ventana, pero no tenía otra opción, no me iba a poner de moralista a esas horas. Me congratulé bastante al ver a todos obedecer tan rápido y guardar silencio.
A los pocos minutos escuchamos un auto que se acercó, se quedó un rato detenido afuera con el motor encendido, pero después de unos segundos el sonido cesó, dando paso al ruido de dos puertas que se cerraron, una inmediatamente después de la otra, casi sincronizadas. Uno de los vigías le hizo señas a Octavio y este me volteó a ver y me dijo susurrando: 'ahí viene el viejo desgraciado, en persona'. Entraron a la casa y el licenciado gritó llamando a Margarita. Obviamente nadie contestó. El muy idiota creía que Margarita, si estaba allí, iba a salir y corriendo se echaría en sus brazos para amarlo hasta la muerte por encontrarla y hacerla de nuevo desdichada. Era un cínico bien hecho. Volvió a llamar una y otra vez. Yo estaba sorprendido de que sólo hubiera venido con uno de sus matones. Era tan presumido que de verdad creyó que yo estaba tan asustado que había podido traicionar a mi Margarita, a mi musa, entregarla a cambio de mi tranquilidad. No me conocía nada.
En verdad no podía creer que el estúpido no había sospechado nada. De repente me descubrí gozando el momento, me saboreaba ya la paliza que habríamos de darle a ese viejo cochino, ya me hacía recuperando mi vida normal y la de Lucrecia. Lo que no me esperaba y hasta la fecha me da escalofríos recordar, es que de la nada, bueno, más bien, de la planta alta de la casa, por las escaleras retorcidas y macabras, entre la oscuridad de la nueva noche, Margarita apareció.
Octavio era un tipo agradable. Lo que pasó con Marcos fue un asunto de muchachos. No podía guardarle rencor por mucho que me doliera la pérdida de mi hermanito. Me sorprendió, que en tan poco tiempo, el bárbaro tenía ya un plan de acción, todo estaba sucediendo como en una novela policíaca. Mis tres compañeros estaban ya conscientes de lo que había de hacerse.
-Mire Don Gabino, no nos conviene que se sepa quienes somos, porque ese tipo es de los picudos, nos puede fastidiar cuando le plazca. Lo que tenemos que hacer es asustarlo. Que sepa que no puede andar haciendo lo que le venga en gana con la gente, porque lo estamos vigilando y no nos gusta. Vamos a hacerla de vengadores enmascarados. El plan es este. Lo citaremos en los suburbios, cerca de donde, discúlpeme usted de nuevo, murió Marcos. Ahí hay una casa que podemos usar, es perfecta para este tipo de asuntos. Ahora mismo conseguiremos la llave, en el billar de la 15. Ya estamos muy cerca.
-No entiendo nadita. ¿Para qué la casa? ¿Cómo vamos a citarlo?
-Ah, pues verá usted, eso se lo explicaré a su momento. Ya llegamos, espéreme aquí con los muchachos, entraré rapidito.
Nos quedamos un momento afuera, pero casi inmediatamente salió Octavio con otros dos tipos, estos con pinta de maleantes, y con la llave. Ya éramos seis. Caminamos hasta una casona cerca del barrio de Santiago, Octavio tocó la puerta de un modo especial, esta se abrió rechinante e invitadora. Entramos en bolita y allí encontramos a otros dos amigos de Octavio, casi niños, con cara de astutos, pero casi niños. Nos sentamos en las escaleras del patio y nuestro comandante explicó el asunto que nos reunía y el problema en el que yo estaba metido. Daba la casualidad de que uno de los más nuevos compañeros de la banda, era hermano de una de las niñas que estaban en casa del licenciado Plutarco Benítez, de donde habíamos salvado a Leticia. Él también quería, de algún modo, regresarles algo del mal que le habían hecho a los del grupito de ricachones abusivos y si fuera posible, rescatar a su hermana en algún momento. Nos preparamos para salir y mientras los muchachos se apresuraban a la puerta de la casa, Octavio me apartó y me llevó a una salita en la que había un teléfono. Levantó el auricular y marcó un número que traía en un papel que sacó del bolsillo izquierdo de su pantalón y le contestaron casi de inmediato.
-Buenas tardes, por favor con el licenciado Julio. Sí, sí. Bueno, ¿Licenciado? Aquí Gabino, sí, sí, Gabino - me hizo mueca de pregunta y se encogió de hombros.
-Ybarra - Le susurré.
-Gabino Ybarra. Ya se donde está Margarita. Está escondida en la casa amarilla que está cerca de la harinera, sí como a dos kilómetros. Sí, esa. Mire licenciado, yo no quiero problemas. Ya cumplí, por favor déjeme en paz a mí y a mi familia. Sí. Sí, pero apúrese, porque según me dijo, se piensa ir mañana muy temprano de la ciudad y si se le escapa yo ya no tengo nada que ver.
Octavio colgó el teléfono y se rió con mucho placer. Luego me movió la cabeza para que lo siguiera y salimos rápidamente a la calle, ahí, los muchachos estaban ya subidos en un camión de carga con el motor encendido.
-Vámonos rápido don Gabino, porque estamos más cerca que ellos, pero esta cosa no corre mucho que digamos.
-Vámonos - le dije, y nos trepamos en la cabina junto al conductor.
En realidad sí llegamos rápido. Nos bajamos del camión y entramos a la casa mientras el chofer iba a esconder el ruidoso vehículo. Octavio nos explicó el operativo dos veces y luego nos acomodó por parejas en cuatro puestos de acecho. Me alarmé un poco al ver las armas de fuego relucir con la luz de la luna que entraba por la ventana, pero no tenía otra opción, no me iba a poner de moralista a esas horas. Me congratulé bastante al ver a todos obedecer tan rápido y guardar silencio.
A los pocos minutos escuchamos un auto que se acercó, se quedó un rato detenido afuera con el motor encendido, pero después de unos segundos el sonido cesó, dando paso al ruido de dos puertas que se cerraron, una inmediatamente después de la otra, casi sincronizadas. Uno de los vigías le hizo señas a Octavio y este me volteó a ver y me dijo susurrando: 'ahí viene el viejo desgraciado, en persona'. Entraron a la casa y el licenciado gritó llamando a Margarita. Obviamente nadie contestó. El muy idiota creía que Margarita, si estaba allí, iba a salir y corriendo se echaría en sus brazos para amarlo hasta la muerte por encontrarla y hacerla de nuevo desdichada. Era un cínico bien hecho. Volvió a llamar una y otra vez. Yo estaba sorprendido de que sólo hubiera venido con uno de sus matones. Era tan presumido que de verdad creyó que yo estaba tan asustado que había podido traicionar a mi Margarita, a mi musa, entregarla a cambio de mi tranquilidad. No me conocía nada.
En verdad no podía creer que el estúpido no había sospechado nada. De repente me descubrí gozando el momento, me saboreaba ya la paliza que habríamos de darle a ese viejo cochino, ya me hacía recuperando mi vida normal y la de Lucrecia. Lo que no me esperaba y hasta la fecha me da escalofríos recordar, es que de la nada, bueno, más bien, de la planta alta de la casa, por las escaleras retorcidas y macabras, entre la oscuridad de la nueva noche, Margarita apareció.
mayo 03, 2012
Gabino (Parte 11)
Por Abraham Ramírez
Las cosas volvían poco a poco a su lugar. Pasaron los días con sus noches; y comenzaron a enfriarse. Yo retomé mis hábitos y los fui perfeccionando poco a poco. Cada vez escribía más y más, ya no me conformaba con cartas. Me creé un personaje llamado Heidelberg (jajaja, como la máquina de imprenta que nunca pude conocer a fondo); un muchacho del futuro que escribía sobre otro del pasado y comencé a inventar relatos. Escribí algunos cuentos infantiles y hasta unos cuantos poemas. Mis merengues seguían vendiéndose bastante bien y las tardes anaranjadas eran cada vez más productivas. Hasta fui a visitar un par de veces a mi hermano Pedro a la capital. Cada vez que llegaba allá pensaba también en Leticia. Me gustaba imaginarla feliz y con un futuro sonriente esperándola con ansias. Lo malo es que, inevitablemente, después de todo siempre terminaba pensando en Margarita. Tampoco podía escaparme de las mil historias que mi cabeza creaba para explicarme su desaparición; pero sobre todo, para verla con un final feliz donde Margarita y yo nos reencontrábamos y por fin nos conocíamos mejor; un final donde el viejo miserable tenía una recompensa amarga, como sus actos hacia ella.
Una noche, cuando regresé a casa después de una tarde de historias en el parque central, Lucrecia me dio la noticia de que me habían venido a buscar de la Casa de salud. No habían dejado más razón que un sobrecito de color blanco, sin membrete ni dato alguno. Después de la cena me fui a mi cuartucho y lo abrí. Decía: 'Señor Ybarra, urge su presencia inmediata en la Casa de Salud, delicado el estado del licenciado Benítez'. Ni hablar, mi padre me enseñó a cumplir mis promesas, así que me volví a cubrir bien con un abrigo y fui. El frío era muy intenso esa noche. Con cada ráfaga, el viento helado parecía reírse de mi atuendo invernal. Llegué cerca de las once. Me dirigí con seguridad al consultorio del doctor pelirrojo y toqué la puerta con premura, pero la voz que me invitó a pasar era una voz diferente, no la del pecoso. Al entrar, me sorprendió ver a un grupo de cinco tipos con cara de matones, el médico que estaba sentado en la silla rechinadora no era el de pelo colorado. Me puse nervioso. Uno de los sujetos me tomó por el hombro y me obligó a sentarme. El que estaba sentado en el lugar de mi viejo conocido me habló.
-Señor Ybarra, le pedimos que viniera, porque es tiempo de que empiece usted a cumplir con el trato que hizo con el licenciado Benítez.
-Claro, a sus órdenes, - dije con voz débil e insegura.
El tipo este le hizo una señal otro que estaba cerca de la puerta que conducía a la sala de auscultación, este se paró, se metió a la salita esa y regresó acompañado, nada más y nada menos que del viejo del monóculo, el tal Julio. Me tomaron por la espalda, no sé cuántos y comenzaron a golpearme por todos lados. Yo sólo pude hacerme bolita en el suelo y dejé volar mi mente, hasta que se apagó.
Cuando desperté estaba sentado de nuevo, en una silla, no sé de dónde, no reconocí el lugar. Me dolía todo el cuerpo y la cabeza y sentía sangre coagulándose en mi cabello y mi nariz. El maldito viejo estaba sentado frente a mí, sonriendo.
-Mira desgraciado -me dijo- o me dices dónde demonios está Margarita o te mueres. Ya te diste cuenta de que no estoy jugando.
-Es usted un viejo infeliz - le dije- ¿qué le hace pensar que yo sé dónde está Margarita?
-No te hagas el tonto. Ya sé dónde vives y conozco a tu hermanita Lucrecia. Si no quieres que algo le pase, como por ejemplo ir a parar a la casa de Benítez a ocupar el lugar que dejó mi cuñadita, mejor habla de una vez.
-¡Maldito! -le grité mientras me la iba encima para despellejarlo, pero me volvieron a detener de un golpe por la espalda. La cabeza me dio vueltas y vi todo negro.
-Mira Ybarra, ya estás avisado. Tienes hasta el domingo en la noche para pensarlo. Te espero en el consultorio del doctor Medina a las 9 en punto.
Se marcharon. Como pude me levanté de la silla, me fui, casi a rastras, deteniéndome de las paredes; buscando una salida. Por fin encontré una y ya en la calle traté de ubicarme. Los suburbios del oriente de la ciudad eran completamente desconocidos para mí. Allí estaba. Caminé casi toda la noche hasta que pude regresar a mi casa. Los malvivientes nocturnos que encontré en el camino no me hicieron nada. Ya para qué, qué más podrían haberme hecho. Sólo matarme. Supongo que me tuvieron lástima.
Mandé a Lucrecia esa misma mañana a vivir con Pedro. Lucha casi no venía a la casa ya, porque rentaba un cuartito en el centro con sus compañeras de la tortería, así que no me preocupé tanto por ella. Lucrecita era muy obediente. Sólo me dijo 'Cuídate Gabino'. Tenía mucho que explicarle a mis hermanos, pero por ahora la necesidad más básica era poner a salvo a Lucrecia. Al medio día estaba yo en la delegación, esperando al oficial Octavio, para pedirle su opinión sobre el asunto.
Serían como las cuatro de la tarde cuando llegó. Le conté todo lo ocurrido, con lujo de detalles, como me hubiera gustado contárselo a mis hermanos.
-Jijos Don Gabino, ahora sí que la tiene bien complicada. Pero no se apure, yo le voy a ayudar. Espéreme aquí.
Esperé. Como había esperado a Margarita. En el mismo parque, con la misma luz blanca que me hacía doler los ojos. Mi cabeza acostumbrada a inventar historias no lograba hallar una para mí. Me sentía tan abrumado y tan preocupado por Margarita y Lucrecia que no me alcanzaba la mente para crearme una relato personal. Vestido de civil y con dos amigos en la misma condición, llegó Octavio a mi encuentro.
-Ahora sí Don Gabino, vámonos a darle su merecido a ese viejo desgraciado que maltrata señoritas.
Las cosas volvían poco a poco a su lugar. Pasaron los días con sus noches; y comenzaron a enfriarse. Yo retomé mis hábitos y los fui perfeccionando poco a poco. Cada vez escribía más y más, ya no me conformaba con cartas. Me creé un personaje llamado Heidelberg (jajaja, como la máquina de imprenta que nunca pude conocer a fondo); un muchacho del futuro que escribía sobre otro del pasado y comencé a inventar relatos. Escribí algunos cuentos infantiles y hasta unos cuantos poemas. Mis merengues seguían vendiéndose bastante bien y las tardes anaranjadas eran cada vez más productivas. Hasta fui a visitar un par de veces a mi hermano Pedro a la capital. Cada vez que llegaba allá pensaba también en Leticia. Me gustaba imaginarla feliz y con un futuro sonriente esperándola con ansias. Lo malo es que, inevitablemente, después de todo siempre terminaba pensando en Margarita. Tampoco podía escaparme de las mil historias que mi cabeza creaba para explicarme su desaparición; pero sobre todo, para verla con un final feliz donde Margarita y yo nos reencontrábamos y por fin nos conocíamos mejor; un final donde el viejo miserable tenía una recompensa amarga, como sus actos hacia ella.
Una noche, cuando regresé a casa después de una tarde de historias en el parque central, Lucrecia me dio la noticia de que me habían venido a buscar de la Casa de salud. No habían dejado más razón que un sobrecito de color blanco, sin membrete ni dato alguno. Después de la cena me fui a mi cuartucho y lo abrí. Decía: 'Señor Ybarra, urge su presencia inmediata en la Casa de Salud, delicado el estado del licenciado Benítez'. Ni hablar, mi padre me enseñó a cumplir mis promesas, así que me volví a cubrir bien con un abrigo y fui. El frío era muy intenso esa noche. Con cada ráfaga, el viento helado parecía reírse de mi atuendo invernal. Llegué cerca de las once. Me dirigí con seguridad al consultorio del doctor pelirrojo y toqué la puerta con premura, pero la voz que me invitó a pasar era una voz diferente, no la del pecoso. Al entrar, me sorprendió ver a un grupo de cinco tipos con cara de matones, el médico que estaba sentado en la silla rechinadora no era el de pelo colorado. Me puse nervioso. Uno de los sujetos me tomó por el hombro y me obligó a sentarme. El que estaba sentado en el lugar de mi viejo conocido me habló.
-Señor Ybarra, le pedimos que viniera, porque es tiempo de que empiece usted a cumplir con el trato que hizo con el licenciado Benítez.
-Claro, a sus órdenes, - dije con voz débil e insegura.
El tipo este le hizo una señal otro que estaba cerca de la puerta que conducía a la sala de auscultación, este se paró, se metió a la salita esa y regresó acompañado, nada más y nada menos que del viejo del monóculo, el tal Julio. Me tomaron por la espalda, no sé cuántos y comenzaron a golpearme por todos lados. Yo sólo pude hacerme bolita en el suelo y dejé volar mi mente, hasta que se apagó.
Cuando desperté estaba sentado de nuevo, en una silla, no sé de dónde, no reconocí el lugar. Me dolía todo el cuerpo y la cabeza y sentía sangre coagulándose en mi cabello y mi nariz. El maldito viejo estaba sentado frente a mí, sonriendo.
-Mira desgraciado -me dijo- o me dices dónde demonios está Margarita o te mueres. Ya te diste cuenta de que no estoy jugando.
-Es usted un viejo infeliz - le dije- ¿qué le hace pensar que yo sé dónde está Margarita?
-No te hagas el tonto. Ya sé dónde vives y conozco a tu hermanita Lucrecia. Si no quieres que algo le pase, como por ejemplo ir a parar a la casa de Benítez a ocupar el lugar que dejó mi cuñadita, mejor habla de una vez.
-¡Maldito! -le grité mientras me la iba encima para despellejarlo, pero me volvieron a detener de un golpe por la espalda. La cabeza me dio vueltas y vi todo negro.
-Mira Ybarra, ya estás avisado. Tienes hasta el domingo en la noche para pensarlo. Te espero en el consultorio del doctor Medina a las 9 en punto.
Se marcharon. Como pude me levanté de la silla, me fui, casi a rastras, deteniéndome de las paredes; buscando una salida. Por fin encontré una y ya en la calle traté de ubicarme. Los suburbios del oriente de la ciudad eran completamente desconocidos para mí. Allí estaba. Caminé casi toda la noche hasta que pude regresar a mi casa. Los malvivientes nocturnos que encontré en el camino no me hicieron nada. Ya para qué, qué más podrían haberme hecho. Sólo matarme. Supongo que me tuvieron lástima.
Mandé a Lucrecia esa misma mañana a vivir con Pedro. Lucha casi no venía a la casa ya, porque rentaba un cuartito en el centro con sus compañeras de la tortería, así que no me preocupé tanto por ella. Lucrecita era muy obediente. Sólo me dijo 'Cuídate Gabino'. Tenía mucho que explicarle a mis hermanos, pero por ahora la necesidad más básica era poner a salvo a Lucrecia. Al medio día estaba yo en la delegación, esperando al oficial Octavio, para pedirle su opinión sobre el asunto.
Serían como las cuatro de la tarde cuando llegó. Le conté todo lo ocurrido, con lujo de detalles, como me hubiera gustado contárselo a mis hermanos.
-Jijos Don Gabino, ahora sí que la tiene bien complicada. Pero no se apure, yo le voy a ayudar. Espéreme aquí.
Esperé. Como había esperado a Margarita. En el mismo parque, con la misma luz blanca que me hacía doler los ojos. Mi cabeza acostumbrada a inventar historias no lograba hallar una para mí. Me sentía tan abrumado y tan preocupado por Margarita y Lucrecia que no me alcanzaba la mente para crearme una relato personal. Vestido de civil y con dos amigos en la misma condición, llegó Octavio a mi encuentro.
-Ahora sí Don Gabino, vámonos a darle su merecido a ese viejo desgraciado que maltrata señoritas.
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