mayo 14, 2012

Gabino (Parte 13)

Por Abraham Ramírez


     Con ojitos de conejo acorralado por lebreles y con una pistola pequeña entre las manos, Margarita venía bajando con una determinación que rompía el miedo y sin dejar de apuntarle a su 'Julio'.  El viejo estaba igual de paralizado que yo.  Con cada paso hacia abajo que Margarita daba en esas escaleras rechinantes, mi corazón palpitaba más y más fuerte, sentía que mi cabeza iba a estallar, y que si mis latidos ruidosos y profundos no habían delatado ya mi presencia, mi cerebro, volando en mil pedazos sí lo haría.  No sé cuánto tiempo tardó Margarita en llegar hasta abajo, pero a mí me parecieron horas, horas de pesada agonía.  Mi ninfa del parque recobró la compostura, sus ojitos de presa se tornaron poco a poco en ojos fríos de depredador.  Quizás porque vio mejor a su 'Julio' y notó que este estaba peor que ella.  La luz de la luna iba y venía.  Las nubes inoportunas nos privaban de la visión de repente, pero del mismo modo nos la devolvían, porque el viento soplaba velozmente y se dejaba oír con sus aullidos a través de las viejas ventanas rotas.  Desde su escondite, Octavio me hizo un seña con sus manos y con los ojos sobresaltados.  Yo, también con señas, le pedí que esperara un poco.  Los demás muchachos estaban nerviosos.  Y duró tanto el silencio cortante que los que estaban en cuclillas empezaron a cansarse.  Uno de ellos no pudo más y se tuvo que mover para liberar sus piernas del dolor del entumecimiento; al hacerlo, el piso de madera crujió con gritos acusadores.  Margarita, sobresaltada por el ruido, tal vez por notar la presencia de más sujetos y sentirse acorralada, apretó el gatillo.  La detonación fue ensordecedora.  Lentamente, el viejo abría las manos y caía descompuesto hacia atrás, mientras su acompañante se apuraba a sacar su arma.  Vano fue su esfuerzo, porque mis compañeros armados con fuego y balas lo acribillaron inmediatamente.  Margarita soltó la pistola, asustada.
-Margarita, soy Gabino -le dije con voz entrecortada y temblorosa. Ella volteó hacia donde yo estaba.
-¿Gabino? ¿qué haces aquí?

     Me acerqué lentamente y con gran ternura y todo mi cariño la abracé fuerte.  Ella también lo hizo.  Fue maravilloso sentir su calidez, su aroma, sus latidos.  Nos quedamos así un largo rato, hasta que Octavio encendió una vela para asegurarse los detalles de la escena.

     El disparo de Margarita había atravesado la cabeza de Julio, entrando, precisamente; a través del monóculo y de su ojo siempre escondido y mentiroso.  Ambos sujetos estaban muertos.  Tomé las manos de Margarita y le pregunté cómo estaba.  Con su hermosa vocecita me contestó que estaba bien, pero sus manitas temblaban.  Matar a una persona, sea quien sea esta, debe ser una experiencia demasiado dura.  Le conté con detalles todo lo ocurrido y por qué estábamos allí.  Ahora debíamos acordar qué hacer con la nueva situación.  Decidimos desaparecer el arma de Margarita, y la arrojamos al río después de también limpiarle las huellas digitales.  Los cuerpos los dejamos ahí.  Supusimos que cuando los encontraran, nadie se extrañaría; puesto que sus amigos estaban al tanto de las marranadas que hacían, y eso nos pareció bien, porque  serviría, tal vez, de escarmiento para los demás ricachones abusivos y depravados.  Además el viejo tenía muchos enemigos, que igual que Margarita, habían sido victimadas por él de una u otra forma.  Cualquiera de ellos podría haber sido su verdugo con gusto.  Ahora, el problema era que Margarita no debía quedarse más en la ciudad.  Tampoco podía irse con Leticia a la capital, puesto que ahí la buscarían primero los matones del tal licenciado Plutarco Benítez, el amigo cercano de Julio.

     Esa noche, que ya casi era mañana; Margarita y yo estuvimos juntos por última vez.  La luna brillante nos vio darnos un gran abrazo tibio y cariñoso.  La acompañé a la estación de trenes y le di todos mis ahorros para que se fuera lejos.  Antes de despedirnos me armé de valor y le di un beso; suave, cálido, hermoso.  Nuestro primer y último beso.  Compramos un boleto para el tren con rumbo al norte del país.  Mientras el ferrocarril se comenzaba a alejar, me coloqué la mano en el corazón,  porque lo sentía romperse y quejarse con dolores terribles.  Ahí, cerca de él, estaba todavía la carta que le escribí a Margarita, guardada en mi bolsillo.  La saqué y corrí hasta la ventana donde ella estaba asomada diciéndome adiós con su manita linda, seguramente todavía con olor a pólvora.  Le dije con la voz cansada de correr: 'Esto es para ti, te amo'.  Ella tomó la carta y me dijo con voz fuerte y animada: 'Sé feliz Gabino, gracias por todo'.  El tren se alejó humeando y rechinando, llevándose mi amor a un lugar seguro.

     Los días siguientes, todo pareció volver a la normalidad.  Las cosas estaban sospechosamente tranquilas.  Octavio me mantenía informado de las investigaciones que se hacían de la muerte del viejo y su matón.  Parecía que andaban muy lejos de lo que en realidad había sucedido en la casa amarilla.  Era estupendo que sucedieran las cosas tal y como las esperábamos. Con mucha clama y sin prisa, mi rutina recomenzó y se activo de nuevo toda la vida tal y como la conocía antes de Margarita.

     Pasaron los días, los meses y los años.  No recuerdo bien si fueron dos o tres... a  años me refiero, pero una mañana mojada de octubre recibí noticias de la capital.  Una carta de Leticia que me agradecía por todo lo hecho por ellas y me informaba que Margarita estaba bien, tenía empleo y estaba segura y rehaciendo su vida.  'Me voy mañana mismo a alcanzarla don Gabino, muchas gracias por todo'.  Doblé la carta para que volviera a su forma original y con ojos llorosos, pero satisfecho; la guardé, junto con mi recuerdo de Margarita, para siempre.



No hay comentarios:

Publicar un comentario