Por Abraham Ramírez
Las cosas volvían poco a poco a su lugar. Pasaron los días con sus noches; y comenzaron a enfriarse. Yo retomé mis hábitos y los fui perfeccionando poco a poco. Cada vez escribía más y más, ya no me conformaba con cartas. Me creé un personaje llamado Heidelberg (jajaja, como la máquina de imprenta que nunca pude conocer a fondo); un muchacho del futuro que escribía sobre otro del pasado y comencé a inventar relatos. Escribí algunos cuentos infantiles y hasta unos cuantos poemas. Mis merengues seguían vendiéndose bastante bien y las tardes anaranjadas eran cada vez más productivas. Hasta fui a visitar un par de veces a mi hermano Pedro a la capital. Cada vez que llegaba allá pensaba también en Leticia. Me gustaba imaginarla feliz y con un futuro sonriente esperándola con ansias. Lo malo es que, inevitablemente, después de todo siempre terminaba pensando en Margarita. Tampoco podía escaparme de las mil historias que mi cabeza creaba para explicarme su desaparición; pero sobre todo, para verla con un final feliz donde Margarita y yo nos reencontrábamos y por fin nos conocíamos mejor; un final donde el viejo miserable tenía una recompensa amarga, como sus actos hacia ella.
Una noche, cuando regresé a casa después de una tarde de historias en el parque central, Lucrecia me dio la noticia de que me habían venido a buscar de la Casa de salud. No habían dejado más razón que un sobrecito de color blanco, sin membrete ni dato alguno. Después de la cena me fui a mi cuartucho y lo abrí. Decía: 'Señor Ybarra, urge su presencia inmediata en la Casa de Salud, delicado el estado del licenciado Benítez'. Ni hablar, mi padre me enseñó a cumplir mis promesas, así que me volví a cubrir bien con un abrigo y fui. El frío era muy intenso esa noche. Con cada ráfaga, el viento helado parecía reírse de mi atuendo invernal. Llegué cerca de las once. Me dirigí con seguridad al consultorio del doctor pelirrojo y toqué la puerta con premura, pero la voz que me invitó a pasar era una voz diferente, no la del pecoso. Al entrar, me sorprendió ver a un grupo de cinco tipos con cara de matones, el médico que estaba sentado en la silla rechinadora no era el de pelo colorado. Me puse nervioso. Uno de los sujetos me tomó por el hombro y me obligó a sentarme. El que estaba sentado en el lugar de mi viejo conocido me habló.
-Señor Ybarra, le pedimos que viniera, porque es tiempo de que empiece usted a cumplir con el trato que hizo con el licenciado Benítez.
-Claro, a sus órdenes, - dije con voz débil e insegura.
El tipo este le hizo una señal otro que estaba cerca de la puerta que conducía a la sala de auscultación, este se paró, se metió a la salita esa y regresó acompañado, nada más y nada menos que del viejo del monóculo, el tal Julio. Me tomaron por la espalda, no sé cuántos y comenzaron a golpearme por todos lados. Yo sólo pude hacerme bolita en el suelo y dejé volar mi mente, hasta que se apagó.
Cuando desperté estaba sentado de nuevo, en una silla, no sé de dónde, no reconocí el lugar. Me dolía todo el cuerpo y la cabeza y sentía sangre coagulándose en mi cabello y mi nariz. El maldito viejo estaba sentado frente a mí, sonriendo.
-Mira desgraciado -me dijo- o me dices dónde demonios está Margarita o te mueres. Ya te diste cuenta de que no estoy jugando.
-Es usted un viejo infeliz - le dije- ¿qué le hace pensar que yo sé dónde está Margarita?
-No te hagas el tonto. Ya sé dónde vives y conozco a tu hermanita Lucrecia. Si no quieres que algo le pase, como por ejemplo ir a parar a la casa de Benítez a ocupar el lugar que dejó mi cuñadita, mejor habla de una vez.
-¡Maldito! -le grité mientras me la iba encima para despellejarlo, pero me volvieron a detener de un golpe por la espalda. La cabeza me dio vueltas y vi todo negro.
-Mira Ybarra, ya estás avisado. Tienes hasta el domingo en la noche para pensarlo. Te espero en el consultorio del doctor Medina a las 9 en punto.
Se marcharon. Como pude me levanté de la silla, me fui, casi a rastras, deteniéndome de las paredes; buscando una salida. Por fin encontré una y ya en la calle traté de ubicarme. Los suburbios del oriente de la ciudad eran completamente desconocidos para mí. Allí estaba. Caminé casi toda la noche hasta que pude regresar a mi casa. Los malvivientes nocturnos que encontré en el camino no me hicieron nada. Ya para qué, qué más podrían haberme hecho. Sólo matarme. Supongo que me tuvieron lástima.
Mandé a Lucrecia esa misma mañana a vivir con Pedro. Lucha casi no venía a la casa ya, porque rentaba un cuartito en el centro con sus compañeras de la tortería, así que no me preocupé tanto por ella. Lucrecita era muy obediente. Sólo me dijo 'Cuídate Gabino'. Tenía mucho que explicarle a mis hermanos, pero por ahora la necesidad más básica era poner a salvo a Lucrecia. Al medio día estaba yo en la delegación, esperando al oficial Octavio, para pedirle su opinión sobre el asunto.
Serían como las cuatro de la tarde cuando llegó. Le conté todo lo ocurrido, con lujo de detalles, como me hubiera gustado contárselo a mis hermanos.
-Jijos Don Gabino, ahora sí que la tiene bien complicada. Pero no se apure, yo le voy a ayudar. Espéreme aquí.
Esperé. Como había esperado a Margarita. En el mismo parque, con la misma luz blanca que me hacía doler los ojos. Mi cabeza acostumbrada a inventar historias no lograba hallar una para mí. Me sentía tan abrumado y tan preocupado por Margarita y Lucrecia que no me alcanzaba la mente para crearme una relato personal. Vestido de civil y con dos amigos en la misma condición, llegó Octavio a mi encuentro.
-Ahora sí Don Gabino, vámonos a darle su merecido a ese viejo desgraciado que maltrata señoritas.
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