Algunos días después de mi cumpleaños treinta y cinco recibimos la visita de mi hermanito Pedro, sólo para estar unos días con nosotros antes de irse a Francia. Lo habían nombrado catedrático de una universidad allá. Era muy listo el condenado. Me encantaba la idea de que uno de nosotros estuviera alcanzando ese nivel, me sentí orgulloso. Cuando lo despedí en el aeropuerto de la capital, se me salieron las lágrimas por la pura satisfacción, no por tristeza, porque nada de ver triunfar a Pedrito me parecía triste, ni siquiera su ausencia indefinida. Una y otra vez me imaginaba cómo habría sido nuestra vida si mis padres hubieran vivido más tiempo, pero para esas cosas no hay respuestas, se puede perder la vida buscándolas, pero no se encuentran nunca.
En el viaje de regreso a casa, me toco ir sentado en el autobús al lado de una señorita. Parecía tener problemas. No es que hubiera volteado a verla, eso habría sido muy complicado y descortés, pero se sentían sus suspiros descontrolados, y esas abruptas exhalaciones que se escapan a veces cuando se aguanta uno el llanto. Llevábamos más de dos horas y media de viaje cuando por fin me atreví a preguntarle si necesitaba algo. Se limpió una lagrimita tímida del ojo derecho y con una sonrisa tierna me movió la cabeza para decir que no. Pero era obvio que algo la atormentaba. No volví a preguntarle nada ni a dirigirle la palabra. Ella volvió a recargar su cabecita en la ventanilla. El viaje terminó. Llegamos cerca de las 9:50 de la noche a la terminal de autobuses y después de regresar por una bolsita de pan, (para cenar -según Pedro- como se cena en la capital) que había olvidado en el asiento del autobús, me dispuse a irme a casa. Caminar por la noche, después de aquella vez que recorrí la ciudad de extremo a extremo y golpeado hasta la cutícula del meñique, ya no me parecía algo tan peligroso. Sería una caminata de unos 45 ó 50 minutos, a paso ligerito y sin parar en ningún lado hasta llegar a casa, donde mi hermanita Lucrecia estaría esperándome, seguramente, con chocolate caliente o cafecito de olla perfumado con canela y vanilla.
Se dejó venir una llovizna refrescante y pacífica. Caminar con lluviecita, por la noche, es algo que siempre he disfrutado mucho. El croar de las ranitas que parecen celebrar la humedad renovadora. El pin-pin-pon de las gotas que caen a un ritmo tan estéticamente compuesto. Pisar los charquitos que se hacen en las banquetas de piedra del centro. Todo. Estaba fascinado por el camino que se me regaló para llegar a casa. Llevaría ya unos 35 minutos de paso 'allegro' cuando escuché otros pasitos, en 'prestissimo', que se acercaban por detrás mío salpicando agua. Volteé, porque la vida en esos últimos años me había hecho desconfiar de todo y estar alerta, y encontré su vista. La señorita del autobús me había seguido. Ahora sus lágrimas ya no se notaban, porque tenía toda la cara y el cabello mojados. Sus ojos suplicantes me vieron un ratito en silencio, pero no pudieron más, y ahora, audiblemente, pidieron ayuda. Sus lágrimas comenzaron a brotar con abundancia y sin control. Sus gemidos se incrementaron y se desparramaron entre el sonido de la lluvia que arreciaba. Le ofrecí ayuda de nuevo, ella recargó su frente en mi pecho y con dificultad me dijo: 'ayúdame'. La tomé del brazo y la llevé debajo de un techito que se erguía protector de una pequeña banquita seca de cemento que descansaba su peso en un muro color azul.
-¿En qué puedo ayudarla señorita? -le dije, tratando de sonar digno de confianza y muy sereno. Ella se limpió de nuevo, los ojos y la nariz, y me miró un tanto desubicada.
-Necesito un lugar a donde vivir. Sólo por unos días.
No pude decirle que no, antes de que se hiciera más tarde me puse de nuevo en camino hacia la casa, esta vez acompañado. Cuando llegamos, Lucrecia ya se había dormido, pero, efectivamente, había una ollita de café en la estufa. Lo puse a calentar de nuevo. Le ofrecí a ella, a mi compañera de viaje, una felpa para secarse y una cobijita para quitarse el frío. Nos sentamos a la mesa con un jarrito de café, evaporándose, en las manos y me platicó su historia.
-Me llamo Ariadna Domínguez. Hace unos días me quedé huérfana. Mis padres murieron en la capital en un accidente. Estábamos allá por el trabajo de mi padre, pero somos de aquí... Acá tenemos nuestra familia, pero nos desprecian... aún así pensé que podría estar con ellos, que con mi nueva situación no me cerrarían la puerta, pero hablé desde la estación a casa de mi abuela y ella misma me dijo que ni se me ocurriera pararme por ahí. Que no me querían ver. Que debí haberme quedado con mis padres. Mi abuela nunca quiso a mi padre... lo odiaba por... bueno, por cosas... y desde que mi mamá se casó con él sin su consentimiento, nunca más la quiso ver...
Mientras Ariadna hablaba, con su vocecita de ratón y bajo esa luz amarilla de la bombilla vibrante, me di cuenta de que era hermosa. Sus ojos eran de color miel. Sus labios rojos, de un rojo tan vivo que contrastaba perfectamente con su piel blanca y fría, al menos en ese momento, por la lluvia.
Que lindo es caminar bajo la lluvia!!
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