junio 26, 2012

Batracio

Por Abraham Ramírez.


¡Me vas a meter en líos!
me dijiste tan furioso
retumbando como río,
y yo, que hablo con suspiros;
te solté y cerré los ojos.

¡No me abraces, no me beses!
que me espantas a otras damas,
qué no sepan que te mueres,
que te gusto, que me quieres;
las muchachas de la cuadra.

¡Ya no llores tonta niña!
¿qué no ves que más merezco?
no pretendas que te tiña
de la magia y la poesía,
que tan sólo yo poseo.

Y así, de tanto escucharte,
yo que tanto te quería
logré, como eres, mirarte;
descifrarte, escudriñarte, 
¡pedazo de porquería!

Tu pelo tan poco era
que tu coco se asomaba,
tus ancas: flacas y chuecas,
tu nariz, tus pocas cejas,
las orejas tan pegadas...

me hicieron ponerte un mote:
el 'batracio', por baboso, 
ya no importan tus amores,
ni tus modos ni tus poses,
no me gustas para esposo.








No regreses

Por Abraham Ramírez 



Repetiste con ahínco que me odiabas,
que te ibas por el mar a otros lugares,
otros cielos de nocturnos festivales,
porque sólo con mirarme te enfadabas.

De mi ruina, no te digo,
se me vino como lluvia
tan en serio, tan desnuda,
que creí seguir contigo.

No regreses, para nada;
que yo estoy muy tranquilita,
hasta el miedo se me quita,
al sentirme señorita
y olvidar que fui tu amada.


junio 25, 2012

Gabino (Parte 19)

Por Abraham Ramírez 



     Desesperado, corrí hacia ella.  Mi hermosa señorita no reaccionaba.  Busqué heridas o alguna fuente de la que estuviera brotando el líquido carmesí, pero no encontré nada.  Poco a poco <quizás por el zangoloteo> Ariadna se recuperó, volvió en si y me dijo con voz muy suavecita 'estoy bien'.  Mi cara, desencajada, regresaba a la normalidad con el movimiento de sus labios.  Se me había olvidado que mis hermanitas estaban ahí también, al quitar la mordaza de la boca de Lucrecia, empezó a gritarme con ansias incontrolables...

-¡Gabino! ¡el desgraciado ese anda por aquí, atrápalo!

     Las desaté y les dije que cerraran por dentro la puerta.  Me tranquilizaba bastante saber que estaban bien las tres y que el agresor era sólo un individuo.  Tomé de nuevo mi arma, bueno, el tubo.  Fui hasta la cocina, donde el tipo había quedado tirado.  Ya no estaba.  Me asomé al patio y vi rastros de sangre, frescos aún.  Había manchas rojas con forma de manos en las paredes del pasillito que daba a la puerta de la calle, que estaba abierta aún.  Corrí y me asomé.  El sujeto estaba recargado chorreando sangre de la cabeza, atontadísimo; diría que a punto de desmayarse.  Lo tiré boca abajo y le sujeté las manos entumidas, que no opusieron nada de resistencia.   Lo jalé de nuevo hasta el patio y lo amarré con una piola.  No terminaba yo de reconocer al hombre.  No tenía ni siquiera la más mínima idea de quién podría ser.   Era desesperante.  No quería dejarlo sin vigilancia, y sin embargo, debía llamar a la policía o a quién sabe quien.  Cuando lo sentí muy bien asegurado, sin posibilidades de soltarse, me acerqué a la casa y le grité a las muchachas que bajaran.  Las tres vinieron, no sin antes hacerme jurar por quién sabe cuanta gente que el tipo no era más un peligro.  Se pararon tras la puerta y se asomaron de a poquito.  Les dije que debíamos ir a llamar por teléfono, que qué preferían, ir ellas o que fuera yo.  Tuve que volver a perjurar para que me permitieran ir.  No llamé a la poli, sino a Octavio.  En menos de 15 minutos él y Darío estaban en la casa.  Ninguno de los presentes tenía la más mínima idea de quién era el tipo, pero Ariadna comenzó a relatar lo sucedido:

     "Después de que nos dejaste en casa de Lucha; Lucrecia y yo salimos a comprar algo para la cena, porque ambas estábamos de acuerdo en que apetecíamos algo más que tortas, que tampoco es que sean malas, pero supusimos que Lucha estaba ya un poco harta y cansada de ellas.  Fuimos a la miscelánea de la 8 oriente, ya sabes, donde venden verduras y esas cosas, y compramos todo lo que necesitábamos para hacer un buen chilate de pollo.  Cuando volvimos al departamento, notamos un poco raro todo, como que más desordenado.  Mira que Lucha y las muchachas tienen siempre todo en su lugar, como casi no están en casa ni tiempo han de tener para mover sus cosas.  Nos preocupamos un poco, así que fuimos rapidito a la cocina y tomamos un cuchillo cada una.  Empezamos a preguntar '¿hay alguien ahí?' pero obviamente nadie contestaba.  Lucrecia me decía que no era nada, pero yo seguía intranquila, así que aunque tu hermana se confió yo me guardé el cuchillito en la bolsa del mandil que me puse para cocinar.  Como a los 5 minutos llegó Lucha sola, sin sus compañeras, se sentó en la mesa del comedorcito conmigo y me estaba preguntando por ti, bueno por nosotros.  Pasaron como 10 minutos de eso, cuando abrieron la puerta de una patada; Lucha y yo nos quedamos paralizadas de ver a este y otro mono entrar y en cambio, Lucrecia salió corriendo de la cocina.  Nos dijeron que debían saldar una cuenta contigo y que le camináramos.  Así que, por precaución, hicimos lo que nos ordenaron, porque no queríamos pensar que algo malo pudieran hacerte.  Nos subieron a una carcacha y nos trajeron aquí.  Uno nos metió a la casa empujones y jalones de pelo, el otro dijo que 'iba por Lauro y que regresaba'.  Cuando entramos a la casa, el tipo este nos subió con groserías y nos dijo que ahora sí ya te 'iba a cargar' y no sé qué más.  Amarró a las muchachas y cuando se disponía a amarrarme y amordazarme también, saqué el cuchillito y se lo clavé quién sabe en dónde.  El tipo comenzó a gritar y a chillar como cochino.  Yo saqué mi arma y la solté asustada.  Luego, con la poquita luz que entraba de la lámpara de la calle, me dí cuenta que mis manos estaban llenas de sangre y creo que me desmayé..."

     Cuando mi Ariadna terminó su relato, Octavio y yo estuvimos de acuerdo en que debíamos esperar a que el otro tipo 'volviera con Lauro', si no es que había llegado ya y se había ido al vernos, por la puerta abierta de la calle, sin que nosotros advirtiéramos su presencia.  Igual nos metimos a la casa y metimos también al tipo, que seguía muy mal por la pérdida de sangre y por el tubazo en la cabeza.  Notamos que la herida que le había hecho mi Ariadna estaba situada en la cadera, así que no corría peligro por ella. Lo único que no me explicaba y que me inquietaba, eran las manchas de sangre en el piso del patio, puesto que la cuchillada , el tipo la recibió adentro de la casa.  Pero bueno, sabiendo a mis tres señoritas bien me olvidé de ese asunto.

     Cerca de 30 minutos más tarde, se escuchó el motor juguetón de un auto viejo.  Tardó encendido unos segundos (supongo que el tiempo en que los tipos escudriñaron la escena) y después se detuvo.  Se escucharon dos ruidos de puertas cerrándose, una inmediatamente después de la otra; y luego el rechinido, esta vez de la puerta de la casa, que dejaba de estar entreabierta y se daba un golpe contra la pared al empujarla uno de los sujetos.  Empezaron a llamar al desangrado por un apodo, o a caso un nombre: 'Carmelito'.  Al principio no supimos qué hacer, pero los mismos sujetos nos resolvieron el problema, cuando preguntaron '¿podemos entrar?'.  Como nuestro prisionero estaba bastante grande, supusimos que debía tener una voz grave, así que Darío, que curiosamente no era grande y además era el más joven, contestó con voz de barítono: ¡sí!  Sólo eso.

     Ambos sujetos entraron con actitud de 'todo lo puedo'.  Hasta lástima sentimos de que, inmediatamente después de que cruzaron el umbral, los noqueamos con sendos tubos.  Por fin, encendimos las luces.  El segundo tipo en el relato de Ariadna, fue reconocido por mí como uno de los tipos que me habían golpeado, uno de los de la banda de matones del tal Plutarco Benítez.  El otro, el tal 'Lauro',  fue primero identificado por Ariadna como uno de sus primos y amigo de Gabriel, su antigüo prometido; después por Octavio como su compañero y amigo en su nuevo puesto en la prisión de la ciudad.   Ahora nos asaltaban más dudas, pero a su momento, pretendíamos obtener todas las respuestas de nuestros 'alegres prisioneros'.
   


junio 18, 2012

Gabino (Parte 18)

Por Abraham Ramírez 



     Esa noche, cerca de las siete, me pasé por la Casa de Salud para entrevistarme con el médico aquel que me había ofrecido el trato, el pelirrojo de cara odiosa.  Lo encontré en un pasillo y con el gesto más enojado que tenía le pregunté por el Licenciado Plutarco.
-Señor Gabino, el Lic. ya tiene más de un año sin venir, de hecho le hemos perdido la pista, supongo que anda por otro lado, porque aquí, en la ciudad, no hay nadie que lo pueda tratar aparte de mí.  ¿Lo ha contactado a usted? -Le conté de las notas, y el médico, que parecía mantenerse al margen de las actividades delictivas del licenciado Benítez, me sugirió que hiciera una demanda.  Salí del hospital con dudas diferentes a las que llevaba al entrar, pero me tranquilizaba, de cierto modo, saber que el viejo Benítez podría no tener nada que ver con los mensajitos.

     Cuando el reloj marcaba las 11:50 p.m., ya estaba yo enfrente de la casona de Santiago, esperando que dieran las doce en punto para tocar a la puerta.  No pasaron ni dos minutos cuando Octavio y sus muchachos llegaron, en el mismo vehículo de la última vez.  Pronto los alcancé, me saludaron con gusto y todos entramos a la casa.  Le conté a Octavio los detalles de los recaditos y lo que acababa de decirme el médico.

-Mire Don Gabino, me parece buena idea lo de la demanda, pero siendo el lic. quien es, lo van a proteger aunque ni siquiera haya tenido que ver con los recaditos.  Es complicado, porque hoy está peor que nunca la delegación.  Por eso pedí mi cambio al área de jaulas.  Yo le recomiendo que investiguemos antes de hacer cualquier cosa.  Pero eso sí le digo, estamos para servirle.  


     Uno de los muchachos, aquel cuya hermana había sido compañera de Leticia durante su encierro en casa de Benítez, se levantó molesto y golpeó la pared.  Octavio se paró y palmeándole la espalda lo calmó un poco y lo hizo regresar a su asiento.  El pobre seguía sin saber de su hermana.  La noticia de que el viejo Benítez estaba desaparecido hacía más de un año no era buena noticia para él.  Yo me despedí con la promesa de que les avisaría cualquier cosa, por pequeña que fuera, que nos ayudara a resolver el caso.  Octavio me prometió lo mismo y me reiteró el apoyo de la banda.  


     Todos los muchachos de Octavio lo seguían sin dudar.  Lo apoyaban en todo, por una sencilla razón.  Octavio era como un padre para ellos.  El oficial, había tenido un hermano menor, pero este había muerto en un accidente en su propia casa.  Se había ahogado en un pozo, que Octavio olvidó cerrar.  Eran pequeños aún, con responsabilidades que no tenían por qué haber soportado.  El pobre Octavio, atormentado por su conciencia, al hacerse oficial de policía calmaba su psiquis protegiendo a muchachos callejeros, delincuentes, huérfanos e indigentes.  Los trataba como sus hermanos menores y los ayudaba a reformarse con cariño y dándoles alimento, pero sobre todo, opciones.  No sé si Octavio era perfecto, pero a mí su historia me hacía sentir vergüenza por las veces que me había quejado de la mía.  Ese muchacho, del que hablé antes, se llamaba Darío.  Huérfano de padre y madre, delinquía por las calles circundantes a la estación del ferrocarril.  Su hermana, siempre andaba detrás de él, persiguiéndolo para que se portara bien.  Fue en una de esas persecuciones cuando el méndigo viejo Benítez la vió, la codició y la tuvo.  Darío persiguió el auto de los plagiarios, pero no pudo alcanzarlo.  Octavio lo conoció así.  Juntos habían descubierto a los malditos, pero era complicado hacer algo efectivo en su contra.  Eran demasiados hombres entrenados y armados.  La banda de Octavio, aunque siempre dispuesta, era muy escueta en comparación.


     Eran años ya los que la hermana de Darío llevaba en ese claustro maldito.  Yo entendía muy bien cómo se sentía y me llenaba de agradecimientos y paz saber que yo sí había podido rescatar a Leticia y Margarita.


     Uno de los muchachos me llevó a mi casa en el camión.  Al llegar ahí, me sorprendió descubrir la puerta de la entrada un poco abierta.  Se me erizó la piel al ver manchas rojas en el suelo del pasillo del patio.  Regresé a la puerta para avisarle al chico que me había llevado, para que fuera por refuerzos, pero ya se había arrancado dejando atrás un rastro de humo negro.  Volví a entrar al patio.  Tomé un tubo que había por ahí y con pisadas y movimientos mudos entré a la casa.  No quise prender las luces, porque no quería denunciar mi presencia, no sabía si había alguien ahí o no.  Tal vez habíamos dejado mal cerrada la puerta cuando salimos, cuando llevé a Lucrecia y Ariadna al piso de Lucha.  De repente, en la cocina, se escuchó algo caer, como un plato, que inmediatamente se rompió y se dividió en pedacitos.  Mi corazón se agitó más y apreté con fuerza los dientes y el tubo que tenía en mis manos y me decidí a entrar en la cocina.  Di unos pasos, me asomé poco a poco y vi, a contraluz de la ventana, una silueta masculina.  Se movía por todos lados, como buscando algo, sin preocuparse mucho por el ruido que hacía.  Deslicé suavemente la mano por la pared hasta llegar al interruptor de la luz.  Lo moví y este hizo contacto, pero la luz no se encendió.  Buena hora para que un fusible estuviera fundido.  No pude más con la tensión nerviosa y con un movimiento relámpago, en un segundo, estaba yo estrellándole el fierro en la cabeza al sujeto.  Este se cayó, dejando suelto todo su peso, inconsciente.  Necesitaba saber si el tipo ese era la única persona ahí, así que rápidamente busqué los fusibles de repuesto y cambié el fundido en la cajita.  Subí la palanca de nuevo, con mucho cuidado de no hacer ruido, la luz de la cocina fue la única que se encendió.  Tomé mi improvisada arma de nuevo, con ambas manos, y recorrí la casa encendiendo todas las luces, una por una... sólo faltaba la habitación de Ariadna.  Cuando el foco de este último cuarto se prendió, reconocí a Lucha y Lucrecia amarradas y amordazadas en el rincón, Ariadna estaba inmóvil con el cuerpo manchado de sangre, tirada en la cama.





junio 10, 2012

Gabino (Parte 17)

Por Abraham Ramírez 



     Hay algunas cosas que quisiera decir antes de seguir con el curso natural de este relato, necesarias para entender los eventos siguientes.  Espero que su paciencia me entienda por esta ocasión.

     Cuando Margarita se fue, no tuve noticias de ella por su propia voz o mano, sólo por las palabras escritas de Leticia donde me agradecía, y de paso, como no queriendo, me informaba que su hermana estaba muy bien y forjándose una nueva historia.  Después de algunos años, yo dí como cerrado el caso.  Me hice a la idea de que mi historia con Margarita y todo ese asunto horrible de los políticos corruptos había terminado.  El problema es que el licenciado Plutarco Benítez no pensaba igual.  Durante el lapso de la despedida de Margarita y la bienvenida de Ariadna, recibí varias notas amenazantes.  En todas, el remitente me recordaba del trato que había firmado, me hacía referencia a la salud y bienestar de mis hermanitas y me advertía que pronto sería requerido.  Yo estuve a punto de reclutar de nuevo a Octavio y su banda, pero no lo hice, con la esperanza de que con el  paso del tiempo el tipo ese se olvidara; o de que tal vez fueran notas independientes de alguno de los 'changuitos' del licenciado, no dictadas por él y por lo mismo no trascendentes.  Lo dejé pasar, no sin que de vez en cuando me hiciera sentir de nuevo intranquilo.  Varias veces, caminando por la calle, sentí que me seguían el paso, aunque intenté crearme la versión de que la sensación la causaba una ligera paranoia que me quedaba como residuo indeleble de mis experiencias recientes y de la historia con Margarita.

     El asunto es, que mientras Ariadna me abrazaba en esa 'torre enamorada' para decirme que sí, al abrir los ojos me di cuenta de que allá abajo,  tres sujetos trajeados pasaban pisoteando las letras de papel que me habían servido de declaración de amor y se encaminaban a la puerta del templo.  Ariadna no había visto nada, porque al abrazarme quedó de espaldas al atrio.  Me sentí nervioso y de nuevo en ese odioso estado 'en alerta' que me había estado persiguiendo ya por bastante tiempo.  Tomé a Ariadna de la mano y bajamos a prisa de la torre.  Cuando cruzamos la puerta de salida, uno de los tipos me chocó de frente y me dijo: 'perdone usted, don Gabino'.  Los tres se rieron y se metieron persignándose al templo.  Yo abracé a Ariadna por la espalda y apresuré el paso.  Mi prometida se quedó callada un par de minutos, que a mí me parecieron eternos.  Pero al fin, su hermosa voz sonó con la incógnita obvia.
-Gabino, ¿qué pasa, quiénes eran esos tipos?
-Ariadna - le dije en tono serio- acelera el paso, te explico en la casa.  No te preocupes.

     Caminamos en silencio todo nuestro trayecto.  Me recordó la primera caminata juntos, sólo que ahora no llovía, ni era Ariadna la que explicaría algo al llegar a nuestro destino.  Ya ahí, en casa; Ariadna y yo nos sentamos y le conté todos los detalles omitidos del 'caso Margarita'.  La corrupción, los secuestros, la bandita del oficial Octavio, la muerte del mentado Julio, el pacto con Plutarco Benítez...  No descarté nada.  Mientras Lucrecia movía la cuchara para que el atolito de maíz no se pegara en el fondo de la olla de barro, todo lo expuesto por mí a mi novia, la única que había tenido, la hacía preocuparse hasta el llanto.
-Pero cómo es posible... hoy era el día más feliz de mi vida...
-Lo siento linda, debía contártelo todo antes, pero en verdad creí que era cosa del pasado.  No te preocupes, te prometo que arreglaré esto y ya verás que pronto no lo recordaremos más.

     En ese instante, Lucrecia, que se había mantenido al margen de mi relato, como una simple espectadora, interrumpió con un cucharazo en la mesa, salpicando un poquito de atole en todas direcciones.
-Gabino, si hay que irse de aquí, pues vámonos.  No tiene caso que nos arriesguemos, total, esta casa es bien fea y vieja como tú- yo solté la carcajada y levantándome de la silla abracé a mis dos queridas mujeres que también rieron.

     Lo cierto era que no quería que les pasara nada.  Por mí no me había preocupado nunca antes como por los demás, pero saber que Ariadna me amaba me hizo someterme a una nueva valoración.  No tenía opción, debía buscar a Octavio nuevamente y pedirle ayuda, aún sabiendo que su deuda moral ya me la había pagado con creces.  Así, tempranito al día siguiente, fui a la delegación de tan malos recuerdos a informarme del paradero de Octavio.  Sentí una perturbadora nostalgia al cruzar el parquecito ese, donde tantos eventos habían tomado lugar.  Todavía me parecía oler el perfume de Margarita, quizás porque siempre se mezcló con el olor de las jacarandas.  Cuando entré al edificio, me sorprendió no encontrar al mismo sujeto detrás del mostrador.  Ahora, un tipo malencarado me hizo saber que el oficial Octavio ya no era un oficial de calle, sino de cárcel.  Fui a buscarlo allá, no estaba muy lejos, pero por la prisa (porque no quería que Ariadna y Lucrecia estuvieran solas mucho tiempo) me subí al camión.  Tardé más viajando en el vehículo ese que si me hubiera ido caminando, pero por fin, tras un incómodo escrutinio me permitieron pasar a una oficina y en poco tiempo, Octavio estaba en frente de mí.

-Ya sé a qué viene Don, pero esta vez no voy a poder ayudarle.  Ya soy hombre casado y tengo un chilpayate recién nacido.  No me puedo arriesgar.
-Entiendo Octavio, pero ¿cómo sabes a lo que vengo?
-Fácil Don Gabino, ya sabe que en este mundo en el que me muevo todo se sabe- mientras hablaba, Octavio miraba de reojo a la puerta, luego se cercioró que no hubiera nadie cerca y sacó un papelito del bolsillo de la camisa y una pluma de su pantalón.  Escribió algo rápidamente.  Luego me dio la mano, me dejó el papelito arrugado y se despidió de mí.  La nota furtiva de Octavio decía con letra difícilmente legible:

 'En el mismo lugar de antes, hoy a las 12:00 a.m.'.

     Esa noche, después de dejar a Ariadna y Lucrecia con Lucha, me puse en camino a la casona del barrio de Santiago, donde apenas unos cuantos años atrás habíamos tramado un plan para salvar a Margarita y lo habíamos conseguido.  Esta ocasión, el propósito era, salvar la tranquilidad de mi familia y permitirme una oportunidad de vivir pleno y de hacer feliz  a la mujer, que sin darme cuenta cómo, amaba más que a nadie.




   

junio 04, 2012

Gabino (Parte 16)

Por Abraham Ramírez 



     El aire frío de la tarde húmeda me susurraba hiriente en la cara con expresión de tonto asombro.  Mi mente comenzó a girar y a marearse en un remolino de colores purpúreos.  Mi corazón se agitó y bombeó la sangre a mi cabeza sin criterio, hasta que me sentí entrando en un cuarto muy oscuro y frío.  Mis ojos comenzaron a arder, pero inmediatamente se aliviaron con lágrimas reticentes, que después se desparramaron con más audacia.  Abracé a Ariadna.  No sé cuánto tiempo.  Debió ser mucho, tanto como me tomó reaccionar y ponerme de nuevo claro de ideas.  Apreté menos y Ariadna se asomó desde mi pecho.  -¿Estás bien? - me dijo con sus ojitos lindos de venado.  Yo la miré, la miré de nuevo.  Ni siquiera sabía su edad, pero ahí, de cerca, me pareció una niña más que nunca.  Pensé en Margarita.  Pensé en mí.  Volví a pensar en Margarita.  ¿A caso debería dejar de pensarla para siempre?  Sí, ese, nuestro primer beso; había sido también el último.  Debía dejar de esperar su regreso.  Ariadna estaba ahí.  Me había dado a entender que me quería.  Tal vez como yo había querido a Margarita.  Tal vez.  Le acaricié la mejilla derecha  con el dorso de la mano.  Luego le peiné el cabello y lo puse detrás de su orejita desnuda.
-¿Cuántos años tienes? -pregunté por fin.
-Veinticuatro, pero ya casi cumplo veinticinco  -me quedé muy sorprendido.
-¿En serio? Yo tengo treinta y cinco cumplidos.  ¿No crees que soy muy viejo para ti?
-Gabino, no me importa ni tu edad ni la mía.  Lo que me importa es lo que me haces sentir.  Contigo no hay nada que me preocupe ya.  Me siento querida.  Me siento parte de algo, protegida... mimada... amada.  No quiero que eso se termine nunca.  Quiero estar contigo todo el tiempo.  Quiero que me sigas amando, porque, aunque no me lo has dicho con palabras, todo lo que has hecho por mí me dice a gritos que me amas.

     Cuando razoné esa última frase, me sentí descubierto.  Era verdad, yo había amado a Ariadna, primero como un prójimo necesitado, después como una compañera de angustias y orfandad... pero tenía ya mucho que el amor que sentía por ella había trascendido y se había revelado, sin que yo pudiera o quisiera intentar que no lo hiciera.  Puse con cuidado su mano entre las mías y la acaricié con la mayor ternura.  Luego me acerqué más.  Despacito.  La besé.  Ese beso fue tan distinto al de Margarita.  Los labios de Ariadna me supieron a esperanza.  A una esperanza dulce que sanaba y prometía llenarlo todo.  Nuestros labios se buscaron con caricias y se encontraron una y otra vez.  De repente la campana sonó y el estruendo, gigante para nosotros, nos hizo brincar de susto.  Después nos reímos como niños tontos y nos dimos un beso más antes de bajar de esa torre enamorada.

     Caminamos por el centro y más al oriente hasta nuestra casa.  Andar por el mundo tomando la mano de Ariadna era un sueño.  Me sentí en una completa y renovada paz y sin esmerarme para nada, sabía que Ariadna y toda la ciudad, lo notaban.  Lucrecia nos dio muchos abrazos cuando le contamos de lo nuestro.  'Lo nuestro'.  Ahora esas dos palabritas encerraban algo más que penas y despojos.  De pronto significaban felicidad, sonrisas, complicidad, amor...  Día a día nuestro mundo, bien achatado por los polos, se fue inflando por completo.   ¡Qué majestuosas las tardes se volvieron! ¡Qué sublimes las visitas a la biblioteca y las mañanitas haciendo merengues!  Todo comenzó a matizarse con los colores de la felicidad en nuestro mundito, ahora, lleno de maravillas.

     Ariadna no sólo compartió y gustó de todas mis aficiones, también me compartió las suyas.

-Gabino, hoy vas a bailar conmigo.
-¡Señorita, yo no bailo!
-Bueno, pero no tenga usted miedo señor, yo le enseñaré.

     Puso un disco de tango en el tocadiscos.  Las notas del bandoneón se mezclaron de repente con las del piano y Ariadna me tomó la mano y la puso en su cintura.   Mi otra mano, celosa, tomó la manita desocupada y maravillosa de mi compañera y comenzamos a movernos al compás del 'tan, tan, tan , tan... tan tán'.  Aquella fue una experiencia tan deliciosa para mí que me desvivía por repetirla casi a diario.  Ariadna estaba rompiéndolo todo y juntos lo reconstruíamos a un modo más 'en común'.

     Una tarde fresca de marzo, cuando Ariadna ya tenía veinticinco, la llevé al centro a caminar.  Cuando nos acercábamos al parque central le pedí que cerrara los ojos y me dejara guiarla.  'No me tires Gabino', me dijo entre risas.  Le prometí que no lo haría y le pedí que confiara en mí.  La llevé a nuestra torre.  Con una sonrisa muy amplia le dije que abriera los ojos.  Mi hermosa y amada Ariadna me abrazó y me dijo que me amaba.  Yo le pedí que volteara y se asomara al atrio.  Cuando Ariadna vió lo que había ahí, se me colgó del cuello y me gritó que sí.   Con los papeles de china que poníamos en el fondo de las charolas de los merengues, noche a noche, en mi cuartucho, fui haciendo flores de colores.  Con esas florecitas hice después letras enormes, que acomodadas con ternura en el atrio escribían 'Te amo, ¿quieres ser mi esposa?'