junio 04, 2012

Gabino (Parte 16)

Por Abraham Ramírez 



     El aire frío de la tarde húmeda me susurraba hiriente en la cara con expresión de tonto asombro.  Mi mente comenzó a girar y a marearse en un remolino de colores purpúreos.  Mi corazón se agitó y bombeó la sangre a mi cabeza sin criterio, hasta que me sentí entrando en un cuarto muy oscuro y frío.  Mis ojos comenzaron a arder, pero inmediatamente se aliviaron con lágrimas reticentes, que después se desparramaron con más audacia.  Abracé a Ariadna.  No sé cuánto tiempo.  Debió ser mucho, tanto como me tomó reaccionar y ponerme de nuevo claro de ideas.  Apreté menos y Ariadna se asomó desde mi pecho.  -¿Estás bien? - me dijo con sus ojitos lindos de venado.  Yo la miré, la miré de nuevo.  Ni siquiera sabía su edad, pero ahí, de cerca, me pareció una niña más que nunca.  Pensé en Margarita.  Pensé en mí.  Volví a pensar en Margarita.  ¿A caso debería dejar de pensarla para siempre?  Sí, ese, nuestro primer beso; había sido también el último.  Debía dejar de esperar su regreso.  Ariadna estaba ahí.  Me había dado a entender que me quería.  Tal vez como yo había querido a Margarita.  Tal vez.  Le acaricié la mejilla derecha  con el dorso de la mano.  Luego le peiné el cabello y lo puse detrás de su orejita desnuda.
-¿Cuántos años tienes? -pregunté por fin.
-Veinticuatro, pero ya casi cumplo veinticinco  -me quedé muy sorprendido.
-¿En serio? Yo tengo treinta y cinco cumplidos.  ¿No crees que soy muy viejo para ti?
-Gabino, no me importa ni tu edad ni la mía.  Lo que me importa es lo que me haces sentir.  Contigo no hay nada que me preocupe ya.  Me siento querida.  Me siento parte de algo, protegida... mimada... amada.  No quiero que eso se termine nunca.  Quiero estar contigo todo el tiempo.  Quiero que me sigas amando, porque, aunque no me lo has dicho con palabras, todo lo que has hecho por mí me dice a gritos que me amas.

     Cuando razoné esa última frase, me sentí descubierto.  Era verdad, yo había amado a Ariadna, primero como un prójimo necesitado, después como una compañera de angustias y orfandad... pero tenía ya mucho que el amor que sentía por ella había trascendido y se había revelado, sin que yo pudiera o quisiera intentar que no lo hiciera.  Puse con cuidado su mano entre las mías y la acaricié con la mayor ternura.  Luego me acerqué más.  Despacito.  La besé.  Ese beso fue tan distinto al de Margarita.  Los labios de Ariadna me supieron a esperanza.  A una esperanza dulce que sanaba y prometía llenarlo todo.  Nuestros labios se buscaron con caricias y se encontraron una y otra vez.  De repente la campana sonó y el estruendo, gigante para nosotros, nos hizo brincar de susto.  Después nos reímos como niños tontos y nos dimos un beso más antes de bajar de esa torre enamorada.

     Caminamos por el centro y más al oriente hasta nuestra casa.  Andar por el mundo tomando la mano de Ariadna era un sueño.  Me sentí en una completa y renovada paz y sin esmerarme para nada, sabía que Ariadna y toda la ciudad, lo notaban.  Lucrecia nos dio muchos abrazos cuando le contamos de lo nuestro.  'Lo nuestro'.  Ahora esas dos palabritas encerraban algo más que penas y despojos.  De pronto significaban felicidad, sonrisas, complicidad, amor...  Día a día nuestro mundo, bien achatado por los polos, se fue inflando por completo.   ¡Qué majestuosas las tardes se volvieron! ¡Qué sublimes las visitas a la biblioteca y las mañanitas haciendo merengues!  Todo comenzó a matizarse con los colores de la felicidad en nuestro mundito, ahora, lleno de maravillas.

     Ariadna no sólo compartió y gustó de todas mis aficiones, también me compartió las suyas.

-Gabino, hoy vas a bailar conmigo.
-¡Señorita, yo no bailo!
-Bueno, pero no tenga usted miedo señor, yo le enseñaré.

     Puso un disco de tango en el tocadiscos.  Las notas del bandoneón se mezclaron de repente con las del piano y Ariadna me tomó la mano y la puso en su cintura.   Mi otra mano, celosa, tomó la manita desocupada y maravillosa de mi compañera y comenzamos a movernos al compás del 'tan, tan, tan , tan... tan tán'.  Aquella fue una experiencia tan deliciosa para mí que me desvivía por repetirla casi a diario.  Ariadna estaba rompiéndolo todo y juntos lo reconstruíamos a un modo más 'en común'.

     Una tarde fresca de marzo, cuando Ariadna ya tenía veinticinco, la llevé al centro a caminar.  Cuando nos acercábamos al parque central le pedí que cerrara los ojos y me dejara guiarla.  'No me tires Gabino', me dijo entre risas.  Le prometí que no lo haría y le pedí que confiara en mí.  La llevé a nuestra torre.  Con una sonrisa muy amplia le dije que abriera los ojos.  Mi hermosa y amada Ariadna me abrazó y me dijo que me amaba.  Yo le pedí que volteara y se asomara al atrio.  Cuando Ariadna vió lo que había ahí, se me colgó del cuello y me gritó que sí.   Con los papeles de china que poníamos en el fondo de las charolas de los merengues, noche a noche, en mi cuartucho, fui haciendo flores de colores.  Con esas florecitas hice después letras enormes, que acomodadas con ternura en el atrio escribían 'Te amo, ¿quieres ser mi esposa?'


No hay comentarios:

Publicar un comentario