junio 18, 2012

Gabino (Parte 18)

Por Abraham Ramírez 



     Esa noche, cerca de las siete, me pasé por la Casa de Salud para entrevistarme con el médico aquel que me había ofrecido el trato, el pelirrojo de cara odiosa.  Lo encontré en un pasillo y con el gesto más enojado que tenía le pregunté por el Licenciado Plutarco.
-Señor Gabino, el Lic. ya tiene más de un año sin venir, de hecho le hemos perdido la pista, supongo que anda por otro lado, porque aquí, en la ciudad, no hay nadie que lo pueda tratar aparte de mí.  ¿Lo ha contactado a usted? -Le conté de las notas, y el médico, que parecía mantenerse al margen de las actividades delictivas del licenciado Benítez, me sugirió que hiciera una demanda.  Salí del hospital con dudas diferentes a las que llevaba al entrar, pero me tranquilizaba, de cierto modo, saber que el viejo Benítez podría no tener nada que ver con los mensajitos.

     Cuando el reloj marcaba las 11:50 p.m., ya estaba yo enfrente de la casona de Santiago, esperando que dieran las doce en punto para tocar a la puerta.  No pasaron ni dos minutos cuando Octavio y sus muchachos llegaron, en el mismo vehículo de la última vez.  Pronto los alcancé, me saludaron con gusto y todos entramos a la casa.  Le conté a Octavio los detalles de los recaditos y lo que acababa de decirme el médico.

-Mire Don Gabino, me parece buena idea lo de la demanda, pero siendo el lic. quien es, lo van a proteger aunque ni siquiera haya tenido que ver con los recaditos.  Es complicado, porque hoy está peor que nunca la delegación.  Por eso pedí mi cambio al área de jaulas.  Yo le recomiendo que investiguemos antes de hacer cualquier cosa.  Pero eso sí le digo, estamos para servirle.  


     Uno de los muchachos, aquel cuya hermana había sido compañera de Leticia durante su encierro en casa de Benítez, se levantó molesto y golpeó la pared.  Octavio se paró y palmeándole la espalda lo calmó un poco y lo hizo regresar a su asiento.  El pobre seguía sin saber de su hermana.  La noticia de que el viejo Benítez estaba desaparecido hacía más de un año no era buena noticia para él.  Yo me despedí con la promesa de que les avisaría cualquier cosa, por pequeña que fuera, que nos ayudara a resolver el caso.  Octavio me prometió lo mismo y me reiteró el apoyo de la banda.  


     Todos los muchachos de Octavio lo seguían sin dudar.  Lo apoyaban en todo, por una sencilla razón.  Octavio era como un padre para ellos.  El oficial, había tenido un hermano menor, pero este había muerto en un accidente en su propia casa.  Se había ahogado en un pozo, que Octavio olvidó cerrar.  Eran pequeños aún, con responsabilidades que no tenían por qué haber soportado.  El pobre Octavio, atormentado por su conciencia, al hacerse oficial de policía calmaba su psiquis protegiendo a muchachos callejeros, delincuentes, huérfanos e indigentes.  Los trataba como sus hermanos menores y los ayudaba a reformarse con cariño y dándoles alimento, pero sobre todo, opciones.  No sé si Octavio era perfecto, pero a mí su historia me hacía sentir vergüenza por las veces que me había quejado de la mía.  Ese muchacho, del que hablé antes, se llamaba Darío.  Huérfano de padre y madre, delinquía por las calles circundantes a la estación del ferrocarril.  Su hermana, siempre andaba detrás de él, persiguiéndolo para que se portara bien.  Fue en una de esas persecuciones cuando el méndigo viejo Benítez la vió, la codició y la tuvo.  Darío persiguió el auto de los plagiarios, pero no pudo alcanzarlo.  Octavio lo conoció así.  Juntos habían descubierto a los malditos, pero era complicado hacer algo efectivo en su contra.  Eran demasiados hombres entrenados y armados.  La banda de Octavio, aunque siempre dispuesta, era muy escueta en comparación.


     Eran años ya los que la hermana de Darío llevaba en ese claustro maldito.  Yo entendía muy bien cómo se sentía y me llenaba de agradecimientos y paz saber que yo sí había podido rescatar a Leticia y Margarita.


     Uno de los muchachos me llevó a mi casa en el camión.  Al llegar ahí, me sorprendió descubrir la puerta de la entrada un poco abierta.  Se me erizó la piel al ver manchas rojas en el suelo del pasillo del patio.  Regresé a la puerta para avisarle al chico que me había llevado, para que fuera por refuerzos, pero ya se había arrancado dejando atrás un rastro de humo negro.  Volví a entrar al patio.  Tomé un tubo que había por ahí y con pisadas y movimientos mudos entré a la casa.  No quise prender las luces, porque no quería denunciar mi presencia, no sabía si había alguien ahí o no.  Tal vez habíamos dejado mal cerrada la puerta cuando salimos, cuando llevé a Lucrecia y Ariadna al piso de Lucha.  De repente, en la cocina, se escuchó algo caer, como un plato, que inmediatamente se rompió y se dividió en pedacitos.  Mi corazón se agitó más y apreté con fuerza los dientes y el tubo que tenía en mis manos y me decidí a entrar en la cocina.  Di unos pasos, me asomé poco a poco y vi, a contraluz de la ventana, una silueta masculina.  Se movía por todos lados, como buscando algo, sin preocuparse mucho por el ruido que hacía.  Deslicé suavemente la mano por la pared hasta llegar al interruptor de la luz.  Lo moví y este hizo contacto, pero la luz no se encendió.  Buena hora para que un fusible estuviera fundido.  No pude más con la tensión nerviosa y con un movimiento relámpago, en un segundo, estaba yo estrellándole el fierro en la cabeza al sujeto.  Este se cayó, dejando suelto todo su peso, inconsciente.  Necesitaba saber si el tipo ese era la única persona ahí, así que rápidamente busqué los fusibles de repuesto y cambié el fundido en la cajita.  Subí la palanca de nuevo, con mucho cuidado de no hacer ruido, la luz de la cocina fue la única que se encendió.  Tomé mi improvisada arma de nuevo, con ambas manos, y recorrí la casa encendiendo todas las luces, una por una... sólo faltaba la habitación de Ariadna.  Cuando el foco de este último cuarto se prendió, reconocí a Lucha y Lucrecia amarradas y amordazadas en el rincón, Ariadna estaba inmóvil con el cuerpo manchado de sangre, tirada en la cama.





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