Por Abraham Ramírez
Hay algunas cosas que quisiera decir antes de seguir con el curso natural de este relato, necesarias para entender los eventos siguientes. Espero que su paciencia me entienda por esta ocasión.
Cuando Margarita se fue, no tuve noticias de ella por su propia voz o mano, sólo por las palabras escritas de Leticia donde me agradecía, y de paso, como no queriendo, me informaba que su hermana estaba muy bien y forjándose una nueva historia. Después de algunos años, yo dí como cerrado el caso. Me hice a la idea de que mi historia con Margarita y todo ese asunto horrible de los políticos corruptos había terminado. El problema es que el licenciado Plutarco Benítez no pensaba igual. Durante el lapso de la despedida de Margarita y la bienvenida de Ariadna, recibí varias notas amenazantes. En todas, el remitente me recordaba del trato que había firmado, me hacía referencia a la salud y bienestar de mis hermanitas y me advertía que pronto sería requerido. Yo estuve a punto de reclutar de nuevo a Octavio y su banda, pero no lo hice, con la esperanza de que con el paso del tiempo el tipo ese se olvidara; o de que tal vez fueran notas independientes de alguno de los 'changuitos' del licenciado, no dictadas por él y por lo mismo no trascendentes. Lo dejé pasar, no sin que de vez en cuando me hiciera sentir de nuevo intranquilo. Varias veces, caminando por la calle, sentí que me seguían el paso, aunque intenté crearme la versión de que la sensación la causaba una ligera paranoia que me quedaba como residuo indeleble de mis experiencias recientes y de la historia con Margarita.
El asunto es, que mientras Ariadna me abrazaba en esa 'torre enamorada' para decirme que sí, al abrir los ojos me di cuenta de que allá abajo, tres sujetos trajeados pasaban pisoteando las letras de papel que me habían servido de declaración de amor y se encaminaban a la puerta del templo. Ariadna no había visto nada, porque al abrazarme quedó de espaldas al atrio. Me sentí nervioso y de nuevo en ese odioso estado 'en alerta' que me había estado persiguiendo ya por bastante tiempo. Tomé a Ariadna de la mano y bajamos a prisa de la torre. Cuando cruzamos la puerta de salida, uno de los tipos me chocó de frente y me dijo: 'perdone usted, don Gabino'. Los tres se rieron y se metieron persignándose al templo. Yo abracé a Ariadna por la espalda y apresuré el paso. Mi prometida se quedó callada un par de minutos, que a mí me parecieron eternos. Pero al fin, su hermosa voz sonó con la incógnita obvia.
-Gabino, ¿qué pasa, quiénes eran esos tipos?
-Ariadna - le dije en tono serio- acelera el paso, te explico en la casa. No te preocupes.
Caminamos en silencio todo nuestro trayecto. Me recordó la primera caminata juntos, sólo que ahora no llovía, ni era Ariadna la que explicaría algo al llegar a nuestro destino. Ya ahí, en casa; Ariadna y yo nos sentamos y le conté todos los detalles omitidos del 'caso Margarita'. La corrupción, los secuestros, la bandita del oficial Octavio, la muerte del mentado Julio, el pacto con Plutarco Benítez... No descarté nada. Mientras Lucrecia movía la cuchara para que el atolito de maíz no se pegara en el fondo de la olla de barro, todo lo expuesto por mí a mi novia, la única que había tenido, la hacía preocuparse hasta el llanto.
-Pero cómo es posible... hoy era el día más feliz de mi vida...
-Lo siento linda, debía contártelo todo antes, pero en verdad creí que era cosa del pasado. No te preocupes, te prometo que arreglaré esto y ya verás que pronto no lo recordaremos más.
En ese instante, Lucrecia, que se había mantenido al margen de mi relato, como una simple espectadora, interrumpió con un cucharazo en la mesa, salpicando un poquito de atole en todas direcciones.
-Gabino, si hay que irse de aquí, pues vámonos. No tiene caso que nos arriesguemos, total, esta casa es bien fea y vieja como tú- yo solté la carcajada y levantándome de la silla abracé a mis dos queridas mujeres que también rieron.
Lo cierto era que no quería que les pasara nada. Por mí no me había preocupado nunca antes como por los demás, pero saber que Ariadna me amaba me hizo someterme a una nueva valoración. No tenía opción, debía buscar a Octavio nuevamente y pedirle ayuda, aún sabiendo que su deuda moral ya me la había pagado con creces. Así, tempranito al día siguiente, fui a la delegación de tan malos recuerdos a informarme del paradero de Octavio. Sentí una perturbadora nostalgia al cruzar el parquecito ese, donde tantos eventos habían tomado lugar. Todavía me parecía oler el perfume de Margarita, quizás porque siempre se mezcló con el olor de las jacarandas. Cuando entré al edificio, me sorprendió no encontrar al mismo sujeto detrás del mostrador. Ahora, un tipo malencarado me hizo saber que el oficial Octavio ya no era un oficial de calle, sino de cárcel. Fui a buscarlo allá, no estaba muy lejos, pero por la prisa (porque no quería que Ariadna y Lucrecia estuvieran solas mucho tiempo) me subí al camión. Tardé más viajando en el vehículo ese que si me hubiera ido caminando, pero por fin, tras un incómodo escrutinio me permitieron pasar a una oficina y en poco tiempo, Octavio estaba en frente de mí.
-Ya sé a qué viene Don, pero esta vez no voy a poder ayudarle. Ya soy hombre casado y tengo un chilpayate recién nacido. No me puedo arriesgar.
-Entiendo Octavio, pero ¿cómo sabes a lo que vengo?
-Fácil Don Gabino, ya sabe que en este mundo en el que me muevo todo se sabe- mientras hablaba, Octavio miraba de reojo a la puerta, luego se cercioró que no hubiera nadie cerca y sacó un papelito del bolsillo de la camisa y una pluma de su pantalón. Escribió algo rápidamente. Luego me dio la mano, me dejó el papelito arrugado y se despidió de mí. La nota furtiva de Octavio decía con letra difícilmente legible:
'En el mismo lugar de antes, hoy a las 12:00 a.m.'.
Esa noche, después de dejar a Ariadna y Lucrecia con Lucha, me puse en camino a la casona del barrio de Santiago, donde apenas unos cuantos años atrás habíamos tramado un plan para salvar a Margarita y lo habíamos conseguido. Esta ocasión, el propósito era, salvar la tranquilidad de mi familia y permitirme una oportunidad de vivir pleno y de hacer feliz a la mujer, que sin darme cuenta cómo, amaba más que a nadie.
No hay comentarios:
Publicar un comentario