Por Abraham Ramírez
Desesperado, corrí hacia ella. Mi hermosa señorita no reaccionaba. Busqué heridas o alguna fuente de la que estuviera brotando el líquido carmesí, pero no encontré nada. Poco a poco <quizás por el zangoloteo> Ariadna se recuperó, volvió en si y me dijo con voz muy suavecita 'estoy bien'. Mi cara, desencajada, regresaba a la normalidad con el movimiento de sus labios. Se me había olvidado que mis hermanitas estaban ahí también, al quitar la mordaza de la boca de Lucrecia, empezó a gritarme con ansias incontrolables...
-¡Gabino! ¡el desgraciado ese anda por aquí, atrápalo!
Las desaté y les dije que cerraran por dentro la puerta. Me tranquilizaba bastante saber que estaban bien las tres y que el agresor era sólo un individuo. Tomé de nuevo mi arma, bueno, el tubo. Fui hasta la cocina, donde el tipo había quedado tirado. Ya no estaba. Me asomé al patio y vi rastros de sangre, frescos aún. Había manchas rojas con forma de manos en las paredes del pasillito que daba a la puerta de la calle, que estaba abierta aún. Corrí y me asomé. El sujeto estaba recargado chorreando sangre de la cabeza, atontadísimo; diría que a punto de desmayarse. Lo tiré boca abajo y le sujeté las manos entumidas, que no opusieron nada de resistencia. Lo jalé de nuevo hasta el patio y lo amarré con una piola. No terminaba yo de reconocer al hombre. No tenía ni siquiera la más mínima idea de quién podría ser. Era desesperante. No quería dejarlo sin vigilancia, y sin embargo, debía llamar a la policía o a quién sabe quien. Cuando lo sentí muy bien asegurado, sin posibilidades de soltarse, me acerqué a la casa y le grité a las muchachas que bajaran. Las tres vinieron, no sin antes hacerme jurar por quién sabe cuanta gente que el tipo no era más un peligro. Se pararon tras la puerta y se asomaron de a poquito. Les dije que debíamos ir a llamar por teléfono, que qué preferían, ir ellas o que fuera yo. Tuve que volver a perjurar para que me permitieran ir. No llamé a la poli, sino a Octavio. En menos de 15 minutos él y Darío estaban en la casa. Ninguno de los presentes tenía la más mínima idea de quién era el tipo, pero Ariadna comenzó a relatar lo sucedido:
"Después de que nos dejaste en casa de Lucha; Lucrecia y yo salimos a comprar algo para la cena, porque ambas estábamos de acuerdo en que apetecíamos algo más que tortas, que tampoco es que sean malas, pero supusimos que Lucha estaba ya un poco harta y cansada de ellas. Fuimos a la miscelánea de la 8 oriente, ya sabes, donde venden verduras y esas cosas, y compramos todo lo que necesitábamos para hacer un buen chilate de pollo. Cuando volvimos al departamento, notamos un poco raro todo, como que más desordenado. Mira que Lucha y las muchachas tienen siempre todo en su lugar, como casi no están en casa ni tiempo han de tener para mover sus cosas. Nos preocupamos un poco, así que fuimos rapidito a la cocina y tomamos un cuchillo cada una. Empezamos a preguntar '¿hay alguien ahí?' pero obviamente nadie contestaba. Lucrecia me decía que no era nada, pero yo seguía intranquila, así que aunque tu hermana se confió yo me guardé el cuchillito en la bolsa del mandil que me puse para cocinar. Como a los 5 minutos llegó Lucha sola, sin sus compañeras, se sentó en la mesa del comedorcito conmigo y me estaba preguntando por ti, bueno por nosotros. Pasaron como 10 minutos de eso, cuando abrieron la puerta de una patada; Lucha y yo nos quedamos paralizadas de ver a este y otro mono entrar y en cambio, Lucrecia salió corriendo de la cocina. Nos dijeron que debían saldar una cuenta contigo y que le camináramos. Así que, por precaución, hicimos lo que nos ordenaron, porque no queríamos pensar que algo malo pudieran hacerte. Nos subieron a una carcacha y nos trajeron aquí. Uno nos metió a la casa empujones y jalones de pelo, el otro dijo que 'iba por Lauro y que regresaba'. Cuando entramos a la casa, el tipo este nos subió con groserías y nos dijo que ahora sí ya te 'iba a cargar' y no sé qué más. Amarró a las muchachas y cuando se disponía a amarrarme y amordazarme también, saqué el cuchillito y se lo clavé quién sabe en dónde. El tipo comenzó a gritar y a chillar como cochino. Yo saqué mi arma y la solté asustada. Luego, con la poquita luz que entraba de la lámpara de la calle, me dí cuenta que mis manos estaban llenas de sangre y creo que me desmayé..."
Cuando mi Ariadna terminó su relato, Octavio y yo estuvimos de acuerdo en que debíamos esperar a que el otro tipo 'volviera con Lauro', si no es que había llegado ya y se había ido al vernos, por la puerta abierta de la calle, sin que nosotros advirtiéramos su presencia. Igual nos metimos a la casa y metimos también al tipo, que seguía muy mal por la pérdida de sangre y por el tubazo en la cabeza. Notamos que la herida que le había hecho mi Ariadna estaba situada en la cadera, así que no corría peligro por ella. Lo único que no me explicaba y que me inquietaba, eran las manchas de sangre en el piso del patio, puesto que la cuchillada , el tipo la recibió adentro de la casa. Pero bueno, sabiendo a mis tres señoritas bien me olvidé de ese asunto.
Cerca de 30 minutos más tarde, se escuchó el motor juguetón de un auto viejo. Tardó encendido unos segundos (supongo que el tiempo en que los tipos escudriñaron la escena) y después se detuvo. Se escucharon dos ruidos de puertas cerrándose, una inmediatamente después de la otra; y luego el rechinido, esta vez de la puerta de la casa, que dejaba de estar entreabierta y se daba un golpe contra la pared al empujarla uno de los sujetos. Empezaron a llamar al desangrado por un apodo, o a caso un nombre: 'Carmelito'. Al principio no supimos qué hacer, pero los mismos sujetos nos resolvieron el problema, cuando preguntaron '¿podemos entrar?'. Como nuestro prisionero estaba bastante grande, supusimos que debía tener una voz grave, así que Darío, que curiosamente no era grande y además era el más joven, contestó con voz de barítono: ¡sí! Sólo eso.
Ambos sujetos entraron con actitud de 'todo lo puedo'. Hasta lástima sentimos de que, inmediatamente después de que cruzaron el umbral, los noqueamos con sendos tubos. Por fin, encendimos las luces. El segundo tipo en el relato de Ariadna, fue reconocido por mí como uno de los tipos que me habían golpeado, uno de los de la banda de matones del tal Plutarco Benítez. El otro, el tal 'Lauro', fue primero identificado por Ariadna como uno de sus primos y amigo de Gabriel, su antigüo prometido; después por Octavio como su compañero y amigo en su nuevo puesto en la prisión de la ciudad. Ahora nos asaltaban más dudas, pero a su momento, pretendíamos obtener todas las respuestas de nuestros 'alegres prisioneros'.
Sabes que me gusta mucho!
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