agosto 06, 2012

Mía/tuya/nuestra

Por Abraham Ramírez



     Él, por las tardes, estaba aprendiendo computación en una de esas escuelas comunes y corrientes, sólo por no dejar.  Ella, diseño de modas, para hacerle vestiditos a las barbies de su hermanita, bueno a veces también a las de ella, en secreto.  Los pobres muchachos terminaron la secundaria a duras penas y se 'juntaron' porque tuvieron que hacerlo.  Ninguno de los dos estaba convencido, pero los padres de ambos coincidieron en la idea de que, si ya estaban los suficientemente mayores como para engendrar un hijo, entonces debían serlo también para vivir juntos y rascarse con sus propias uñas.  Fue muy duro al principio.  Las clases por las tardes se terminaron.  Los empleos que consiguieron  daban pocas ganancias, pero su sueldo, al menos, alcanzaba para pagar la renta del cuartucho austero y darse de comer casi decentemente.  Cuando ella cumplió seis meses de embarazo la corrieron de la farmacia.  Él consiguió un empleo en contraturno para compensar el déficit.  Ella comenzó a repartir volantes que anunciaban mixiotes de carnero y barbacoa al estilo Hidalgo, pero terminaba cansadísima.   Es justo decir que se esforzaban como nadie.  Lo malo es que en este país, a veces eso no basta, de todos modos la vorágine de la mediocridad te absorbe y te hunde.  El seguro popular puso tantas trabas para afiliarlos que estuvieron a punto de desistir, sólo la necesidad de tener un sitio donde Alicia, así se llamaba 'ella', pudiera tener al bebé, los hizo perseverar hasta conseguir lo necesario.

     Sergio, 'él'; se estaba cansando de trabajar tanto, e incluso se peleó algunas veces con Alicia, porque terminaba sus días muy agotado y se ponía de un pésimo humor.  Ella, con la sensibilidad aumentada por el embarazo, pensó varias veces en dejarlo, pero siempre esperaba a que ambos se calmaran para decidirse y al final lograba entenderlo y perdonarlo.  Así fueron muchos de sus días, hasta que una noche caliente y húmeda de marzo, tuvieron que tomar un taxi para ir al hospital.  Él acarició y besó la mano de ella todo el camino, que era muy largo.  Estuvo al pendiente todo el tiempo, doce horas con cuarenta y siete minutos para ser muy exactos.  Eso fue lo que tardaron para dejarlo ver a su hijo y a su Alicia.  Cuando Sergio tuvo en sus manos al bebé, no podía contener el llanto.  Estaba fuera de sí.  Feliz.  Preocupado.  Emocionado.  Alicia, muy ojerosa y cansada por la cesárea, le acariciaba el brazo.  Tardaron otra decena de horas para poder salir del hospital, pero cuando eso fue posible, los tres se sentían tan anchos de felicidad, que despreciaron un taxi que pasó, sólo por tener la mala suerte de ser vocho.  Alicia había hecho algunas ropitas para el bebé.  Un par de sus amigas la visitaron y le trajeron pañalitos desechables.  Sergio llegaba cansado aún, pero no dejaba que su estado físico le impidiera jugar con el niño, besarlo muchas veces y admirarlo más.

     Pasaron los años.  Con el tiempo, Sergio fue promovido en su trabajo de la mañana, le dieron seguro social y le aumentaron el sueldo.  Pudo dejar el segundo empleo.  Las cosas fueron mejorando.  Se cambiaron a un departamento más grande, porque el segundo hijo venía en camino.  Alicia se dedicaba a sus niños con tan grande vocación, que los dos se hicieron niños muy buenos con el volar de los años.  El preescolar, la primaria y la secundaria pasaron muy rápidamente.  Cuando el hijo mayor aprobó el examen del bachillerato, Sergio y Alicia lloraron de felicidad, después de todo, estaban dándole lo que ellos no pudieron lograr.  Fue maravilloso cuando el mayor logró terminar su carrera en comercio internacional y un par de años más tarde, el pequeño se tituló como licenciado en administración de empresas.  En poco tiempo ambos hijos trabajaban en grandes empresas transnacionales y tenían augurado un porvenir exitoso.

     Un día que el viento parecía más una caricia que un empujón, el viejo, y ya jubilado Sergio, tomó la mano de su también envejecida mujer.  La llevó con una sonrisa hasta una banquita que descansaba muy invitadora, debajo de un árbol del jardín de su casa.  Le besó ambas manos con mucho cariño y viendo a sus cuatro nietos jugar le dijo:
-Alicia, mi cielo; sufrimos bastante, pero te quiero dar las gracias por todo, por ayudarme a hacer de mi vida, de la tuya, de la nuestra; algo tan hermoso...




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