diciembre 21, 2016

Diciembre

Por Abraham Ramírez



Moría ahogado con mi propia sangre, que no dejaba de brotar y se sentía cálida y perversa mientras me impedía respirar y me negaba rápidamente la vida; tú seguías perforando mi vientre una y otra vez con un cuchillo de cocina con manija morada.  Lo hundías en mí con una facilidad fría y desesperadamente suave.
Tus ojos estaban muy tiernos y claros y fijos en los míos, pero tu boca bien pintada y perfectamente cerrada me sonreía socarrona...  cuando sentí que estaba usando ya mi último respiro, desperté.

     El problema es que, en realidad, hoy, este día terrible de diciembre, preferiría que me enterraras ese cuchillo o cualquier otra cosa que me matara de un sólo golpe, o al menos en un ataque violento y efectivo a seguir muriendo lentamente cada día, cada segundo; desprenderme de mi vitalidad con cada exhalación y cada pensamiento desmembrante; mientras escribo, mientras como, mientras doy clases, mientras me baño o intento dormir con el eterno terror de volver a soñarte fría, descompuesta, transformada y al mismo tiempo, liberada de mí.


diciembre 20, 2016

Día de limpieza

Por Abraham Ramírez



Tú me viste convertido en polvo blanco
cubrí los muebles de la casa con molesta y sucia constancia
de día y de noche me moví por cada recámara
por la sala y la cocina
me encontrabas en el teclado de tu mac y en tu teléfono móvil
en el control de la tele
en el escritorio y el espejo del baño
existí hasta en las hojas de tus plantas más queridas
las que cuidabas con cariño incomprensible
pero nunca me notaste
nunca te importó mi movimiento cotidiano
hasta que una mañana sin quererlo
aparecí de frente e intenté tocarte
el día que decidiste creerme tan molesto
que tuviste que limpiarlo todo
con la fuerza necesaria para que no quedara nada mío
ni una partícula que pudiera multiplicarse
y así
sin darme una sola oportunidad
quedaste limpia de mí.


octubre 15, 2016

Madrugada (Adiós 3)

Por Abraham Ramírez



Martha continuó con la rutina, como si nada hubiera sucedido.  Desde que Dante Rodríguez, su padre, había sido diagnosticado con cáncer en la sangre; ella, la única de cinco hermanos que se preocupaba realmente por el viejo, había dedicado todo su tiempo y cariño a atenderlo y cuidarlo con la paciencia y el amor más esmerados.  Ahora, que su padre había muerto, visitaba la tumba casi a diario, como buscando algo perdido, como si su trabajo no hubiera cesado, como si sólo hubiera cambiado de sede al panteón del pueblo.  Desayunaba con lentitud, recordando el consejo diario de su padre de que no era saludable comer con prisa, incluso imitaba el ademán de su mano extendida moviéndose de arriba a abajo con lentitud, e inmediatamente después lloraba.  Cada mañana arreglaba un poco la casa, que en realidad siempre estaba limpia y sin desorden, y montaba la antigua bicicleta tipo lechero de su padre para ir a dejar flores nuevas a la tumba.

     Pasó así los siguientes meses.  Se aisló fácilmente de sus hermanos, porque ellos no la buscaban mucho, y ser ella la que decidiera no llamarlos más, facilitó todo.  La poca gente con la que hablaba eran los dependientes de la tienda, la tortillería, la farmacia, la panadería y uno que otro vendedor ambulante. Al décimo mes, sus recursos se estaban terminando.  Los ahorros que dejó papá ya no alcanzarían para mucho tiempo más.  Esta problemática llevó a Martha a intentar conseguir un trabajo, cercano a casa, que le permitiera seguir yendo por las mañanas o por las tardes a llevar sus ramitos; que ya eran hechos por ella, bien abundantes, de flores silvestres multicolores que recogía por el camino.  Conseguir un trabajo era mucho más duro de lo que creyó.  Todos los empleos disponibles y para los que estaba calificada con su 'bachillerato técnico terminado' estaban muy mal pagados y la obligarían a trabajar desde temprano y salir después de las 6 o 7 de la tarde, lo que le impediría asistir a diario a la tumba, debido al estricto horario del panteón.  Decidió dejar en espera eso de trabajar.

     Poco a poquito, los días se hicieron más cortos y las noches más largas, y cuando el dinero ya no alcanzó ni para un kilo de tortillas, Martha comenzó a rematar todas sus pertenencias; vestidos, zapatos, la cámara que le regalaron cuando cumplió 15 años y algunos muebles de la casa, en ventas domingueras en el patio, siempre frente a la mirada indignada de los viejos vecinos que habían conocido al señor Dante.  Así iba sobrellevando sus gastos, de comida al menos.  Los servicios, como la luz, el gas y el teléfono, ya tenía mucho tiempo sin pagarlos y por lo mismo sin usarlos, porque estaban suspendidos.  Poco a poco, debido a que su alimentación era muy escueta,  Martha fue adelgazando y su salud decaía y se volvía frágil.  Se tardaba más tiempo en el viaje de la casa al panteón y del panteón a la casa.

     Una tarde fría y oscura de octubre, cuando soplaba ya el airecito congelado tan característico de la época de muertos, recibió la visita de su hermana Heréndira.  Era la segunda hija, mayor que Martha por 15 años.  Cuando esta notó la falta de algunos muebles de la casa, y la oscuridad y miserias con las que su hermana vivía, se indignó.  Regañó a Martha sin descanso durante los largos 14 minutos que duró su visita.  Ni siquiera notó la severa desnutrición de Martha.  Cuando el claxon de la camioneta que la esperaba sonó, Heréndira le dio un beso de porquería a su hermana y salió de la casa soltando una muy sentida flor para su hermanita menor: 'Papá se volvería a morir si viera como tienes su -pinchi- casa pendeja'.  Martha la vio marcharse manoteando y quejándose por  el patio oscuro, desde la ventana de la cocina.  A la mañana siguiente tomó la más importante y sentida decisión y por la tarde, en una maleta rota de tirante, metió unas cuantas cobijas, una sombrilla, una lámpara sin pilas, unas botas viejas, una lata de atún, una botella de agua y, con mucho cuidado, el retrato de Don Dante.  Al cruzar el umbral de la puerta se volteó a mirar su casa y suspiró con añoranza.  Cerró la puerta con cuidado y montó la bicicleta hacia el panteón.  Fue un trayecto lento y muy cansado, en contra del viento y el helado peso que cargaba en su pecho flaco y solitario.  Cuando llegó, se tiró en el césped, puso el ramito de flores acostumbrado en el florero de piedra, se acurrucó abrazando el retrato de su querido 'papito' y se tapó completita con el par de cobijas.  Esa noche fue la más fría de todo el año.  La hermosa Martha ni siquiera lo notó, porque una vez cerrados sus ojitos, nunca más volvieron a abrirse.




octubre 13, 2016

Sueños. (Adiós 2)

Por Abraham Ramírez



Estabas acurrucada en mi pecho, y yo acariciaba tu cabello en completa paz.  Después de que te voltearas y tocaras mi cara con tu manita derecha, vi tus ojos color miel sonriéndome y desperté.

     Algunas noches he tenido sueños así.  Algunas no; algunas eres cruel y me desprecias, me odias, me haces daño con plena consciencia, y te da gusto verme revolcar de dolor y quedarme sin palabras.  Te fuiste desde hace mucho.  Desde entonces he soñado contigo, diariamente, sin falta, sin escape.  Después de soñarte despierto agitado, emocionado y en paz (hermosa paradoja) si el sueño es bonito; y perturbado de muerte si en mi noche tú viniste sólo a terminar con mi tranquilidad, y a hacerme cosas impensables para ver mi llanto.

     El psicólogo me dijo que debo dejarte ir, incluso me ha dado técnicas para terminar con 'mi enfermiza dependencia de ti y de tu recuerdo incesante y pesado'.  Créeme, he hecho todo lo que me dice, pero aunque he logrado avances cuando estoy despierto y parece que ya no voy a acordarme más, en cuanto me acuesto y comienzo a soñar, apareces entre la reciente oscuridad, como el vapor de una taza de café, y todo el escenario se forma y se pinta en torno a ti, tú eres la protagonista de todo lo que sucede en mi absolutamente adormecido cerebro.

     Esta noche, cuando duerma, quisiera tener la seguridad de que cuando llegues, podremos viajar juntos a algún lugar que no hayamos visto nunca, y que el encanto de descubrirlo juntos, nos llevará a sabernos mejor así, a sentir que el mundo gira porque nosotros lo decidimos y no porque debe hacerlo.

     He llegado a la conclusión de que Dios me manda los sueños contigo, buenos y malos, para que pueda llenar los vacíos que dejaste con tu partida, para que me siga construyendo nuestra historia y no te olvide, porque quizás pronto estaré yo también contigo y con él, y no quiere que al verte, haya perdido el temblor perfecto y saludable que siempre me ha provocado tu amorosa e imprevisible presencia.





septiembre 04, 2016

Anoche. (Adiós 1)

Por Abraham Ramírez



La mañana estaba lluviosa y fría.  Los ojos de Ingrid se sentían pesados, pegajosos y llenos de cristales de arena marina.  Sufría.  A pesar de todo seguía esperando la caricia tibia de Mario por las noches.  Se acostaba en la misma posición de siempre, en la orillita izquierda de la cama, en donde él la buscaba para abrazarla y hacerle sentir su cariño, tan maduro, tan masculino, tan de diez años de casados.  Pero Mario ya no la abrazaba.  Ingrid despertaba todos los días con frío, con una tosecita molesta por haber dormido con la espalda descubierta, y con ganas de regresar el tiempo.  Si el clima era bueno, se tomaba un vaso de leche fría para sentir que su alma volvía al cuerpo cansado; si era malo, como el de esa mañana, bebía un gran taza de café para atontar a la tristeza y engañarla un poco, al menos hasta la tarde, cuando el sol cansado se ocultaba, y la noche oscura, fría y sin Mario, la cubría de nuevo y la hacía soñar.

     Amaneció.  El gris del cielo se extendía por todos lados, y millones de gotitas mojaban todo, lenta y profundamente.  El teléfono sonó pero ella no estaba interesada en contestar.  Se duchó con agua hirviente, más vapor que agua, y se vistió con la falda negra que era un tanto atrevida y la hacía sentir bonita.  No estaba segura de que fuera viernes, pero eligió pensar que sí y no se preocupó por revisar el móvil o encender la computadora para comprobar.  Sus días se habían vuelto una rutina depresiva desde lo de Mario, pero ese día, su semblante tenía dibujada una sonrisa rosada y sus ojitos húmedos color café se veían más despiertos y brillantes que de costumbre.  Salió de casa.  Cantaba una canción feliz, mientras las gotas de lluvia hacían percusiones hermosas en su paraguas, para acompañarla.  En el super, compró vino de frutas y latitas de salmón, para preparar la ensalada que a Mario le gustaba tanto: salmón con piña en almíbar y cerezas.  El día se le hizo lento, esperando que fuera la hora de la cena; que a fin de cuentas llegó.  Puso cubiertos y copas para dos, se  vistió elegante y a las 7:30 se sentó a la mesa.  Después de un rato bebió un sorbo de vino y comenzó a hablar:

'Anoche me puse muy triste esperándote.  Tenía tantas ganas de estar contigo, de tenerte cerca, de que me abrazaras fuerte y me besaras.  Pero nuevamente esperarte fue terrible, saber que no vendrías, que tus manos no me tocarían, que tendría otra noche fría y con lluvia, por dentro y por fuera; y que tu aliento no volverá jamás a acariciar mi espalda, que no te sentiré de nuevo por mucho que lo quiera...  Anoche, Mario, apenas anoche; tomé la decisión de ya no esperarte.  Quiero volver a avanzar, aunque ya no estés, aunque no sea a tu lado.  Aunque sea tan pesado mover mi propio cuerpo.  Aunque sea tan difícil respirar y no morirme contigo.  Porque sé que tú me amaste como nadie, como jamás soñé que alguien podría.  Porque yo te amo como no amaré de nuevo.  Sé que quisieras esto, que ya no llore más y que vuelva a vivir.  Porque yo lo quisiera para ti si yo me hubiera ido y no tú.  Te amo, te amé, te amaré más que a nadie por siempre.  Apenas anoche tomé la decisión, por favor perdóname.'

     Terminó su cena.  El plato de Mario quedó lleno de ensalada y la copa llena de vino.  En la recámara, justo en medio de la cama, Ingrid soñaba tranquila y cansada con cielos azules y nuevos soles, llena de vida y esperanza.







marzo 13, 2016

Renacer (parte 2)

Por Abraham Ramírez



El reloj digital del buró marcaba ya las 7:47 p.m.  Sandra, sudada y nerviosa, se había quedado dormida de nuevo.  La despertó su urgencia inoportuna de ir al baño, y después de tantas horas no pudo contenerse más y mojó la cama y su ropa y su libro, que había soltado al lado suyo al dormirse la última vez.  Mamá no aparecía aún. La rayita de luz que marcaba el contorno de la cortina y que era el único signo de que afuera había vida, se había difuminado y apagado ya.  Débil, tal vez más que nunca, Sandra se empujó hacia arriba con toda la fuerza de sus brazos y se sentó para tratar de evitar el frío incómodo de la pipí.  Cuando la cabeza dejó de darle vueltas y los oídos pararon de zumbarle, volvió a llamar a su mamá; una, otra vez, y de nuevo.  Inexplicablemente, la vocecita debilucha iba aumentando su volumen a cada palabra: mama - maaamá - ¡MAMÁ!  Un grito tras otro, Sandra parecía recobrar la vida.  Motivada por el inesperado fenómeno, intentó bajar de la cama; decisión que terminó con el resultado lógico: caída ruidosa  hacia el piso con choque de cachete contra el buró.  Reloj, termómetro, maceta con plantita, cepillo de dientes y otras cositas; regadas por todos lados.  Sandra se sobó la cara y decididamente inició un desplazamiento, a rastras, en busca de mamá.

     ¿Estaría en la cocina, en su recámara, en la sala, en el estudio o fuera de casa? Decidió buscar primero en la sala, era lo más cercano a su ubicación actual, ese cuarto de servicio convertido en recámara infantil para el fácil acceso, después de que llegara esa terrible enfermedad, según le había contado mamá algunas veces.  Sandra se había alejado de su cama mucho más de lo que recordaba.

     Sus brazos estaban menos torpes que antes.  Para ella era inexplicable lo que sucedía, después de todo, ese día no había comido nada, y debería estar más débil que nunca, pero en realidad, podía sentir algo raro en su cuerpo, como una fuerza recorriéndole las venas en todas direcciones, como aire, como un fuego que llovía en microscópicos miles de piquetes, dentro de sus ridículos y olvidados músculos.  Logró llegar a la sala.  Con su perspectiva al ras del suelo, y con la luz que entraba por la ventana, escudriñó con mucho cuidado todos los rincones de la pieza, pero mamá no estaba allí.  Volvió a moverse, esta vez con más rapidez, hasta la cocina.  Apenas su vista cruzó valiente la oscuridad del lugar, logró ver algunos objetos tirados, y la mano de mamá, extendida y pálida; se asomaba por detrás del mantelito caído de la mesita roja, donde seguramente, preparaba los platillos que le llevaba amorosa todos los días.

(Continuará)

febrero 23, 2016

Renacer (parte 1)

Por Abraham Ramírez



La mañana despertó ese día con un color azul brillante y con canciones de pajaritos pardos escandalosos que jugaban y revoloteaban en el patio, como los niños de la primaria a la hora del recreo.  Sandra, apretó de nuevo las manos.  Quería ver lo que escuchaba en el exterior, pero su mamá no había venido aún a traerle el desayuno y a abrir la cortina derecha, así que por ahora, se tenía que conformar con imaginar y ya.  Curiosamente, el reloj marcaba ya las 10:25 a.m., y todos los días, su madre cruzaba la puerta a las 8:30, de forma tan puntual, que hubiera incomodado a cualquier aeropuerto.  Sandra, empezó a llamar con su vocecita más potente, que en todo caso, no pasaba de ser un maullido discreto, pero mamá no contestó.  Las 11:17, las 12:38 y mamá aún no aparecía por la puerta y Sandra seguía en ayuno y un poco a oscuras, por culpa de las gruesas cortinas que tapaban las altas ventanas.  Comenzó a imaginar lo peor.  Intentó sentarse en la cama, y aunque logró hacerlo, el esfuerzo consumió toda la energía almacenada para el resto de la semana, y apenas pasaba de la 1:00 p.m. del martes.

     Sandra sufría de una debilidad total e inexplicable.  Desde que tenía memoria, su rutina siempre había sido la misma:  Estar en cama, recibir las visitas de mamá tres veces al día, para comer, y leer un par de páginas de su libro de cuentos.  Después de cada comida y de la corta lectura, Sandra caía de nuevo en un sueño muy pesado y necesario por un par de horas.  Así, había ya cumplido los 12 años.  Curiosamente, no recordaba haber ido a ver a un médico o recibido la visita de uno.  Su enfermedad, la fue forzando y acostumbrando a la rutina de ser una niña totalmente dependiente y de nunca salir de su habitación.  Ni siquiera podía ir al baño ella sola.  El reloj marcaba ya las 2:49 y Sandra seguía retorciéndose en la cama, con hambre, ganas de hacer pipí, el dolor de cabeza y huesos de siempre y sobre todo con la incertidumbre y la preocupación por la inesperada e inexplicable ausencia de su madre.
   
(Continuará)






febrero 22, 2016

Manuscrito antiguo.

Por Abraham Ramírez



En ese momento sus ojos, tan negros como el labial de un vampiro urbano, palidecieron.  La fuerza incansable de sus delgadas manos se debilitó, hasta el punto que sufría aún al realizar los movimientos más básicos.  Ya no quiso saber de nada ni nadie, no quiso entender, no quiso ver.

    Esa sensación de vacío y de torpeza, le duró mucho tiempo, semanas, hasta que una tarde, sin saber muy bien por qué, retomó la lectura de la conversación que había causado toda su reciente recaída.  Lo ilógico, lo terrorífico, fue notar, después de leer con cuidado y sin ese sentimiento paranoico y defensivo; que él nunca había dicho (escrito) nada para lastimarla, que nunca le dijo 'no te quiero' ni 'te voy a dejar' o 'ya no te soporto', que en sus frases no había más que paciencia y razonamiento, sin embargo en las suyas, en las que ella había escrito sin cuidado esa tarde soleada de febrero, se notaba el desamor, el desenfado, la violencia y la frustración de la que ella había creído, todos los días de su muerte lenta, haber sido la víctima.  Era ella la que ya no amaba más, la que ya no soportaba, la que sentía una rabia incontenible e irracional que le parecía quemar las entrañas y necesitaba expulsar en forma de charla en línea o de cualquier otra manera de fácil alcance.  Fue ella quien habló.  Fue ella quien hirió.  ¿Cómo era posible entonces, que hubiera creído durante días, semanas enteras, lo contrario? ¿Cómo era posible que en su consciente más entero fuera ella víctima y no verdugo?  Las lágrimas comenzaron a lloviznar y mojarla, hasta tornarse en una lluvia selvática. Trató de comunicarse con él, en línea, por teléfono, en persona; pero no lo consiguió; él ya no pudo más con sus constantes ataques de rabia, con la depresión continua y la necesidad de explicaciones y decidió terminar con su vida, la misma tarde soleada de febrero en la que ella, en su modo más psicótico, había escrito, otra vez, sin pensar.





 




enero 01, 2016

Fotógrafo y modelo (en 100 palabras)

Por Abraham Ramírez



Estábamos encendidos.  Le acariciaba el cabello mientras ella me apretaba entre su pelvis y la pared. Nuestros labios y manos se movían como delfines, libres en el océano.  De repente, la humedad de su lengua recorrió la orilla de mi boca y se deslizó hasta mi cuello erizándome la piel, y yo creí que era el momento correcto para desabrochar su blusa.  Ella, sin quitarme su mirada felina de encima, dio unos pasos hacia atrás y tomó mi cámara de la mesa.  Con su voz más natural y tibia me dijo: "toma, yo la desabrocho y tú haces lo tuyo"



Foto nueva del perfil

Por Abraham Ramírez



Espero que el mundo recobre su ritmo
que tu lúcida voz cese ya de pisarme
que los velos celestes maticen distinto
y espero poder
dejar de esperarte

Mañana sería demasiado temprano
te juro que puedo esperar un momento
ya no tengo palabras, ni vanos reclamos
sólo quiero paz

volverme viento

Esta antigua línea que entre dos trazamos
ya no tiene formas de volverse inicio
ya no vamos nunca a recobrar las manos
ni la libertad
ni la juventud
que en tiempos lejanos
decidimos juntos
privar de la luz