Por Abraham Ramírez
No pude más que ponerme a chillar. Así como no tuve la fuerza de impedirle a mis lágrimas que se asomaran, tampoco la tuve para decirle que no a la niña. Se casaron ese mismo año, luego, luego. Creo que en mayo o junio. Nosotros no fuimos ni invitados a la boda. No habríamos podido ir porque se casaron en la capital y no podíamos costearnos el pasaje. Tampoco teníamos de esa ropa de la que nos hubieran exigido vestir. Sobra decir que la ayuda que se nos había ofrecido nunca llegó. Jamás volvimos a ver a Jacinta. Nos escribió cartas cada mes el resto del año, pero a partir de ese diciembre no volvimos a saber nada de ella. Me gusta creer que su vida fue tan buena que prefirió no voltear para atrás, que se olvidó de nosotros porque era más saludable.
La vida siguió su curso. Con el correr de los años Pedro encontró trabajo en una tienda de abarrotes en el el centro, cerca del mercado y Luchita se empleó con una vieja enojona que vendía tortas compuestas en los portales. A Juan se le ocurrió que podía ser ayudante de un fotógrafo, pero duró como dos semanas y después regresó, corrido y decepcionado con los demás, a los merengues. Nuestros eternos merengues. Ya ni siquiera me gustaba su sabor. Después de tantos años había perdido el gusto de comerlos. Ahora Lucrecia y Marcos eran, regularmente, los que los preparaban. Salíamos a vender 'como siempre'. Todo seguía 'como siempre', molestamente rutinario, cansadamente monótono. Todo excepto nosotros. Yo tenía 32 años ya. A veces me ponía melancólico recordando a los viejos; extrañaba ser sólo un hijo.
Una noche fría y seca de otoño, cuando el viento soplaba con un vaivén desesperado; alguien tocó a nuestra puerta. Me levanté de mala gana, porque ya estaba acurrucado y entrando a un sueño relajado. Me sorprendí al ver a dos policías malencarados parados allí.
-Buenas noches- dijo uno.
-Buenas noches- contesté todavía desubicado.
-Estamos buscando al señor Marcos Ybarra, ¿se encuentra?
-Sí, sí está. Para qué lo buscan.
-Eso es cosa que a usted no lo concierne señor, lo hablaremos sólo con él- En eso apareció Marcos vestido y listo para salir, abrigado, envuelto con una capa que había sido de papá.
-¿Qué pasa hermano?- Le dije yo, un poco molesto.
-Nada, no te preocupes. Te lo explicaré todo cuando regrese.
Los de negro se rieron viéndose uno al otro y uno de ellos le hizo un gesto a Marcos para que los siguiera. Yo no quería quedarme así, con la duda; así que dejé que se alejaran un poco, jalé una cobija y los seguí de lejos. Caminamos casi 45 minutos rumbo a los suburbios de la ciudad, hacia el sur. La luna estaba molestamente brillante esa noche y permitía ver claramente. Cuando estábamos cerca de la hacienda del molino de harina se detuvieron. Uno de ellos sacó un arma. De lejos, donde yo estaba viéndolo todo, parecía un revolver. Lo apuntó a la cabeza de mi hermano. Yo estaba a punto de salir de mi escondite cuando comenzaron a reírse. También Marcos se reía. El otro agente se descolgó el fusil del hombro y lo preparó. Yo no lograba adivinar que pasaba. De pronto, los tres se treparon a los árboles a la orilla del camino, cada uno en uno propio y dejaron de hablar. Yo era casi una estatua, no me movía para nada, respiraba con bajo perfil y me seguía preguntando qué pasaba. Estuvimos así como tres horas, bueno, eso me pareció a mí, completamente en silencio... incluso creo que cabeceé algunas veces por el sueño. De repente una silueta lejana, que venía desde más al sur, se dejó ver. Caminaba en medio de la noche, con una capa negra; sobre la vereda. Un par de perros lo precedían. Alcancé a ver que el recién llegado tenía un rifle colgado hacia la espalda. Se acercaba y yo, sin saber por qué, me estaba poniendo muy nervioso, temeroso. La luna se cubrió, inoportunamente, tras de una masa de nubes espesas y todo se oscureció bastante. Veía sólo una mancha negra que se acercaba y ya se podía escuchar el jadear de los perros, tenía miedo que me olieran y descubrieran mi escondite. Me estaba poniendo muy nervioso. Me sobresalté y casi grité cuando escuché los estallidos. Desde los árboles, los policías le disparaban al tipo de los perros, pero tenían mala puntería, porque el sujeto alcanzó a apuntar su rifle y a hacer un disparo antes de sucumbir ante la artillería policíaca. Los perros dejaron de ladrar cuando se dieron cuenta de que el tipo estaba en el suelo inerte. Los policías bajaron de su escondite, revisaron el cuerpo y uno de ellos, el del revolver; le dio el tiro de gracia. Marcos no bajaba de su árbol. Yo me estaba impacientando. Los policías lo llamaron pero él no contestó.
Después de que murieran Susanita y Ezequiel; y de la desaparición de Jacinta, lo que menos pasaba por mi cabeza era perder a otro de mis hermanos. Lo más triste fue, escuchar la explicación de los policías. Marcos y uno de ellos, un tal Octavio, habían ido juntos a la escuela. Según la versión de él, Marcos le había pedido que lo dejara participar en esa emboscada porque quería saber como era ver morir a alguien. El tipo al que cazaron era un ladrón y asesino. Había una recompensa por él, vivo o muerto. El compañero de Octavio, el otro policía, conocía al sujeto; porque éste era amigo de su padre. Sabía como operaba porque entre tragos había contado todo. Ese día le tocaba robar, era luna llena y las noches de luna llena eran sus favoritas para hacerlo. Por la luz, por romanticismo, por locura. Octavio y su compañero planearon la cacería al tener una buena idea de los detalles y se lo contaron todo a Marcos, que en mala hora, quiso participar. Ni siquiera se si mi hermano pudo ver morir al delincuente, tal vez él mismo murió primero. Fue una semana larga y pesada. Como la losa de cemento que Marcos, a diferencia de Susanita y Eze, sí tuvo.
Perdí a uno más de mis niños. Con tristeza reconocí que lo más preocupante era entender que en nada los conocía. Mi hermana se casó sin que yo viera al novio más de una vez. Ahora Marcos resultó muerto por un instinto curioso que nunca le noté y por influencia de amigos que yo no sabía que tenía. ¿A caso estaba haciendo mal las cosas? Lloré como nunca. Me sentí culpable. Me sentía un extraño en mi propia casa, esa casa que era la única en la que había vivido y que ahora parecía más fría y más grande... más vacía sin Marcos.
Mmm, que triste!!!
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