Por Abraham Ramírez
El viejo se quedó un rato pasmado. Luego miró a Margarita con su ojo de búho cazador; con frialdad macabra, con plena certeza de conseguir lo que quería. Lo increíble es que sí, lo obtuvo. Margarita me pidió, con mirada tierna y compasiva, que lo soltara, le tomó el brazo al viejo y se fueron caminando juntos hasta donde el chofer los esperaba con la puerta del auto abierta. Yo me sentí terriblemente enfurecido al ver el vehículo alejarse, dejando un leve rastro de humo. Más me hubiera valido no entrometerme. Estaba descontrolado, enojado, tenía ganas de golpear a quien se me pusiera enfrente. Me encaminé hacia mi casa. Mi casa. Estaba desaparecido completamente de mi hogar, tenía abandonada mi propia vida por andar de guarura de un mujer que apenas conocía y de su hermanita gemela. Esa tarde traté con todas mis ganas de escribir algo, pero no pude concentrarme. No pude leer tampoco. Me hubiera servido de mucho hablar con Lucrecita de todo lo que había estado aconteciéndome, pero el mal humor me exigía estar solo.
A la mañana siguiente me levanté muy temprano, y ya de mejor semblante, descansado y con un café de olla muy reanimador y placentero en el estómago, me puse a hacer mis merenguitos. Traté de que fueran especiales, me recordé las palabras exactas de mamá y me la imaginé dirigiéndome en todo. Lucrecia se levantó y platicamos de muchas cosas sobre los demás hermanos, me puso al tanto de las noticias sobre Pedro y me puse muy nostálgico. Estaba tratando de pensar menos en Margarita y lo estaba consiguiendo. Hice una tanda más de merengues, a parte de nuestros pedidos convencionales, porque quería salir a vender como antes, pregonando, como me enseñó mi padre. Y así fue, después de repartir con Lucrecia me separé de ella para vender los merengues restantes. Me sentía bien. Me reencontré. Pero tarde o temprano tenía que suceder algo que me recordara a Margarita. Y es que el sonido de la sirena de las patrullas de policía no pasa desapercibido. Voló una a toda velocidad por donde yo le entregaba dos merengues a una viejita y su nietecito. Me puse intranquilo. Creo que ni siquiera les cobré. Me apresuré a llegar a mi casa, me bañé y me fui de regreso a la delegación.
Necesitaba saber lo que sucedía con Leticia. Después de todo, le prometí a Margarita que yo las ayudaría, y si ella no quería mi promesa cumplida en su persona, por lo menos trataría de ayudar a su pobre hermana. El tipo de detrás del mostrador me pasó a su oficina y me contó las nuevas, el avance del caso de Leticia.
-Se está complicando señor. El licenciado no se ha mejorado. Parecía que sí, pero hace un rato llamé a la casa de 'salú' y me lo contaron. Y pues, no está 'usté pa' saberlo ni yo debería contarle, pero aquí, los jefes, andan queriendo llevarse ya a la señorita a la 'jaula grande'.
-No me diga, así sería mucho más difícil ayudarla.
-Pues claro. Mire, si se la llevan para allá no va a haber cómo la pueda 'usté' sacar eh, yo sé lo que le digo.
-Caray, pues le agradezco mucho la información, en serio. De todos modos me pasaré por aquí mañana de nuevo, a ver qué razón me da usted.
-Bueno, pues ojalá que todo se mejore señor.
Salí y me encaminé hacia mi casa, pero se me ocurrió desviarme a la casa de Salud de los españoles, a ver si me enteraba de algo nuevo y útil. Cuando llegué me dejaron pasar fácilmente otra vez, por los ojos verde oliva. Me fui derechito y sin dudar hasta el consultorio del médico pelirrojo que tan mal me caía, toqué y una voz desde adentro me invitó a pasar.
-Ah, es usted de nuevo señor. A qué debo su visita.
-Pues mire doctor, vengo de la delegación. Ahí me informaron que el licenciado Plutarco anda mal todavía y yo vine para saber si puedo ayudar en algo. Le voy a ser franco esta vez; estoy interesado en que la señorita Leticia Rosas quede libre y mientras el licenciado siga malo eso no va a ser posible.
-Ah, ya. Bueno, le diré que yo pensé que era usted mudo. Espéreme un momento.
Se salió del consultorio. Después de aproximadamente cuarenta y cinco minutos, regresó, cerró la puerta con seguro y se sentó en su sillón giratorio que lo recibió con un rechinido. Me miró muy serio, pero con cierta complicidad.
.¿Cuál es su nombre?
-Gabino Ybarra, para servirle.
-Su nombre verdadero.
-Es mi nombre verdadero.
-Muy bien, le creeré porque tiene cara de buena persona. Así está la cosa. Le he conseguido algo invaluable. Algo tan trascendental que podría resolver el caso de su amiga inmediatamente -puso una hoja de papel en un folder de cartulina de color café oscuro y lo colocó sobre el escritorio para que yo lo pudiera ver -el licenciado sufre, a parte de la herida de la que ya sabe usted, de otra enfermedad. Constantemente necesita transfusiones. Nos es muy difícil, como hospital le hablo, conseguir donadores por el tipo de sangre de ustedes. Ahora, hablé con el licenciado y lo he convencido de que haga un trato con usted. Si usted promete, donarle sangre al licenciado, por lo menos tres veces al año, el lic. le promete a usted que va a retirar la demanda, o sea, la señorita Leticia quedaría libre. Lo único que tiene usted que hacer es firmar aquí.
Le eché una ojeada al documento. Luego otra y otra más. Parecía todo en orden y estaba a punto de echarme ese compromiso, pero se me ocurrió, no sé por qué, que podría conseguir algo más. Miré al médico seriamente.
-Dígale usted al licenciado Benítez que le prometo hasta cinco donaciones si promete nunca más buscar a la señorita Leticia.
Conseguí el trato. Después de dos días yo mismo llevé a Leticia a la terminal de autobuses. Mi hermanito Pedro, siempre bueno, le había conseguido un trabajo en la capital con los padres de un amigo suyo de la universidad. Allí podría Leticia intentar un reinicio. Había opciones, por lo menos. Fui yo quien se encargó de todo, porque después de aquella tarde en el parque, Margarita y el viejo desaparecieron.
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