abril 30, 2012

Gabino (Parte 10)

Por Abraham Ramírez


     El viejo se quedó un rato pasmado.  Luego miró a Margarita con su ojo de búho cazador; con frialdad macabra, con plena certeza de conseguir lo que quería.  Lo increíble es que sí, lo obtuvo.  Margarita me pidió, con mirada tierna y compasiva, que lo soltara, le tomó el brazo al viejo y se fueron caminando juntos hasta donde el chofer los esperaba con la puerta del auto abierta.  Yo me sentí terriblemente enfurecido al ver el vehículo alejarse, dejando un leve rastro de humo.  Más me hubiera valido no entrometerme.  Estaba descontrolado, enojado, tenía ganas de golpear a quien se me pusiera enfrente.  Me encaminé hacia mi casa.  Mi casa.  Estaba desaparecido completamente de mi hogar, tenía abandonada mi propia vida por andar de guarura de un mujer que apenas conocía y de su hermanita gemela.  Esa tarde traté con todas mis ganas de escribir algo, pero no pude concentrarme.  No pude leer tampoco.  Me hubiera servido de mucho hablar con Lucrecita de todo lo que había estado aconteciéndome, pero el mal humor me exigía estar solo.

     A la mañana siguiente me levanté muy temprano, y ya de mejor semblante, descansado y con un café de olla muy reanimador y placentero en el estómago, me puse a hacer mis merenguitos.  Traté de que fueran especiales, me recordé las palabras exactas de mamá y me la imaginé dirigiéndome en todo.  Lucrecia se levantó y platicamos de muchas cosas sobre los demás hermanos, me puso al tanto de las noticias sobre Pedro y me puse muy nostálgico.  Estaba tratando de pensar menos en Margarita y lo estaba consiguiendo.  Hice una tanda más de merengues, a parte de nuestros pedidos convencionales, porque quería salir a vender como antes, pregonando, como me enseñó mi padre.  Y así fue, después de repartir con Lucrecia me separé de ella para vender los merengues restantes.  Me sentía bien.  Me reencontré.  Pero tarde o temprano tenía que suceder algo que me recordara a Margarita.  Y es que el sonido de la sirena de las patrullas de policía no pasa desapercibido.  Voló una a toda velocidad por donde yo le entregaba dos merengues a una viejita y su nietecito.  Me puse intranquilo.  Creo que ni siquiera les cobré.  Me apresuré a llegar a mi casa, me bañé y me fui de regreso a la delegación.

     Necesitaba saber lo que sucedía con Leticia.  Después de todo, le prometí a Margarita que yo las ayudaría, y si ella no quería mi promesa cumplida en su persona, por lo menos trataría de ayudar a su pobre hermana.  El tipo de detrás del mostrador me pasó a su oficina y me contó las nuevas, el avance del caso de Leticia.
-Se está complicando señor.  El licenciado no se ha mejorado.  Parecía que sí, pero hace un rato llamé a la casa de 'salú' y me lo contaron.  Y pues, no está 'usté pa' saberlo ni yo debería contarle, pero aquí, los jefes, andan  queriendo llevarse ya a la señorita a la 'jaula grande'.
-No me diga, así sería mucho más difícil ayudarla.
-Pues claro.  Mire, si se la llevan para allá no va a haber cómo la pueda 'usté' sacar eh, yo sé lo que le digo.
-Caray, pues le agradezco mucho la información, en serio.  De todos modos me pasaré por aquí mañana de nuevo, a ver qué razón me da usted.
-Bueno, pues ojalá que todo se mejore señor.

     Salí y me encaminé hacia mi casa, pero se me ocurrió desviarme a la casa de Salud de los españoles, a ver si me enteraba de algo nuevo y útil.  Cuando llegué me dejaron pasar fácilmente otra vez, por los ojos verde oliva.  Me fui derechito y sin dudar hasta el consultorio del médico pelirrojo que tan mal me caía, toqué y una voz desde adentro me invitó a pasar.
-Ah, es usted de nuevo señor.  A qué debo su visita.
-Pues mire doctor, vengo de la delegación.  Ahí me informaron que el licenciado Plutarco anda mal todavía y yo vine para saber si puedo ayudar en algo.  Le voy a ser franco esta vez; estoy interesado en que la señorita Leticia Rosas quede libre y mientras el licenciado siga malo eso no va a ser posible.
-Ah, ya.  Bueno, le diré que yo pensé que era usted mudo.  Espéreme un momento.

     Se salió del consultorio.  Después de aproximadamente cuarenta y cinco minutos, regresó, cerró la puerta con seguro y se sentó en su sillón giratorio que lo recibió con un rechinido.  Me miró muy serio, pero con cierta complicidad.
.¿Cuál es su nombre?
-Gabino Ybarra, para servirle.
-Su nombre verdadero.
-Es mi nombre verdadero.
-Muy bien, le creeré porque tiene cara de buena persona.  Así está la cosa.  Le he conseguido algo invaluable.  Algo tan trascendental que podría resolver el caso de su amiga inmediatamente -puso una hoja de papel en un folder de cartulina de color café oscuro y lo colocó sobre el escritorio para que yo lo pudiera ver -el licenciado sufre, a parte de la herida de la que ya sabe usted, de otra enfermedad.  Constantemente necesita transfusiones.  Nos es muy difícil, como hospital le hablo, conseguir donadores por el tipo de sangre de ustedes.  Ahora, hablé con el licenciado y lo he convencido de que haga un trato con usted. Si usted promete, donarle sangre al licenciado, por  lo menos tres veces al año, el lic. le promete a usted que va a retirar la demanda, o sea, la señorita Leticia quedaría libre.  Lo único que tiene usted que hacer es firmar aquí.

     Le eché una ojeada al documento.  Luego otra y otra más.  Parecía todo en orden y estaba a punto de echarme ese compromiso, pero se me ocurrió, no sé por qué, que podría conseguir algo más.  Miré al médico seriamente.
-Dígale usted al licenciado Benítez que le prometo hasta cinco donaciones si promete nunca más buscar a la señorita Leticia.

     Conseguí el trato.  Después de dos días yo mismo llevé a Leticia a la terminal de autobuses.  Mi hermanito Pedro, siempre bueno, le había conseguido un trabajo en la capital con los padres de un amigo suyo de la universidad.  Allí podría Leticia intentar un reinicio.  Había opciones, por lo menos.  Fui yo quien se encargó de todo, porque después de aquella tarde en el parque, Margarita y el viejo desaparecieron.



abril 27, 2012

'Cristiano' viene de 'Cristo': Como niños

Por Abraham Ramírez




En Mateo 18:2-6, se registran estas palabras dichas por Jesús acerca de los niños:


Y llamando Jesús a un niño, lo puso en medio de ellos,
y dijo: 
'De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.
Así que, cualquiera que se humille como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos.Y cualquiera que reciba en mi nombre a un niño como este, a mí me recibe.Y cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno, y que se le hundiese en lo profundo del mar.'



     Llama la atención, que en una cultura donde los niños eran menospreciados, Jesús diga estas palabras sobre ellos.  En la sociedad judía en general, estando tan centrada siempre en la religión y basando su organización en esta, no había mucho lugar para los niños.  Salvo los más aptos, que eran los que se convertían en discípulos de los grandes rabinos, los demás eran educados en la familia y se les enseñaban las tradiciones y bases religiosas, pero desarrollaban el oficio familiar y sólo eso.  Entonces ¿por qué Jesús hizo esta declaración?  ¿qué características tienen los niños que deberíamos imitar?  Se me ocurren algunas.


1.  No son autosuficientes, no dependen de ellos mismos, sino de un adulto que les proporcione lo necesario para sus subsistencia y su desarrollo físico y moral.  Si nosotros dependiéramos de Dios, como un niño de sus padres, nuestra vida espiritual sería muy abundante y con tendencia a crecer todo el tiempo.


2.  No son rencorosos, los niños olvidan fácilmente los sentimientos negativos.  Yo he visto a mi hijo triste o enojado, pero asombra la facilidad con la que puede dejar esos sentimientos para regalar sonrisas y volver a sus juegos y aventuras.  Si nosotros fuéramos así, si pudiéramos olvidar lo malo en lugar de estar arrastrándolo toda la vida, tendríamos más espacio y tiempo para estar en comunión con Dios y en armonía con nuestra familia y amigos.


3.  Aprenden con facilidad, lo sabrán muy bien los que son padres y/o maestros afectuosos.  Mi hijo y yo salimos en las mañanas a caminar.  Llegamos a una tienda, le compro un jugo o alguna otra cosita y nos regresamos a la casa.  Hace unos 6 meses aproximadamente, cuando el tenía 2 años y 2 meses de edad, le dije una bomba yucateca, que me enseñó mi abuelito y yo quería pasársela a él.  Se la dije una vez un día y otra vez al siguiente y con sólo eso se la aprendió.  Le leo libros sobre animales y me hace muy feliz oírlo explicar cuantas especies de lobos hay o qué comen las ballenas.  Ahora imaginemos que nosotros tuviéramos esa disposición cuando hablamos del aprendizaje de las maravillas de Dios, de su obra redentora con nosotros.  Dios se gozaría de vernos hambrientos de conocer más sobre Él y aprender y memorizar su palabra, nosotros estaríamos repletos de conocimiento santo que nos serviría de soporte todos los días y nos ayudaría a no caer tantas veces.


4.  Son transparentes sus emociones,  no ocultan lo que sienten.  A un niño no le hace falta negar cuando está enojado, feliz, hambriento, aburrido...  Ellos viven y sienten en completa libertad.  Se me ocurre que si fuéramos tan transparentes con Dios y nuestro prójimo, como lo son los niños; habría menos malos entendidos y menos situaciones complicadas.


5.  Nunca se cansan, no paran.  A muchos nos habrá tocado alguna vez no poder seguirle el ritmo a los niños.  He escuchado muchas veces esta frase '¡Ay, dónde le quito la pila a este niño!'   y si nosotros estuviéramos siempre llenos de esa vitalidad maravillosa que muestran los niños, en nuestro 'culto razonable' viviríamos más plenamente el cristianismo y el conocimiento magnífico de  la obra de Dios.




     No sé si algún día pueda ser como niño otra vez, pero en verdad me gustaría.  Oremos y pidámosle al Señor que nos vivifique y renueve todos los días.




Señor, si me falta paciencia y amor para ser como un niño, actúa Tú en mí.  Quiero depender de Ti como de un padre amoroso y que me llames 'mi niño'.









Una vida.

Por Abraham Ramírez


     Tengo 64 años.  Estoy jubilado.  Trabajé 41 años en una secretaría de gobierno, así que tengo una pensión que me permite vivir cómodamente y sin tener que preocuparme de casi nada.  A veces me pongo a hacer planes de lo que podría hacer para invertir el dinero y ponerlo a trabajar, pero francamente me siento cansado y sin ganas de emprender otra misión que me exija sacrificar mi tiempo. Necesito mi tiempo.  Me gusta la lectura.  He leído libros encantadores que me cambian la perspectiva de la vida; que me hacen crecer.  Quisiera, algún día, escribir un libro.  Dicen que es una de las cosas que todo hombre debiera hacer antes de morir.  También me gusta el cine y tocar el clarinete; lo aprendí desde niño, porque mi viejo era músico y tocaba el clarinete en una orquesta.  Tengo un auto clásico en el garage.  Es de color azul turquesa.  Lo compré para arreglarlo porque sé un poquito de mecánica y siempre me gustaron los autos de los 50's.

     Recientemente adquirí una casa en la sierra, en un bosquecito hermoso y muy verde.  Ahí me paso por lo menos dos fines de semana al mes, pero mi plan es irme para siempre.  Ese plan lo tengo desde hace mucho, pero la verdad es que no me voy a ir hasta que tenga todas las cosas que necesito.  Todas las comodidades.  Bueno, aunque si tengo allá lo mismo que aquí, para que me voy hasta allá.  Supongo que es eso lo que me hace permanecer aquí.  A veces sueño con el mar.  Pero no quiero vivir en la playa, más bien en un bote.  Un barquito para ir a donde quiera.  Debe ser hermoso andar por ahí, a donde me lleve la marea.  Tendría todo el tiempo del mundo para escribir mi libro.

     El año pasado fui a Europa, a París.  Me encantó ese lugar.  La ciudad es hermosa, aunque tiene un aire a civilización en decadencia, a algo que fue.  Ahí conseguí un libro divino, bueno, por lo menos el diseño lo es, no le he entendido porque aún no sé francés.  Lo compré en una especie de tianguis callejero que ponen cerca del río.  Creo que ese lugar es lo que me gustó más de toda la ciudad.  También compré un disco, de vinyl.  Me encanta el sonido crujiente de esos discos.  Tiene calidez.  Ningún otro formato se me hace comparable.  Cuando pones la aguja en el disco ya sabes que algo hermoso pasará, es seguro.

  Otra cosa que me encanta hacer es fotografiar.  Sabe rico tomar fotos.  Ajustar el lente, controlar la luz, tener  un objetivo, escuchar el movimiento del obturador y conseguirlo.  Esas fotos tan sublimes donde hay múltiples enfoques me fascinan.  La verdad es que soy un tipo bastante realizado.  Nunca hice una licenciatura.  No la necesité, no me hizo falta.  Tuve lo que quise siempre.  No me puedo quejar; aunque a veces, sólo a veces... quisiera no haber envejecido solo.  Tener una mujer que me hiciera sentir amado.  Que me metiera en líos de vez en cuando.  Una mujer que creciera conmigo.  Que estuviera ahí cuando me enfermé; cuidándome.  Amándome.  La única mujer que amé se casó conmigo y después de un par de años nos divorciamos.  Con tanto trabajo me faltó tiempo para reparar lo que hubiera que reparar.  Ahora el tiempo me sobra.   Entonces me faltó valor para aceptarla, para aceptarme yo mismo;  y ahora no hay nada que me pudiera detener... nada. Ahora que no encuentro obstáculo alguno frente a mí  podría intentar recuperarla, pero murió hace dos años por cáncer.  Ni siquiera estuve ahí para cuidarla.  Para tomarle la mano...  para besarle la frente...

     Tengo 64 años.  Estoy solo.





abril 25, 2012

Gabino (Parte 9)

Por Abraham Ramírez




     Había una vez, en una ciudad con nombre de casa de ángeles, un hombre llamado Gabino.  Este, era de un tipo especial de persona, que no sabe cómo explicarse su propia vida, pero trata todos los días de hacerlo.

     Yo no sabía quién era Leticia Rosas.  De repente me di cuenta de que no tenía nada que hacer ahí.  Estaba cansado y me sentía tonto.  El viejo me miró con ojos de escopeta, de escopeta cuata, de esas de doble cañón.  Aunque uno de ellos estaba tapado por el monóculo, se alcanzaba a distinguir por detrás de este; y estaba igual de enardecido que el desnudo.
-Buenos días.. tardes... la verdad es que no conozco a la señorita Leticia Rosas.  Estuve hace un momento en la delegación y ahí me han pedido, que viniera a buscarla a usted, señorita Rosas, para avisarle que la señorita Leticia, que creo que es su hermana, está detenida desde ayer.
-¿Cómo?
-Te dije que esa muchacha iba a terminar mal.  Te lo dije, si lo sabré yo.  Conozco a las mujeres de su tipo.  Pero ni creas que te voy a dejar ir, ¡ya me imagino! permitir yo que vayas tú a esos lugares. -Dijo el viejo sin un ápice de empatía en sus palabras.  Era tan antipático el desgraciado.  Y a estas alturas yo todavía no sabía qué carambas era este señor para Margarita.
-Gracias, en verdad le agradezco mucho. -Me dijo ella con una sonrisa.  Hubiera sido suficiente con eso para mí.  Tenía la voz de terciopelo.  Y su sonrisa, aún esa manchada de angustia, era un placebo para mí espíritu cansado.
-De nada  -dije cortésmente- si hay algo más en que le pueda ayudar lo...

     No había terminado mi frase cuando el viejo tomó a Margarita del brazo y la llevó hacia adentro.  Yo me quedé unos segundos ahí, viendo como entraban en la casa.  ¿Era ya la hora de hacerme a un lado?  No sabía qué hacer.  Sólo quería estar tranquilo.
   
     Me dispuse a irme, cuando la muchacha, la sirvienta pues; me llamó.  Estaba medio escondida a la orilla de la barda, debajo de una planta de bugambilia.  Me habló detrás de la rejilla.
-Dice la niña Margarita que si podría 'asté' esperarla en el parque de enfrente de la delegación en dos horas.
-Sí, claro, dígale que con todo gusto. -Y antes de que pudiera decirle más se echó a correr como conejito y se metió, también, en la casa.

     Ahí estuve puntual y ya con el estómago más tranquilo.  Eran cerca de las tres.  Lo recuerdo porque el cielo se veía como el de ahora, manchado con una capa blanca de luz que no deja que el azul domine.  Margarita llegó con cara de preocupación casi media hora después que yo, me saludó apurada y en seguida se encaminó a la delegación.  Yo la seguí.  Cuando entramos, a todos pareció sorprenderles el gran parecido de mi acompañada con la detenida.  El sujeto de detrás del mostrador la saludó y le indicó que pasara a su oficina.  Margarita me miró, me tomó del brazo y sin decirme nada me hizo ir con ella.  En otras circunstancias, hubiera yo flotado como un tonto.
-Mire usted señorita, su hermanita... ¿es su hermanita verdá?
-Sí señor, somos hermanas.
-¡Seguro, si son idénticas!  Bueno, prosigo, su hermanita está detenida por intento de homicidio.  Según algunos testigos, trató de asesinar a su benefactor, el licenciado Plutarco Benítez.
-Pero, no puede ser, ella... -balbuceó Margarita, pero fue inmediatamente silenciada.
-No, no, si yo opino lo mismo que 'usté', pero así están las cosas.  Lo que ahorita estamos esperando es que salga el licenciado del hospital.  Parece que ya se encuentra mejor.  Cuando esté en condiciones de dar su declaración sabremos si, efectivamente, su hermanita fue o no, quien lo atacó.
-Bueno, está bien.  ¿Puedo ver a Leticia?
-Claro, si para eso la mandamos a traer con este caballero, para que hable 'usté' con ella.  Venga conmigo, la llevo a los separos.

     Pasaron cerca de quince minutos.  Margarita salió con lágrimas en sus ojos redondos.  Me dijo 'vámonos' y la acompañé.  Salimos de la delegación y cruzamos la calle.  Se sentó en una banca del parque y yo la imité.  Se quedó callada un momento y luego me contó su historia.

-Gabino, ¿si es su nombre Gabino verdad?
-Sí, ese es - le dije.
-Sí, Gabino el inventor de historias.  Ahora te contaré otra, no tan buena.  Leticia y yo somos huérfanas.  Nuestros padres murieron cuando éramos niñas y crecimos en un orfanato en la capital.  Leticia y yo siempre hemos sido muy unidas.  Yo la quiero como una madre, porque siempre cuidó de mí.  Hasta ahora lo hace.  El licenciado ese, al que quiso matar, porque sí lo hizo; es un maldito.  Hace unos años, cuando teníamos trece, mi hermanita fue visitada por él, allá en el orfanato.  A los pocos días le dijeron que preparara sus cosas porque se iba.  Por más que suplicamos y peleamos porque no nos separaran, pudimos muy poco.  Tres hombres trajeados la tomaron y la trajeron aquí, a la casa del maldito este.  Desde ese día mi hermanita ha sido burlada y ultrajada por él.  La hizo su amante a fuerza.  A mí me iban a hacer lo mismo, lo sé,  por eso escapé unos días después de que se la llevaran.  Como pude vine a aquí, pues había descubierto en las oficinas de la casa hogar, la dirección de este infeliz.  De esto que te cuento ya han pasado muchos años.  Obviamente no sabía que hacer al llegar, no tenía donde pasar la noche, así que una vez me salté a la casa donde ahora vivo, a dormir en el jardín.  Julio, ya sabes quién es, me descubrió y me prometió su ayuda cuando le conté todo.  Pero ¿sabes qué? después de todos estos años no ha hecho nada, a pesar de ser juez y tener mucha influencia.  A cambio de su ayuda me ha hecho su mujer ante todos. Yo nunca he dejado que me toque.  No lo amo.  Domitila, ya sabes, la sirvienta, me cuenta que Julio y el malnacido de Benítez siempre han sido amigos.  Yo pude ver a Leticia en una fiesta a la que me llevó Julio hace un par de años.  Servía las mesas y con ella, otras mujeres, algunas aún más jóvenes.  Logré hablarle un momentito en privado, y me contó todo lo que ha pasado la pobre.  Todas las demás que servían también estaban ahí contra su voluntad.  Algunas son huérfanas como nosotras, pero otras no.  Fueron quitadas de sus padres como pago de deudas o cosas parecidas, todas han sido violadas... -Se quedó callada un momento.  Sus lágrimas no dejaban de salir y yo sólo quería abrazarla y ser un refugio para ella.  Yo, el huérfano que crió a una prole entera, podría cuidar a una hermana más.

-Margarita, yo voy a ayudarla -le dije tomándole la mano- le prometo que haré todo lo que pueda por...

     Mientras hablaba aún, Don Julio, el viejo horrible, llegó por detrás de nosotros, levantó a Margarita del brazo y le tiró una bofetada.  Esta vez no pudo pegarle, porque yo me levanté como un relámpago de mi asiento y le detuve el brazo.  Lo tomé del cuello  y le dije:
-Nunca más le vas a poner la mano encima a Margarita.






abril 23, 2012

Gabino (Parte 8)

Por Abraham Ramírez


     Me sentí muy cansado cuando terminaron de sacar mi sangre.  Necesitaba comida, pero los doctores y enfermeras estaban muy apurados con el licenciado Benítez y no había nadie por ahí cerca.  Si hubiera estado en mejores condiciones me habría escapado de la casa de Salud sin que me vieran, o tratado al menos, pero no pude levantarme, me daba vueltas la cabeza y sentía que me iba a caer.  Cerré los ojos esperando recuperarme más rápido, o para dormir y notar menos el paso lento del tiempo.  Dormí con sueños extraños... terribles; con sueños sobre Margarita esposada, enjuiciada, encerrada...  Uno de los policías entró a la habitación y rompió mis pesadillas fríamente.

-Levántese señor, lo voy a llevar al comedor.  Necesita usted comer algo.

     Obviamente no puse objeción alguna, me ayudó a incorporarme y me acompañó hasta un salón con seis mesas, cada una con seis sillas.  Me senté y él se sentó conmigo.  Nos sirvieron un desayuno abundante y poco a poco me fui recuperando y mi cabeza dejó de girar.  El oficial no me miró ni una sola vez ni me dirigió la palabra.  Yo tampoco, en parte porque creía que si todo salía bien y el licenciado se recuperaba, me dejarían ir sin pedirme explicaciones, así que no quería recordarle que me encontraban sospechoso.  Cuando terminamos ambos de comer me llevó a una sala de espera y me pidió que me sentara.  Él se paró en la entrada y se quedó, de nuevo, sin decir nada.   Pasarían tres horas aproximadamente, cuando el doctor pelirrojo de cara molesta llegó a la salita y me pidió que lo siguiera.  El oficial también fue con nosotros.  Entramos al consultorio del médico y el oficial cerró la puerta.  
-No sé por qué se hizo pasar por familiar del Licenciado Benítez, pero gracias a usted, logramos estabilizarlo y ahora tenemos un muy buen pronóstico para él.  Creemos que se recuperará totalmente en un par de días.   Debido a esto no voy a pedirle explicaciones y le he pedido al oficial que haga lo mismo, puesto que si su intención fuera mala hubiera usted podido negarse a ayudar.  El oficial lo acompañará a la salida.

     Lo recuerdo ahora y me asombro del mutismo que abanderé, no di ni las gracias.  En cuanto me vi fuera del hospital corrí, bueno caminé a prisa hacia la delegación.  Quería saber de Margarita,  es decir, sobre Leticia Rosas.  No lo había pensado, pero si se apellidaba 'Rosas' era buena idea que su nombre no fuera 'Margarita'. Pero me había enamorado de ese nombre de flor.  Me sonaba a perfume y a música, a primavera, a campo, a tardes anaranjadas.  No me había puesto a pensar en la facha que debía tener ya, hasta que me reflejé en los cristales rectangulares de la puerta de la delegación de policía.  Llevaba dos días sin dormir en casa, ni siquiera un baño me había dado y ya tenía barba de fugitivo.  No era buena idea entrar en esas fachas a la delegación, pero no quería perder detalle.  Por fin me armé de valor y le pregunté al señor sentado tras el mostrador sobre la señorita 'Leticia Rosas'.  
-¿Es 'usté' su familiar? -me preguntó.
-No señor, sólo un conocido, pero me interesa saber si puedo ayudarla en algo.
-Pues mire, yo no soy aquí el mero, mero, pero hace un rato nos llamaron de la casa de 'Salú', y me han dicho que el afectado por la señorita está mejor, así que al parecer, la cosas no serán tan graves para ella.  El delito existe no obstante, así que tendremos que esperar a la declaración del herido.  Pero eso sí le digo, el señor es licenciado.  Si quiere amolarla la va a amolar.
-Sí.  Eso lo entiendo muy bien.  Sólo dígame una cosa más, por favor; ¿hay algo que pueda hacer por ella?
-Pues sí, avisarle a su familia.   Según nos dijo, tiene una hermana,  Supongo que usted la conoce.  Avísele  para que se mueva a tiempo.  Que le consiga ayuda legal.  
-Tiene mucho tiempo que no la veo, ¿me podría usted dar su dirección?
-A ver, déjeme ver... No, pero vaya 'usté' con el oficial de guardia, ese que está el fondo del pasillo; le dice, que yo digo, que le pregunte a la detenida la dirección de su hermana, y que se la apunte en este papelito.
-Muchas gracias señor, que tenga buen día.

     Me apresuré a hacer lo que me dijeron y en unos quince minutos tuve en mis manos la dirección.  Salí de la delegación y me fui a toda prisa a mi casa para bañarme y mejorar mi apariencia desaliñada.  No había nadie, era la hora ya en que Lucrecia estaba repartiendo los merengues.  No puse a calentar el agua, me bañé con agua helada.  Me afeité.  Me puse mi mejor ropa y fui a buscar la dirección del papel.  La dirección de la hermana de mi Margarita.

     Me tomó una media hora llegar ahí.  Era una casa muy grande, con un jardín al frente.  Había un a fuente enorme al centro de este y varios pasillos para caminar entre las flores y los árboles.  Era como un edén particular.  Me animé a tocar el timbre y desde la casa, una muchacha con traje de sirvienta caminó el largo pasillo hasta la puerta.
-Qué se le ofrece señor.
-Vengo buscando a la señora Rosas.  Traigo un mensaje de su hermana Marg... Leticia.
-A ver permítame joven.

     Regresó por el caminito largo entre el jardín y yo me quedé cerca de diez minutos esperando.  Se me hicieron eternos pensando en cómo sería la hermana de Margarita.  Cómo reaccionaría.   De repente, vi una figura conocida venir hacia la puerta.  Era el viejo del monóculo, el que había visto ya dos veces con mi Margarita.  Era el tipo al que según yo le había salvado la vida esa misma madrugada.  ¿Si ese no era el licenciado Plutarco Benítez entonces quién demonios era?  Me volvió a dar vueltas la cabeza.  ¿A quién más querría mi Margarita acuchillar sino a ese condenado?  Llegó rápidamente a la puerta, tan rápido como mi mente había echado a volar para buscar explicaciones.
-¿Usted? ¿qué desea? -Me quedé un tanto entorpecido y pausado.  Cuando por fin me di cuenta y me preparaba a contestar, mi Margarita, sí, mi Margarita; salió corriendo por el mismo lugar por donde habían venido la sirvienta y el viejo.   Llegó hasta nosotros y me dijo:
-Gabino, ¿qué pasa con Leticia? ¿la conoces?


abril 20, 2012

Despertarme

Por Abraham Ramírez


Pienso, siento.  Cierro los ojos y vuelvo a exponerlos.
Tú vienes... a veces.  A veces no te da la gana.
A veces eres un sueño solamente,
un sueño raro y perturbador con el que se entorpecen mis latidos agónicos y arrítmicos.
Una escueta caricia con sabor agridulce... pero caricia a fin de cuentas.
A veces eres un depredador que me persigue para devorarme con besos y domarme con cariños.
Si me dieras un beso por cada una de tus amargas palabras
sería el hombre más besado de la ciudad o al menos de mi colonia o de mi cuadra o de mi casa...
Me encantaría ser el hombre más besado de mi casa.
Despertarme es aceptar las posibilidades.
Es saber que puede ser, pero también que no.
Es incertidumbre.  Es deseo.
Despertarme es caminar aún a oscuras; a tientas y pasos cortos y temerosos.
Tú podrías hacer que prefiriera estar despierto que en mis sueños.
Para ti sería más fácil que respirar y mucho más trascendental que el dolor en mi camino.
Si quisieras aclarar mis días y repartirme vida con caricias
despertarme sería mi ejercicio favorito, mi pasión y mi trabajo más placentero.
Despertarme con un beso de tu humedad perfumada.
Despertarme entre tus brazos tibios y cómodos.
Despertarme porque no pudiste esperar y me atacaste dormido para amarme.
Despertarme extasiado por saber que en ningún otro lugar real o soñado,
puede haber nada mejor que ser uno contigo, que ser tu amor, amado sueño.






abril 17, 2012

Gabino (Parte 7)

Por Abraham Ramírez


     Los pajaritos habían dejado de cantar ya.  Creo que pasaban de las 10, porque el sol estaba quemándome.  Metieron a Margarita a una oficina.  Yo trataba de saber lo que sucedía, me colé de nuevo a la comandancia, pero no podía escuchar nada.  Los agentes no me permitían pasar, obviamente.  Terminaron sacándome entre dos hasta la banqueta de la calle.  Ese día no trabajé, ni comí.  Me quedé ahí esperando saber algo de mi Margarita.  Pasaron las horas, tan lentamente como el movimiento del sol, con pesadez amarga.

     Serían como las seis de la tarde, porque las urracas ya comenzaban a repletar los árboles del parque de enfrente, cuando vi que el oficial Octavio, ese que fuera 'conocido' de Marcos, llegó al lugar.  Me saludó con una cara avergonzada y yo le correspondí el saludo con una seria; pero inmediatamente pensé que él podría ser mi informante, después de todo no podría negarle nada al hermano de su 'amigo caído'.

-Oficial Octavio, necesito un favor- le dije.
- Usted dirá Don Gabino, ya sabe que si en algo le puedo ayudar, nada más me dice...
- Pues por eso.  Mira Octavio, en la mañana trajeron a una dama llamada Margarita, no sé por qué, pero quiero que tú me lo digas.  Quiero que me cuentes con lujo de detalles por qué la trajeron y cómo puedo ayudarla.
-Vamos, pero ¿la conoce usted?
-No, sí, un poco ¿me vas a ayudar o no?
-Bueno, está complicado, pero déjeme ver.  Espéreme usted allá en el parque, pero en la otra esquina,- me dijo susurrando- para que no nos vean.
-Bien, allá te espero.

     Después de casi una hora llegó Octavio al punto de reunión acordado:
-Mire Don Gabino, la cosa está así:  La única señorita que está ahí no se llama Margarita.  Su nombre es Leticia Rosas.  Está acusada de intento de homicidio; el del señor licenciado Plutarco Benítez, abogado y juez.  Nada más para que se de una idea.  Me cuentan allá adentro, que ella ha negado todos los cargos, pero nadie le cree porque todos los hechos la condenan.  Está esperando que el susodicho pueda contar su versión.
-Bueno ¿y eso cuándo pasará?
-Pues cuando el señor licenciado Benítez se recupere.  Está en 'La Casa de salud' de la sociedad española.
-Bueno, y a todo esto ¿cómo se supone que sucedió el atentado?
-No estoy bien enterado de eso, tendrá usted que esperar.
-Muy bien, gracias Octavio.  Sólo una cosa más.  ¿cuánto tiempo estará detenida aquí la señorita?
-Pues me imagino que hasta que despierte el licenciado, o hasta que se encuentren nuevos hechos que la incriminen o exoneren, vaya, que aclaren el caso.
-Sí, entiendo, gracias de nuevo Octavio.

     Me despedí y con decisión firme marché a 'La Casa de salud'.  Debía saber qué tal estaban las cosas por ahí.  Gracias a los ojos verdes que mi padre me heredó me dejaron pasar los gachupines de la entrada.  Busqué información sobre el tal Plutarco Benítez.  No estaba su nombre en el tablero de madera.  Si estaba grave, era probable que estuviera en el área de cuidados intensivos.  No había forma de saber sin preguntar, y eso era precisamente lo que no quería hacer.  Le di vueltas al asunto, hasta que una enfermera muy amable me preguntó si podía ayudarme en algo.
-Sí gracias, me gustaría saber como se encuentra mi tío, el señor Plutarco Benítez.
-Ah, pues mire, el licenciado está muy grave todavía, no conseguimos donante para él, porque, como ya debe saber usted, su tipo de sangre es muy raro, casi nadie la tiene.  Si no encontramos rápidamente un donante, no le aseguro que aguante la noche.

     Era preocupante la situación.  Estaba ya preparándome para salir y regresar a esperar en la delegación de policía, cuando la enfermera amable, acompañada de un médico de pequeña estatura y cabello colorado, me alcanzó antes de que cruzara la puerta de entrada.
-Señor, si usted es su pariente podría tener el mismo tipo de sangre que su tío ¿sabe usted qué tipo de sangre tiene?
-No señorita, no creo que alguna vez lo haya sabido.
-Pase, pase, le haremos un análisis urgente para saber.
-Bueno, está bien.

     Regresamos al hospital.  Comencé a preocuparme, porque mi mentira de que era su sobrino se descubriría de un momento a otro, por una pregunta sobre mis datos, por los auténticos familiares o por cualquier otra razón, pero valía la pena intentarlo, después de todo, si el tipo se salvaba, mi Margarita no la pasaría tan mal, por lo menos no estaría acusada de homicidio.  Me metieron a un cubículo con paredes de madera.  Era frío, o yo tenía frío tal vez, porque no había comido nada en todo el día.  Me sentía cansado.  No me había dado cuenta hasta que me recosté en la camilla.  La enfermera amable me amarró algo en el brazo y me metió una aguja.  Vi un poco de mi sangre salir y llenar un tubo.  Luego otro.  Me quedé dormido.

     Me despertó el médico ese de cabello rojo.  Entreabrí los ojos y vi su cara pecosa y desagradable.  Al lado suyo estaba un oficial de policía.

-Ya sabemos que usted no es el sobrino del licenciado.  Su conducta no puede ser más sospechosa y este oficial ha venido a detenerlo.  Lo curioso del caso es que tiene usted justamente el mismo tipo de sangre que el licenciado.  ¿Quiere usted donarla de todos modos?
-Sí. -Contesté-  Sí quiero.




abril 11, 2012

Gabino (Parte 6)

Por Abraham Ramírez


     Lo primero que escribí fue una carta.  Una carta para Margarita.  A fin de terapia me la receté; pues tenía ya un montón de cosas qué pensar y qué decirle y era muy probable que nunca volviera a verla.

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Margarita:


     Me he preguntado ya, un sin fin de veces, quién es usted y se me han ocurrido muchas más versiones a su historia que las que inventamos juntos sobre la anciana y el perrito.  Quiero que sepa que en mis más de treinta años nunca había conocido ninguna mujer que me causara este impacto.  He quedado tan intrigado que me cuesta dormir en las noches.  Tiene una facilidad increíble para inventar y una habilidad muy grande para notar detalles.  Yo creo que usted es escritora de novelas y cuentos o directora de cine.  Supongo que crea sus propios libretos, que sus favoritos son los que causan miedo y en segundo lugar los de amor desesperado y mal correspondido. 


     El señor del traje blanco me imagino que es su padre; no sólo porque así lo deseo con todas mis fuerzas, sino porque se ve entrado en los cincuenta y tantos; además de que sólo a su padre debería usted permitirle que la castigue de ese modo.  Ningún hombre debería golpear a la mujer que ama.  


     Margarita, me encantaría verla de nuevo una, dos o tres mil veces.  Es usted hermosa y tan intrigante como la luna llena medio cubierta por nubecitas pequeñas a las seis de la tarde de un día de invierno.  



Queda de usted su seguro servidor y admirador:  




                                                                                                             Gabino Ybarra




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     La doblé y la guardé en mi bolsillo, por si alguna vez veía de nuevo a Margarita, podría dársela si me atrevía, sólo dependería de eso.  Nunca había escrito una carta, pero uno de los libros de mis hermanitos, bueno, de cuando eran niños, me hizo saber el formato.  Para la ortografía, que no era algo que dominara, me compré un diccionario.  ¡Cómo había cambiado nuestra vida, que hasta para ese lujo me alcanzaba!  Ah, tener un diccionario era una maravilla.  Tantas palabras de las que desconocía su existencia, que nunca había escuchado y ahí estaban impresas frente a mí.  Y una vez que empecé a escribir, me surgió la necesidad de leer.  Me inscribí, por así decirlo, a una biblioteca pública.  Ah, que maravilla era tener tantos libros a mi alcance, tanta ciencia, tantos cuentos, tanta cultura, tanto amor en forma de poemas.  Hasta cancioneros había.  Ahora tenía que intercalar mis tardes de inventar historias con las de lectura.  Un día se me ocurrió que debía llevar mi diccionario a la biblioteca, porque en los libros encontraba palabras que no conocía y que me impedían saber con exactitud lo que el autor me quería decir.  Lo empaqué en una bolsa de papel y se fue de viaje bajo mi brazo.

     Allí íbamos felices, uno junto al otro, cuando de pronto, vi que en la acera de enfrente, Margarita y su padre-esposo iban subiendo a un auto negro, me toqué el bolsillo de la camisa y ahí estaba la carta, esperando el momento de caer en sus manos.  Si corría un poquito la alcanzaría fácilmente, pero ¿qué si de verdad ese sujeto malencarado era su esposo?  Le volvería a sonar si de la nada un tipo desconocido, en plena calle y en su presencia, le diera una carta; peor aún si después de recibida, mi carta era leída en voz alta o por él mismo.  Me quedé inmóvil.  Ellos partieron y los vi alejarse y perderse al dar la vuelta en una esquina.  Pero no fue una vista inútil del todo.  Por la escena pude notar detalles nuevos para mis deducciones sobre mi Margarita:
1. Su edad.  Era de menos de treinta y más de veinte.  Su cara era de niña y su piel se veía muy clara y tersa, pero se alcanzaban a notar algunas líneas de expresión, por debajo de la nariz y al ladito de los ojos, cosa que no se ve en las personas de menos de veinte.
2. El viejo era ricachón.  Su traje, ahora de un tono gris rata, era de casimir inglés y el auto, nuevo y de los caros, era conducido por un chofer.  Además el monóculo que usaba ahora era diferente que el de la primera vez que lo vi.
3. Margarita no podía ser su esposa.  Mientras que él vestía siempre como un político en campaña, mi doncella iba con ropa más modesta.  Por muy malo que fuera con ella, un viejo presumido nunca permitiría que su señora diera la impresión de carecer de bienes.  Pero mientras me hacía fuerte por pensar en ello, la imagen de la escena de Margarita besando al viejo vino a mi mente de nuevo y me destrulló, al menos, ese último punto de mis recién preparadas teorías.

     Continué mi camino a la casa de los libros para todos.  Ya ahí me acomodé en una mesita vieja en un rincón, mi lugar favorito para leer, desempaqué mi diccionario, lo puse a un lado y comencé a hojear un libro sobre geometría.  Qué cosas más raras decía; 'hipotenusa', 'cateto', 'teselación', 'cóncavo', 'teorema', 'Pitágoras'...  Todo eso no lo podría entender sin ayuda de un libro de geometría menos avanzada, pero por lo pronto busqué todos los significados en mi diccionario y entendí algunas cosas.  La terminología y problemas geométricos y matemáticos me dieron un poco de mareo, así que decidí que era suficiente de lectura por esa tarde y me preparé a dejar ese paraíso de los educandos, metí mi libro en su estuche fino de papel y me proponía a salir, cuando de repente, la bibliotecaria me cerro el paso:
-No puede usted sacar los libros de la biblioteca si no los registra.
-Ah, no hay problema- le dije- este diccionario es mío.
-Nada de eso señor, ese diccionario es de la biblioteca, ¡si lo sabré yo!
-No señora, este diccionario es mío, yo lo compré hace ya unos meses.- Y en eso estábamos cuando otro empleado de la biblioteca llamó a un gendarme que pasaba por ahí y me llevaron detenido.  Esa noche la viví guardado, porque ya todos los encargados de las oficinas se habían retirado, los muy sacrosantos jijos de...  Al día siguiente me dejaron en libertad porque por fin, me permitieron mandar un mensajero para que le dijera a mi hermanita Lucrecia que me trajera la nota de la compra del diccionario, se comprobó que decía la verdad y me dijeron el muy famoso 'usté disculpe'.

     Cuando ya iba saliendo y bendiciendo a las madrecitas de todos los monigotes de la comisaría, tuve la visión más extraña y dolorosa: mi Margarita, sí, mi Margarita, venía entrando a la delegación, escoltada por dos policías y con sus manitas atrapadas por unas terribles esposas.






   







abril 09, 2012

Gabino (Parte 5)

Por Abraham Ramírez


     Su nombre era Margarita.  Margarita, está linda la mar.  Margarita del campo... del prado... del parque.  Me quedé en pausa no sé cuánto tiempo.  De repente me di cuenta de que ella seguía allí, sentada a mi lado, contándome sus historias y por mi alelamiento me las había perdido.  Me concentré, dejé de imaginarme las mías propias, donde ella, de repente; se había convertido en la protagonista y estrella exclusiva.  La analicé minuciosamente mientras me contaba un cuento sobre un perrito que paseaba con su dueña:

-Ese can viejo y con ojos tristes que va allí con la anciana de cara enojada y chal de estambre, tejido en casa y de color púrpura, está triste porque su dueña acaba de enviudar.  Ella siempre maltrató a su marido porque era un hombre de pequeña estatura y complexión delgada,  y aunque siempre fue bueno con ella, el pobre no llenaba sus estándares del hombre ideal, que debía ser como su padre: grande, robusto y con bigote abundante. En fin, el problema es que ahora, que el viejo delgado descansa por fin, ella descarga su maltrato acostumbrado en el pobre perro, que tampoco es que provoque miedo o mucho respeto cuando lo miras.  Así que esos ojitos de sabueso van suplicantes de recibir pronto el descanso merecido, igual que su amo.
-¿En serio?  Yo hubiera creído que estaba triste porque la vieja cocina hígado todos los martes, y le da lo que sobra.  Él odia el hígado porque, como ya casi no tiene muelas, no puede masticarlo bien y éste le provoca dolor de panza y también insomnio.
-Bueno, pero hoy no es martes, es miércoles.  Peor aún, porque los miércoles la vieja malvada prepara para la cena caldo con huesos de su marido, al que ella asesinó en un ataque de celos y con mucha facilidad, debido a que éste estaba muy anciano y enfermo, además de que él nunca la hubiera maltratado porque la quería entrañablemente.  El perro, que de seguro se llama Bruno; fue testigo del crimen, y aunque obviamente no se come el guiso macabro, se lamenta de tener que seguir viviendo bajo el mismo techo que su ama.
-Claro, puede ser, pero ¿por qué no simplemente se escapa?
-Porque en el fondo es como yo, piensa que todavía hay algo de bondad en el corazón marchito de la anciana y quiere estar presente cuando ese matiz de luz salga y  pinte los últimos días de la vieja...

     Antes de que pudiera contestar y añadir una línea más a nuestra historia, Margarita se levantó violentamente y corrió al centro del parque, donde un hombre muy bien vestido, con traje de color blanco, bigote abundante y un terrible monóculo, la recibió con una bofetada.  Yo estuve a punto de levantarme y correr hacia allá para defenderla de ese tipo, pero ella se arrojó a sus brazos y lo besó en los labios.  Fue como un golpe en la cara para mí.

     Me fui a casa inventándome una historia tras otra sobre Margarita.  ¿Por qué no podía dejar de pensarla si acababa de conocerla? No era nada mío.  No podía amarla con tal rapidez, eso era imposible.  Margarita.  ¿A caso sería una de esas niñas ricas que besan a sus padres en la boca? ¿Ese tío tan bruto sería en verdad su padre o sería su marido? La duda me mataba.  Al día siguiente regresé a la misma hora al parque pero no vino.   Parques, plazas, atrios y hasta un cementerio y no la encontré por ningún lado.  Pasaron meses y yo no podía sacarme de la cabeza a una mujer que sólo vi un día y por sólo media hora aproximadamente.

     Había algo más que me inquietaba. Cuando Margarita explicaba aquello de que el perro tenía una esperanza extraña de que la vieja cambiaría, dijo: 'es como yo'.  Ella también esperaba eso de la gente, era paciente y creía que en todos hay algo de bien que intenta salir todo el tiempo, ¿lo esperaba de todos o sólo de ese tipo del traje blanco y el mostacho repleto?  De la nada, mi mundo se volvió Margarita.  A todas horas pensaba en ella.  Mis merengues tenían cara de Margarita.   También mis hermanos y mis clientes.  Era horrible.  Una noche decidí no pensar más en ella.  Sí, era perfecta para mí, era hermosa, tenía lindas manos, unos ojos tan encantadores y llenos de luz y además compartía conmigo mi querida afición a inventar historias, incluso con una capacidad más desarrollada y divina.  Pero Margarita, fuera quien fuera en realidad, debía salir de mi mente ya.

     Volví a mi rutina.  Todas las tardes, después de acabar con mi trabajo; me buscaba un lugar tranquilo para ver a la gente pasar e inventarles historias; poco a poco recuperé la serenidad y descubrí una nueva forma de reflejar mi hábito; comencé a escribir.