abril 11, 2012

Gabino (Parte 6)

Por Abraham Ramírez


     Lo primero que escribí fue una carta.  Una carta para Margarita.  A fin de terapia me la receté; pues tenía ya un montón de cosas qué pensar y qué decirle y era muy probable que nunca volviera a verla.

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Margarita:


     Me he preguntado ya, un sin fin de veces, quién es usted y se me han ocurrido muchas más versiones a su historia que las que inventamos juntos sobre la anciana y el perrito.  Quiero que sepa que en mis más de treinta años nunca había conocido ninguna mujer que me causara este impacto.  He quedado tan intrigado que me cuesta dormir en las noches.  Tiene una facilidad increíble para inventar y una habilidad muy grande para notar detalles.  Yo creo que usted es escritora de novelas y cuentos o directora de cine.  Supongo que crea sus propios libretos, que sus favoritos son los que causan miedo y en segundo lugar los de amor desesperado y mal correspondido. 


     El señor del traje blanco me imagino que es su padre; no sólo porque así lo deseo con todas mis fuerzas, sino porque se ve entrado en los cincuenta y tantos; además de que sólo a su padre debería usted permitirle que la castigue de ese modo.  Ningún hombre debería golpear a la mujer que ama.  


     Margarita, me encantaría verla de nuevo una, dos o tres mil veces.  Es usted hermosa y tan intrigante como la luna llena medio cubierta por nubecitas pequeñas a las seis de la tarde de un día de invierno.  



Queda de usted su seguro servidor y admirador:  




                                                                                                             Gabino Ybarra




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     La doblé y la guardé en mi bolsillo, por si alguna vez veía de nuevo a Margarita, podría dársela si me atrevía, sólo dependería de eso.  Nunca había escrito una carta, pero uno de los libros de mis hermanitos, bueno, de cuando eran niños, me hizo saber el formato.  Para la ortografía, que no era algo que dominara, me compré un diccionario.  ¡Cómo había cambiado nuestra vida, que hasta para ese lujo me alcanzaba!  Ah, tener un diccionario era una maravilla.  Tantas palabras de las que desconocía su existencia, que nunca había escuchado y ahí estaban impresas frente a mí.  Y una vez que empecé a escribir, me surgió la necesidad de leer.  Me inscribí, por así decirlo, a una biblioteca pública.  Ah, que maravilla era tener tantos libros a mi alcance, tanta ciencia, tantos cuentos, tanta cultura, tanto amor en forma de poemas.  Hasta cancioneros había.  Ahora tenía que intercalar mis tardes de inventar historias con las de lectura.  Un día se me ocurrió que debía llevar mi diccionario a la biblioteca, porque en los libros encontraba palabras que no conocía y que me impedían saber con exactitud lo que el autor me quería decir.  Lo empaqué en una bolsa de papel y se fue de viaje bajo mi brazo.

     Allí íbamos felices, uno junto al otro, cuando de pronto, vi que en la acera de enfrente, Margarita y su padre-esposo iban subiendo a un auto negro, me toqué el bolsillo de la camisa y ahí estaba la carta, esperando el momento de caer en sus manos.  Si corría un poquito la alcanzaría fácilmente, pero ¿qué si de verdad ese sujeto malencarado era su esposo?  Le volvería a sonar si de la nada un tipo desconocido, en plena calle y en su presencia, le diera una carta; peor aún si después de recibida, mi carta era leída en voz alta o por él mismo.  Me quedé inmóvil.  Ellos partieron y los vi alejarse y perderse al dar la vuelta en una esquina.  Pero no fue una vista inútil del todo.  Por la escena pude notar detalles nuevos para mis deducciones sobre mi Margarita:
1. Su edad.  Era de menos de treinta y más de veinte.  Su cara era de niña y su piel se veía muy clara y tersa, pero se alcanzaban a notar algunas líneas de expresión, por debajo de la nariz y al ladito de los ojos, cosa que no se ve en las personas de menos de veinte.
2. El viejo era ricachón.  Su traje, ahora de un tono gris rata, era de casimir inglés y el auto, nuevo y de los caros, era conducido por un chofer.  Además el monóculo que usaba ahora era diferente que el de la primera vez que lo vi.
3. Margarita no podía ser su esposa.  Mientras que él vestía siempre como un político en campaña, mi doncella iba con ropa más modesta.  Por muy malo que fuera con ella, un viejo presumido nunca permitiría que su señora diera la impresión de carecer de bienes.  Pero mientras me hacía fuerte por pensar en ello, la imagen de la escena de Margarita besando al viejo vino a mi mente de nuevo y me destrulló, al menos, ese último punto de mis recién preparadas teorías.

     Continué mi camino a la casa de los libros para todos.  Ya ahí me acomodé en una mesita vieja en un rincón, mi lugar favorito para leer, desempaqué mi diccionario, lo puse a un lado y comencé a hojear un libro sobre geometría.  Qué cosas más raras decía; 'hipotenusa', 'cateto', 'teselación', 'cóncavo', 'teorema', 'Pitágoras'...  Todo eso no lo podría entender sin ayuda de un libro de geometría menos avanzada, pero por lo pronto busqué todos los significados en mi diccionario y entendí algunas cosas.  La terminología y problemas geométricos y matemáticos me dieron un poco de mareo, así que decidí que era suficiente de lectura por esa tarde y me preparé a dejar ese paraíso de los educandos, metí mi libro en su estuche fino de papel y me proponía a salir, cuando de repente, la bibliotecaria me cerro el paso:
-No puede usted sacar los libros de la biblioteca si no los registra.
-Ah, no hay problema- le dije- este diccionario es mío.
-Nada de eso señor, ese diccionario es de la biblioteca, ¡si lo sabré yo!
-No señora, este diccionario es mío, yo lo compré hace ya unos meses.- Y en eso estábamos cuando otro empleado de la biblioteca llamó a un gendarme que pasaba por ahí y me llevaron detenido.  Esa noche la viví guardado, porque ya todos los encargados de las oficinas se habían retirado, los muy sacrosantos jijos de...  Al día siguiente me dejaron en libertad porque por fin, me permitieron mandar un mensajero para que le dijera a mi hermanita Lucrecia que me trajera la nota de la compra del diccionario, se comprobó que decía la verdad y me dijeron el muy famoso 'usté disculpe'.

     Cuando ya iba saliendo y bendiciendo a las madrecitas de todos los monigotes de la comisaría, tuve la visión más extraña y dolorosa: mi Margarita, sí, mi Margarita, venía entrando a la delegación, escoltada por dos policías y con sus manitas atrapadas por unas terribles esposas.






   







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