diciembre 24, 2013

Nunca, siempre.

Por Abraham Ramírez



     Nunca...
     Siempre...

     Hasta ahora, creo que algunas ocasiones has usado mal esas dos palabras.  Las aplicas sin restricciones al hablarme, sin saber lo que provocarás o sin que te importe aún sabiéndolo.

  • Nunca me has querido como yo a ti.
  • Siempre me quedas mal.
  • Nunca me escuchas.
  • Siempre te vas.
  • Nunca te quedas.
  • Siempre me fallas.
  • Nunca regreses.
  • Siempre es lo mismo.
  • Nunca le atinas.
  • Siempre la riegas.

     Y podría continuar con la lista, pero no es el chiste de esto que recuerdes tus frases ni que me las vuelvas a decir, sólo quería hacerte notar dos cosas:

  • Siempre, desde que te hiciste necesaria para mí; te he querido con un amor más comprometido y puntual que la puesta del sol o el fin de año.  Está allí aunque a veces no lo quieras ver o necesitar.  Aunque en ocasiones te canse o te estorbe, porque sé que cuando te aburras de ser tan dolorosamente autosuficiente, puedes querer estar conmigo, necesitarme; y me gusta estar ahí para ti.  
  • Nunca te he ignorado.  A veces trato de ser fuerte, para que tus arranques peleoneros no me duelan, pero por favor cariño, no confundas mi decisión consciente de permitirme elegir que algo me dañe o no, con ignorarte.  Nunca he querido hacerte daño.  Sé que te he hecho sentir mal sin querer, porque no soy perfecto, pero no me digas que siempre te fallo o que nunca te he querido como tú mereces.
     Nunca y Siempre son dos palabras demasiado definitivas y abarcantes, por eso preferiría no usarlas contigo.  Pero si alguna vez me viera obligado a hacerlo, quisiera que explicaran de forma exacta y sencilla lo que eres para mí, que fuera en frases tan sentidas y sinceras como estas:

  • Nunca me canso de escucharte y conocerte.
  • Siempre me gustas.
  • Nunca dejas de ser interesante.
  • Siempre logras sorprenderme.
  • Nunca dejes de ser tan admirable.
  • Siempre llenas lo que tengo vacío.
  • Nunca dejas de crecer.
  • Siempre que lees me gusta estar ahí e imaginar.

    Nunca olvides que te amo para siempre.  


     

noviembre 17, 2013

Mi día favorito.

Por Abraham Ramírez



     Ese día me desperté con el dolor más terrible.  La migraña me atacaba de nuevo, con más fuerza que nunca.  Como pude me levanté y al tratar de encender el calentador de agua, un flamazo inadvertido quemó mis pestañas y parte de la ceja izquierda.  Después de eso el gas se terminó.  Me bañé con agua fría y el dolor de cabeza se multiplicó.  Sólo había un par de calcetines limpios, los que estaban rotos y el calzón que me apretaba. Abrí el refrigerador y ya no había leche.  Me comí el cereal en seco y tomé un vaso de agua.  Al terminarlo me di cuenta que había una costra de chocolate y leche en polvo en el fondo.  Cuando me fui a peinar para salir por fin, me enteré que mi copete se había quemado también y no pude peinarme como siempre.  Tomé mi bicicleta para llegar rápido a la uni y cuando ya la había bajado los cuatro pisos que me llevaban a la planta baja del edificio, me di cuenta de que una llanta estaba ponchada.  Tuve que subirla de nuevo y luego correr tres cuadras para para alcanzar el micro-bus.  Se me fueron dos porque iban demasiado llenos.  Llegué tarde a clases.  Mi maestra de diseño básico no me dejó entrar ni me recibió la tarea que estuve haciendo hasta las 3:26 a.m .  Me presenté a la segunda clase, sólo para enterarme de que el trabajo final era en equipo y yo 'no tenía equipo'.  Me costó mucho terror psicológico conseguir uno, y fue el de los más holgazanes, por supuesto.  A la tercera y última clase del día, todos habían notado que había algo raro en mi cara y la migraña me hacía una 'huracarrana'.  Al salir de clases, fue la misma historia para conseguir entrar en el micro.  Cuando llegué a la casa, había una nota de mi mamá que me pedía hacerme de comer porque ella tenía que ir a ver a la tía Soledad; pero el refri seguía vació y mi dinero del día se me había terminado en pagar el transporte y comprar una botellita de tinta china de la fina.  Me llené con dos tacos de azúcar preparados con dos tortillas multicolor que encontré en una bolsa, detrás del 'tupper' de los chiles, al fondo del refri.  Me dormí una hora.  Cuando desperté, la migraña me atacaba con un 'RKO' fulminante.  No quise darle la victoria y decidí llevar la bicla al taller para no volver a tener que usar el odiado transporte público.  La sentí más pesada que nunca, pero ni con esos 74kg que parecía tener de más se comparaba a mi cabeza, pues juraría que llevaba un auto chevrolet modelo 50 ahí arriba.  El mecánico de las bicis me dijo que la cámara estaba rota y tenía que cambiarla.  Tuve que dejarle en prenda mi reloj 'casio illuminator', con la promesa de que me lo regresaría cuando le pagara el total.  Fui a dar unas vueltas para checar que no hubiera algún otro problema con la cleta.  Un taxi me dio un cerrón y me tiró.  Se raspó la bici y también mi codo derecho.  Ya estaba hasta el gorro de ese día, así que decidí regresar a casa y dormirme tres años, a ver si las cosas ya habían mejorado para entonces; si no, dormirme otros siete.  A un par de cuadras de llegar a casa (bueno, un par de cuadras y cuatro pisos), me pareció escuchar a una persona llorando.  Sonaba a  llanto femenino, de una niña, aunque en realidad yo no sabía mucho de nada que fuera 'femenino'.  Me frené completamente para cerciorarme de que no fuera una puntada más de mi migraña, pero ahí, detrás de un masetero con un árbol de laurel, en una esquina de la plazuela; había una persona, que lloraba de un modo que conmovía.  Como pensé que era un niñita, mi instinto de hermano mayor (y eso que soy hijo único) me hizo hablarle con mucho cariño y preguntarle que qué le pasaba, que yo la iba a ayudar en lo que fuera.  Ella lloró más fuerte y apretó la cara contra las rodillas.  Después de algunos minutos, su llanto fue menguando y luego de secarse las lágrimas y limpiarse un poco los mocos con la manga izquierda de su suéter, levantó la cara.  No era tan niña la niña.  Me miró con ojos grandes, húmedos e hinchados pero hermosos y me contó su historia:

-Hoy me levanté con un fuerte dolor de cabeza, me explotó el boiler, se me ponchó la llanta de la bici, se me hizo tarde, no pude desayunar, me asaltaron en el micro, me reprobaron en matemáticas y mi mamá no está y no hay nada de comer.  ¡¡¡Estoy harta!!!  Tengo hambre, me sigue doliendo la cabeza y ¡odio a todos!

     Volvió a llorar y esconderse en sus rodillas.  Yo le toqué la cabeza y le dije, -espérame un poquito, ahorita regreso.-  Fui casi volando con el bicicletero (y eso que el calzón me apretaba) y negociamos.  Me dio $100 pesos por el reloj luminoso.  Rodé  de regreso a toda velocidad y ella seguía allí.  Fuimos a la tortería de doña Chofi y nos comimos, cada uno, dos tortas de milanesa de pollo, sin cebolla.  La hermosa llorona Frida fue mi mejor amiga desde entonces. Hoy cumplimos cinco años de casados y a David, nuestro hijo de tres años le encanta que le cuente la historia de mi día favorito.




Quiero

Por Abraham Ramírez



Quiero darte un masaje en los pies, tocarte suave, hacer que te sientas restaurada, querida.
Quiero untarte crema perfumada, que combine a la perfección con tu aroma natural y besar cada dedito con todo el cariño y la ternura que me provocas con sólo pensarte.
Quiero darte muchos besos en el empeine, en el tobillo, en el talón, de cada piecito y en la misma cantidad, porque son celosos.

Quiero besar tus manos y tus brazos, esas herramientas que mueves todo el tiempo cuando hablas, que usas para hacer la magia que acostumbras y amo.
Quiero entrelazar mis manos con las tuyas, quiero sentir el rose de tus dedos en los míos, perturbados y serenos.

Quiero peinarte, cepillar tu lacio cabello suavemente.
Quiero que él sepa que me gusta, que amo su brillo cuando ese rayo de luz que entra por la ventana te pinta de anaranjado o de amarillo o de violeta.
Quiero que se sepa bello y admirado.

Quiero mirarte completa, porque tu forma es el motivo más hermoso de mi mundo.
Porque quiero descubrir por qué me encantas, por qué no puedo defenderme;
y quiero que me hechices de nuevo y otra vez y de nuevo y otra vez...

Quiero mirar tus ojos, porque sus reflejos tan profundos me dejan verte por dentro, aún cuando intentes que no.
Quiero besarlos y mimarlos.  Delinearlos de tu color favorito, para que te gusten tanto como a mí.

Quiero besar tu nariz, acariciarla con la mía.
Porque ella tiene una participación total en tu rostro, porque te define y te defiende, porque por ella respiras, y respirar te hace hermosa y yo amo tu hermosura.

Quiero besar la orilla de tu boca.  Donde empieza y donde acaba.
Quiero recorrer tus labios todo el tiempo, con los míos; para aprenderme de memoria su maravillosa forma.
Quiero probar tu sabor y que pruebes el mío.
Quiero hacerte sonreír y hablar, todas mis horas; que se hagan más largas para no dejar de verte y de escucharte.

Quiero verte caminar.
Quiero verte dormir.
Quiero verte jugar.
Quiero verte cantar.
Quiero verte bailar.
Quiero verte leer.
Quiero verte crecer.
Quiero verte ser tú.

Pero tú, quieres estar con él.
Con ese hombre que te trata como un ser desechable,
y yo, entonces, no puedo hacer nada más que querer no quererte.






   

noviembre 14, 2013

Gabino (Parte 24)

Por Abraham Ramírez



     El aire frío de noviembre convertía la piel de mi cara y manos en cristal.  Sentado ahí, en el parque central, mirando a medias a las personas que caminaban acurrucadas en contra del viento; me sentía solo.  No tenía fuerzas para entender.  No quería.  No podía.  Unos días antes todo brillaba con un resplandor cálido y feliz.  Ese día, sin embargo, todo era triste y desolado.  Las lágrimas apenas se asomaban por mis ojos viejos.  El vapor de mi boca tenía un color amargo y negro, y mis suspiros eran descontrolados y acompañados de repentinos escalofríos terribles.  Recordé la primera vez que descubrí a Margarita, en esa misma banca donde ahora estaba.  Recordé a la vieja agria del perrito triste.  Recordé.  De forma inevitable, mi mente corrió desbocada a mi primer encuentro con Ariadna, aquella tarde oscura en el autobús de regreso a casa.  Recorrí de nuevo esa caminata bajo la lluvia, con todos los detalles existentes.  Me di cuenta de que el frío me salía de adentro.  Quizá mi tristeza provocaba en la ciudad esa repentina tormenta de viento helado y cruel.  Nada de lo sufrido antes me dolía tanto.

     Ariadna no volvió a abrir sus ojos.  Cuando yo desperté esa mañana, adolorido por dormir sentado; lo supe antes que todos.  La manita de mi Ariadna se quedó apretando la mía, como si hubiera luchado hasta el final con todas sus ganas, como si sus últimas fuerzas las hubiera usado en aferrarse a mí.  No pudo con esa prueba tan dura.  Cuando me desperté y sentí su mano helada y tan quieta, como de madera barnizada; no pude más que llorar.  Besé su frente y sus labios; me recosté en su pecho y le dije de nuevo que la amaba.  No se oía más su corazón feliz latiendo fuerte, traspasando con sus vibraciones hasta la ropa más gruesa.  No tardaron en aparecer un par de enfermeras.  Ni siquiera pude concentrarme en lo que me dijeron, no recuerdo mucho de lo que pasó después.  Enterramos a Ariadna y a mi hijo al día siguiente, junto a mis padres, quiero decir, en la misma tumba.  Tenía el número exacto de mis difuntos en la cabeza, pero no quería decirlo.  Quería olvidarlo todo.  No tenía fuerzas para sentir.  No sabía lo que iba a ser de mí.  Me quedé huérfano de nuevo.

     Pasaron los meses.  Mi hermanita Lucrecia me llevaba de comer de vez en cuando, y me pidió que la dejara regresar a la casa para cuidarme, pero yo no quise.  Quería vivir mi dolor solo.  No tenía ganas de hablar con nadie.  La simple presencia de otras personas me ponía en un estado agresivo, me sentía culpable si dejaba de pensar en Ariadna y el bebé, por eso no toleraba a nadie que me distrajera de mi perfecto y querido sufrimiento.  Me hice viejo en poco tiempo.  ¿Cómo puede la vida ser tan oscura? ¿Por qué esa resolución de dejarme siempre solo?

     Una tarde de los primeros días de febrero tocaron a la puerta, con tal insistencia, que no pude ignorarlo como había hecho hasta entonces.  Cuando abrí, me encontré con la sorpresa de que, el muy francés de mi hermano Pedro, estaba ahí, con una gran sonrisa y una mujer y un niño pequeño, como de dos años;  acompañándolo.  Me abrazó muy fuerte y me besó, luego me presentó a su familia:
-Gabino, esta es mi esposa Margueritte y este pequeño rubio se llama Gabin. -Se acercó a mí y me dijo al oído 'en honor a ti'.  Ambos me abrazaron y me besaron también.

     Los invité a pasar y sonreí, por primera vez después de ese día. Tal vez era hora de seguir viviendo, tal vez debía encontrar de nuevo el modo de sonreír, y quizás Ariadna ya no se sentiría sola aunque yo dejara de llorar por ella.



octubre 18, 2013

Nuestra metamorfosis.

Por Abraham Ramírez



     Te dije que mañana sería tarde.  Lo es.



     Platicar contigo fue emocionante.  Tu sonrisa era el marco perfecto para la cantidad increíble de sorpresas inquietantes que salían de tu boca.  Eras muy atractiva para mí.  Me gustaba lo que hacías.  Sí, me refiero, obviamente, a tu trabajo, pero también a lo demás; todas esas actividades cotidianas en tus ratos libres.  Tus aficiones, aunque no eran las mismas que las mías, combinaban perfectamente con ellas, casi como si hubieran sido meticulosamente elegidas en un catálogo de 'actividades similares/empáticas'.  Podríamos trabajar juntos en muchos proyectos interesantes, de esos que se hacen por la simple necesidad sentimental de hacerlos.  El punto es que, desde que te vi, posibilidades infinitas cruzaron mi mente.

    Después de varios meses de convivir, se hizo obvio que había cierta atracción entre nosotros.  Pasábamos mucho tiempo juntos y cada vez lo disfrutábamos más.  Cada momento libre era seguro que estaríamos haciendo algo creativo, lo que fuera, pero siempre juntos compartiendo las ideas locas de nuestras despeinadas e inquietas cabezas.  Era inusitado para mí, después de mis desamores pasados, sentirme tan pronto aficionado a alguien y sobre todo en ese grado superlativo, pero tú sabías ya que me gustabas y yo no me interesaba en ocultártelo.

     Era jueves, estoy seguro; cuando te besé por primera vez (¿o a caso me besaste tú?), y te pregunté si querías ser la señorita que me acompañara, que me diera besos y abrazos cariñosos, que me revitalizara con su cariño constante y a quien yo cuidara y mimara con ternura del niño más noble a su querida maestra.  Dijiste que sí y me besaste (esta vez sí estoy seguro de que fuiste tú quien me besó).

     Los meses pasaron y tuvimos problemas, como todos.  Como en otras ocasiones nosotros mismos ya habíamos tenido, con otras personas con las que intentamos también ser felices; porque ¿para qué podríamos querer estar con otra persona, constantemente, si no es para ser felices?  Lo cierto es que de la nada, tal vez por descuidos de ambos; las sonrisas fueron menguando y su ausencia dio lugar a malos entendidos, a peleas... a desesperación.  Me celabas demasiado, por las cosas más tontas y por la gente más increíble.  Yo quería seguir siendo feliz contigo, pero parecía que tú te empeñabas, con todo tu ser, en que no lo fuera.  Nuestras salidas de luz ahora eran tortuosas y no había acuerdo ni para el lugar o la hora de las citas.  Te enojabas de que saliera con nuestros amigos en común si tú no estabas.  Te enojabas de que no contestara rápido el móvil (como si alguna vez lo hubiera hecho)... te enojabas de que me desconectara de facebook... te enojabas de todo...

     Lo triste es que, en mi mundo personal; pasaste de ser la 'linda compañera' a la 'tortuosa capataz'.  Extrañaba mucho tu otro modus.  Pensé que siendo tierno contigo te olvidarías de esa actitud, pero sólo conseguí, que tus arranques fueran más fuertes y terribles cuando llegaban.  Intenté ser menos cariñoso y más firme.  Sólo conseguí berrinches y escenas espantosas en lugares públicos.  Cansado de todo te invité a nuestro café favorito y te expliqué, con mis palabras más sobrias y claras, que ya estaba -hasta el cogote de esa faceta tuya, que si seguías así no podríamos estar juntos, que te quería, que extrañaba tu lado A, que mañana podría ser tarde para nosotros- pero tú, con increíble maestría, me hiciste una escena dramática y te saliste del local llorando y limpiándote los mocos, mientras todos los comensales del café me miraban con ojos acusadores, como listos para recoger piedras del suelo y cubrirme de ellas con satisfacción.  No había piedras, pero pagué la cuenta y me salí de ahí, antes de que usaran comida para vengar 'tu honra de mujer'.

     Dejé de verte por un par de semanas.  Tú escribías a diario más de una decena de indirectas 'muy directas para mí' en tu muro de facebook e iniciabas conversaciones públicas en las que sólo los tipos que querían ligarte contestaban, e interactuabas con ellos con coquetería tan empalagosa, que tuve que ocultar todas tus noticias.  Era muy triste verte así, pero lo que más me dolió fue darme cuenta de que en el punto más consciente de mi cerebro, ya estabas catalogada como una persona tóxica, nociva para mi salud emocional y en consecuencia para la física.  Dejé de buscarte.  Tú no hiciste nada por arreglar las cosas;  hasta hoy.  Esta mañana colgaste un mensaje en mi muro:  'Ya te perdoné, ¿me invitas una crepa?' En otro momento, me hubiera sentido emocionado y hubiera esperado el momento de verte y comernos juntos una de nutella, besarte, abrazarte, contarnos nuestro día; pero esta vez no me hizo efecto alguno.  Tal vez si hubieras usado otro medio, si me hubieras venido a buscar a la oficina para arreglarlo todo... si no hubieras caído tan bajo de salir con tu ex-novio, del que tanto te quejabas, llevarlo al café que descubrimos juntos y presumirlo por toda la red hasta con fotos, si no me hubieras atacado y tratado de hacer quedar mal con todos nuestros amigos; si yo no fuera tan cerebral... tal vez si en lugar de escribirme 'ya te perdoné' me hubieras escrito 'perdóname'.  Pero hoy ya no quiero más de esto.  Te quiero demasiado para verte sin ganas, para abrazarte con desconfianza.  Te dije que mañana sería tarde.  Hoy lo es.


agosto 26, 2013

Resplandece

Por Abraham Ramírez



Resplandece por todo mi entorno...
por los caminos que ando,
por los cielos que miro,
por las aguas que navego.

Resplandece como antes de tu lejanía...
por las memorias ausentes,
por el futuro añorado,
por las manos que envejecen.

Resplandece porque te quiero brillante...
porque tu luz es motivo,
porque me muevo contigo,
por tu conciencia inquietante.

Resplandece... cielo, resplandece.



agosto 23, 2013

Jueves de danza.

Por Abraham Ramírez



  Pas de deux.



     Como cada jueves por la tarde, a las seis para ser exacta, inició la función.  En el programa, bailaríamos cinco veces juntos, aunque sólo en tres tú y yo interactuaríamos íntimamente.  En 'la mar dormida', después de una hermosa secuencia de écarté - jeté grand - assemblé; terminábamos en un abrazo de un segundo apenas, pero yo podía respirar el aire jadeante que exhalabas y escuchaba tu corazón agitado y vibrante, a través de mi pecho.  ¿Cuántos latidos puedes retiñir en un segundo? ¿Cuántas veces despedir el aire encantador de tu boca?

    En los ensayos no solías ser tan perturbador, tal vez, porque no actuabas, porque tu intención no era interpretar sino afinar la sincronía y los tiempos.  Pero cada vez que salíamos al escenario, ese tú que vivía tan impactante y hermoso frente al público, me hacía admirarte de más y desataba deseos, muy explícitos, de estar contigo.

    Llevamos cinco años en la compañía.  Casi los cinco, tú y yo hemos hecho una pareja excelente.  Mientras interpretamos, ante todos los espectadores, somos una pareja abrumadora, perfecta.  Si tan sólo no tuviera que terminar.  Si la función nunca llegara a su fin.  Si no tuvieras que cambiarte rápidamente para estar con ella.  Si no hubiera, en la vida real <como en mis sueños escénicos> una prima ballerina que ajustara tan perfecto a tu respirar, a tus movimientos, a tu ritmo.




'Comparaison.'



   Como buen oficial de policía, no muy sobresaliente y ya en sus últimos años de servicio, aceptó el cambio sin objetar nada.  Nunca estuvo en lugares con mucha acción o peligro como en las películas que 'daban' en le tele, pero ser guardia del centro cultural no terminaba de gustarle.  Semana tras semana, sin querer, comenzó a escuchar música muy desconocida y exótica, a ver pinturas ilógicas y raras, y a presenciar danzas extrañas... muy extrañas para él. Cada quinto día de la semana había funciones de danza en el centro cultural, por un ciclo nombrado 'Danza para todos'.  No le gustaba mucho lo que hacían los bailarines, porque en su mayoría, eran muestras de danza contemporánea y ballet las que se ofrecían al público.  Él había bailado toda su vida, como un maestro, las cumbias y salsas en las fiestas familiares, y esto, que ahora solía mirar, no se parecía en nada.  Su eterna pareja, doña Chivis, con la que llevaba casado treinta y tres años, se movía 'como una reina' para él, y disfrutaba mucho bailar con ella. 

  Al correr de unos meses, Don Chema y su señora fueron invitados a los quince años de su sobrina Francisca. Se engalaron excelentemente y todo anduvo como en cualquier fiesta.  El vals.  La cena.  El relajo.  De repente, ya esperado por todos los alegres invitados, empezó el baile, con el acordeón solista de una cumbia maravillosa de 'los ángeles azules', el grupo consentido de los señores José María y Silvia Sánchez.  Ella, inmediatamente, como si la silla enfundada le quemara el coxis, se  levantó y comenzó a menear su rechoncho y bastante compacto cuerpo cincuentón de un lado a otro.  Giraba y sonreía mientras cerraba sus ojitos excesivamente adornados y paraba, en modo bastante gracioso, su trompita embadurnada de labial color fuschia.  En cualquier otra fiesta, Don Chema hubiera seguido a su señora inmediatamente con alegría obvia y contagiosa, pero esta vez, sin saber por qué, no pudo.  Verla ahí, con tan poca elegancia e imaginarse, él mismo de igual modo, lo perturbó.  Sin siquiera advertirlo, el sentido estético del baile de Don Chema había ido cambiando y refinándose; y ahora, muy a pesar suyo, no podía disfrutar más los bailongos familiares y los trompos, que ahora le parecían con tan poca gracia, de su mujer.




junio 20, 2013

Paisaje semi-urbano

Por Abraham Ramírez



     Como de costumbre, llegó a casa de Paula, mojado y con una sed bárbara.  Llevaba meses con una ligera contractura en el muslo derecho, pero eso no impidió, que como todos los martes, viajara media hora de su pueblo hasta la ciudad y otros quince minutos hasta su destino definitivo; en bicicleta.  Ella, le abría la puerta sin demostrar mucha efusividad, le servía una taza de café y se sentaban a charlar.  Los temas iban y venían sin discriminación, pero había una línea bien definida entre todos ellos: la música.  Se habían conocido en las clases de guitarra popular en la secundaria, pero de eso ya habían pasado varios años, tal vez por eso a ella le costaba mucho trabajo mantener el interés.

     A pesar de las constantes e ininterrumpidas visitas, cada día se hacía más obvio el malestar que causaban los martes para Paula.  Si no malestar, por lo menos pereza.  Beni (apelativo derivado de su nombre real: Benito), comenzó a darse cuenta un poco después... tal vez demasiado después.  Sus tiempos en los viajes se incrementaron.  Le costaba viajar con el peso en la razón discrepante gritándole que no debía ir, que mejor regresara, que no era buena idea dirigirse a donde no se le esperaba ya.  Sin embargo, los latidos de su corazón descabezado terminaban por impulsarlo hasta la puerta blanca, casi totalmente despintada, una y otra vez.

     Una tarde anaranjada que la lluvia había cesado temprano y la ropa humilde de Beni no estaba muy mojada, fue la primera en que, por fin, Paula mordió su espíritu.  La señora Lala salió y con gesto un tanto hipócrita, le informó que 'su niña' no estaba, le dio las buenas noches y sin siquiera ofrecerle un vaso de agua, cerró la puerta.  La escena se repitió varias semanas, aunque con actores de reparto variados: a veces Don Gerardo, en otras Laura, la hermana mayor, Alelí la hermana menor o alguna visita de la familia.  Beni estaba  un tanto abatido, pero siguió yendo, como los últimos seis años, cada martes.

     El martes 14 de agosto del año 2012,  Beni salió de su casa con una ligera llovizna como compañía.  Había decidido llevar la guitarra para hacer un último intento: una serenata vespertina.  Como no tenía estuche, su instrumento viajaba amarrado a su espalda, con un cinturón viejo de su abuelo.

-A las 6:57 p.m. Beni cruzó la vereda de San Sebastián para cortar camino y no bajar los 820 mts. de las curvas de San Fermín en la carretera federal.
-A las 7:03 p.m. recuperaba la ruta previamente abandonada y prendía el pedacito de 10 cm de la serie de navidad que había adaptado para servirle de luces de emergencia.
-7:24 p.m. Beni hacía un descenso de montaña de 456 mts. para entrar a la colonia Renacimiento.  De ahí eran sólo 10 minutos para recorrer veintidós cuadras hasta su destino.
-7:53 p.m. Beni estacionaba su bicicleta, desenfundaba su espada, es decir, su guitarra; y comenzaba, con rasgueos inseguros, una canción sobre los ojos de Paula: 'tus ojos son la cumbre de mis sueños, el aire que respiro, el cielo en que me muevo'
-7:55 p.m. Don Gerardo detenía las notas húmedas de Beni y le pedía, con voz de trueno, que no regresara más.
-8:03 p.m. Beni lloraba inconsolable en una banca de metal junto al quiosco de la colonia.
-8:07 p.m. Paula y Aldo, su nuevo novio, se besaban detrás de un árbol, casi en frente de la banquita fría de Beni.  Él los vio.
-8:09 p.m. Beni se secaba las lágrimas.  Sujetaba a su abuelo con la guitarra del cinturón... no, el cinturón con la guitarra de su abuelo... no... no sabía lo que hacía.
-8:12 p.m. El camino de regreso iniciaba.
-9:37 p.m. Beni llegaba por fin a su casa.  Se quitaba la ropa mojada.  Se daba un baño a jicarazos con agua entibiada en el anafre.  Su mamá lo regañaba por llegar tarde, como todos los martes.
-9:55 p.m. Beni se acostaba en su pequeña cama vieja.  Paula se despedía de Aldo en la puerta 'casi blanca' de su casa.
-10:30 p.m. Paula seguía despidiéndose de su amor, pero prometía seguir la charla, en facebook, más tarde.
-11:57 p.m. A Beni lo vencía el sueño.


     El miércoles 15 de agosto, por la mañana, Beni salió de su casa para ir a la universidad.  Eran 40 minutos en dirección opuesta a Renacimiento.  En el camino, su bici rechinaba como si se quejara de un dolor profundo, pero Beni, con conciencia plena, se prometía no volver a desperdiciar su tiempo y energías en relaciones unilaterales sin futuro.

     El viernes 23 de agosto, del mismo año, Beni conoció a Elsa, ella vivía en San Jacinto, desde la universidad a 1:45 hrs en bicicleta... a paso veloz.  Beni se ofreció a llevarla.  Ella dijo que no. Beni insistió, ella se negó de nuevo.  Beni volvió a insistir, casi suplicante. Por fin ella dijo que sí y todo comenzó de nuevo.






   

mayo 28, 2013

Gabino (Parte 23)

Por Abraham Ramírez



     Fueron horas demasiado largas y pesadas.  Esperando ahí, sentado, de pié, caminando, recargado en la pared, dando vueltas a la sala, luego sentado de nuevo; me sentía incompetente.  Me lamenté por no haber tenido mejor fortuna, por no haber estudiado una carrera universitaria, para ser yo mismo, el cirujano que operara a Ariadna.  Por mi mente pasaban diferentes escenas de lo que podría estar pasando allí adentro.  Me imaginé múltiples guiones, algunas veces tan fatales que tenía que cortarlos cerrando los ojos con todas mis ganas, con toda mi concentración, y así poder re-diseñarlos para que ni mi hermosa esposa ni el bebé sufrieran.  La luz de las lámparas ya me molestaba. Quería que mi espera culminara, como en las películas, con el llanto de un bebé que exige a su madre, con la nueva madre, feliz, abrazándolo y con el médico saliendo a informarle al padre que todo salió bien.  Pero mi vida completa, distaba mucho de ser 'como en las películas'.

     Después de cuatro terribles horas, al fin el médico salió, me llamó con señas al encontrarse con mi vista desesperada y en unos segundos refutó todas mis versiones de forma tajante y fría:
-Su esposa está grave.  Para el bebé fue demasiado tarde.  Ahora el problema es que, al intentar rescatar al bebé, dañamos la matriz de su esposa, tuvimos que extirparla.  Ella no podrá volver a encargar.  Lo siento mucho, pero todos sabíamos lo complicado del caso.  Si ella aguanta esta noche, con los medicamentos y algunas unidades de sangre que le pondremos, es probable que mejore.  Necesitaremos dos donadores.  ¿Qué tipo de sangre tiene usted?
   
     Es increíble la vida.  Es más increíble la muerte.  Todos quisiéramos firmar un contrato en el que alguien, pudiera garantizarnos que nuestras personas amadas no morirán antes de nosotros.  Pero nosotros podríamos ser lo más amado, para otra persona, que también firmara el contrato.  Me preocupaba mucho mi Ariadna.  ¿Se deprimiría tanto por nuestro hijo que dejaría de luchar?  ¿se rendiría?  ¿me quedaría, de repente, sin ambos?  Ya era demasiado doloroso ver como 'pasado' lo que debía ser 'futuro'.  Todos mis sueños de mí mismo siendo padre, quedaban ahí, truncados para siempre.

     Resultó que medio litro de mi sangre rara equivalía a uno completo de otras más comunes, así que basté yo como donante.  Faltaban minutos para las 3:00 a.m. cuando me permitieron, por fin, entrar a ver a mi esposa.  Ella descansaba con sedantes, en una habitación bastante fría.  Tendida allí, tan pálida y demacrada, se veía más pequeña de lo que en realidad era.  Su carita estaba transfigurada.  Sus brazos habían adelgazado tanto, que parecían de otra persona.  De alguien con mucho más edad.  Le besé la frente.  Después, besé también sus manos.  Toqué sus pies y me sorprendió lo helados que estaban.  Con caricias y besos les devolví la temperatura.  Ariadna estaba tan rendida, que ni mi tacto en sus cosquilludos pies le significó algo.  Esa noche vacía y fría, se convirtió en la más terrible de mi vida.  Incluso más dolorosa que la primera noche, después de que murió mamá y me di cuenta de que nos habíamos quedado solos.  Perder a un padre, o como en mi caso, a ambos; es muy doloroso... pero perder un hijo y no saber si también serás despojado de tu amada esposa, es algo más desgarrador.

     Puse una silla al lado de su cama y con cuidado, recargué mi cabeza junto a la suya.  Comencé a hablarle con susurros al oído, a decirle lo mucho que la amaba y que todo saldría bien, que no me dejara, que juntos hallaríamos la forma de volver a ser felices.  Ella, apretó un poco más sus ojitos cerrados y pareció dibujar una sonrisa en su hermosa carita.  Con lágrimas, tibias aún; cerré los ojos y me quedé dormido, tocando con mucha ternura su manita... llena de agujas y mangueras.





mayo 16, 2013

Odorograma (Parte 4)

Por Abraham Ramírez



     Llegó el día.  Supuse que necesitaría ayuda, así que le pedí a mi amigo Erik que se fuera a tomar una bebida francesa conmigo.  Le expliqué varias veces el plan y ambos nos vestimos como 'juniors'.  Quedamos irreconocibles, como 'gente de bien' diría mi mamá.  Llegamos a 'Le Chateu' a distintas horas.   Era muy importante no llegar juntos, porque íbamos a ocupar dos mesas diferentes, por lo menos al principio.  Cerca de las 7:00 p.m. llegó Erik, y le pidió al monigote recepcionista que le diera una mesa cerca de la esquina más profunda, un lugar estratégico desde donde se veía casi todo el restaurante, incluyendo la jardinera del centro. 7:15 en punto llegué yo y con mucha firmeza le pedí al tipo que me diera la mesita más cercana a la jardinera.  Estaba libre y el tipete no puso ninguna objeción. Me trajeron la carta.  Erik ya había pedido algo que parecía un café frappé un tanto raro.  De repente, mi compañero se paró de su mesa, y actuando como galán chafa de telenovela, me saludó.
-¡Hey, amigo, qué buena onda verte, vente para mi mesa!
Yo, haciendo gala de toda mi pericia, coloqué el dispositivo esclavo del odorograma en la jardinera, sin que nadie notara nada, y después de darle un abrazo a mi colega, lo seguí hasta su mesa.

     La primera parte del plan iba a la perfección.  El mesero llegó por la orden, se dio cuenta que me había cambiado de lugar y, tras seguirme hasta mi nuevo sitio, le pedí un café au lait.  El plan salía tal cual había sido concebido. Tan bien iba todo, que de repente me brotó un espantoso y acusador ataque de risa.  Al instante, Erik se carcajeaba también y los finos comensales se incomodaron.  Hicimos un gran esfuerzo para dejar de reírnos tanto y concentrados en nuestro café, logramos que en unos minutos se olvidara la escena. Eran 7:45 cuando decidimos que debía comenzar el espectáculo.  El lugar estaba casi lleno, si acaso algunas sillas desocupadas, pero todas las mesas estaban ya en servicio.  De un pequeño maletín de tipo ejecutivo, saqué por fin mi tablet.  Desbloqueé.  Busqué el ícono de la aplicación olorosa.  Sincronicé los dispositivos.  Abrí el programa.  Inmediatamente me dio la opción de reproducción remota y de elegir el aroma deseado en un larga y tremenda 'playlist'.  ¿Con qué atacaríamos primero?  Debía ser algo sutil, que pudiera parecer venir de algún cliente.  'Salón de secu después del recreo'.  Ese fue el aroma elegido.  Apreté el botón.    Los ricachones de las mesas más cercanas a la jardinera comenzaron a voltear a ambos lados y a ver de reojo, como buscando al culpable del molesto olor.  Era tan difícil aguantarse la risa.  El aroma se sentía ligeramente hasta nuestra mesa.  Incluso el ambiente se tornó tibio, incómodo, molesto.
Una señora alta y rubia llamó al mesero.  Discretamente le hizo saber que algo olía mal.  Mientras, nosotros abrimos la ventana para que entrara un poquito el aire.

     Bueno, segundo aroma de la noche.  El elegido:  'aliento de Susana' (después les contaré como lo grabé).  Eso ya era un poco más ofensivo.  Aumenté la intensidad, digamos que le 'subí al volúmen a la música'.  Un señor de bigote ancho y una mujer muy recatada, tal vez su esposa, se levantaron de sus sillas y se encaminaron a la caja.  Lo siguieron dos universitarios muy fresas, quejándose a voz en cuello de la peste.  Dejamos que se dispersara el aroma.  Todo el mundo estaba inquieto.  Los meseros pasaban entre las mesas como buscando al apestoso que molestaba.  Había un viejito como de ochenta años, y los meseros caminaban una y otra vez a su lado abriendo las fosas de la nariz y jalando aire profundamente.  Era demasiado para mí.  Tuve que ir al baño a reírme un poco y mojarme la cara con agua fría.   Cuando regresé, Erik se encogía para no reírse.  El viejito le gritaba insultos a uno de los meseros, después se levantó de su silla con agilidad de veinteañero y tiró su café sin querer.  Le dijo al mesero que no le iba a pagar nada y que se fuera mucho al demonio.

     Apenas iban cinco clientes tan insatisfechos y molestos como para irse del lugar.  Ahora Erik se había ido a refugiar en el baño.  Era el mommento de usar la artillería más pesada.  Me bebí lo que quedaba del café y me preparé psicológicamente. Elegí un combo-ataque.  Cinco deliciosos aromas.  Cada uno se reproduciría por tres minutos y le daría paso al siguiente, en cadenita.  !Axila de mi suegro - panza de res cociéndose - basurero del mercado - carnitas de cerdo - baño de la primaria!  Ahora sí, no parecía haber nadie sin notar la peste.  Todo el mundo comenzó a dejar sus lugares.  Los meseros no sabían qué hacer.  Justo a tiempo, Erik salió del baño, para contemplar y luego participar en el esperado éxodo.  Disimuladamente, me hinqué como para vomitar cerca de la jardinera y retiré mi  dispositivo. Íbamos saliendo todos, pero el gerente francés se paró en la puerta para impedir el paso de los enojados y asqueados clientes y suplicarles que no se fueran, que se arreglaría el problema, pero un tipo gigante le dio un golpe en la cara y el rubio franchute se cayó de pompas con la cara sangrante y atónita.  No pudo impedir que los clientes escaparan molestos y sin pagar.   El local quedó vació, salvo algunos fieles meseros que intentaban averiguar lo que había pasado.  Erik y yo nos despedimos con un abrazo, entre carcajadas, y yo fui a casa de Lore.

     No volvimos a ir a 'Le Chateu'.  Aunque sé, por algunos clientes de mi papá, que sus precios han bajado y el servicio ha mejorado, después de que el elegante restaurante fuera objeto de 'un ataque con bombas fétidas por terroristas afganos', según el periódico de mayor circulación en la ciudad.


mayo 14, 2013

Estrellita

Por Abraham Ramírez



     Mi estrellita violácea de la tarde, suplicaba por perderse un par de noches.  Me rogó que la dejara marchar.  No pude convencerla de que no era seguro, de que había mil peligros al dejar su campo celeste sin resguardo y aventurarse a un viaje, posiblemente sin regreso.  Le expliqué que sin su luz no podría dormir y que mi insomnio me dejaría muy cansado, solo y deprimido.  En vano pronuncié tales palabras, pues la pequeña lúmina emprendió el vuelo, esa misma noche, hacia el oriente.

     Pasaron días, semanas, meses... no regresó.  A diario otras estrellas maravillosas me pedían ocupar su lugar, pero yo, con la esperanza infundada de su regreso, negaba tal sitio.  Cerca de dos años estuve en penumbras.  Mis sueños fueron, casi todos, pesadillas.  Mis días, a menudo, aletargados y sin alegrías.

     Al cabo de un tiempo comencé a acostumbrarme a la oscuridad.  A la soledad.  Cambié mis noches de quimeras por largas horas de descanso profundo, sin ningún sueño o recuerdo.  Los días comenzaron a parecer mejores, y poco a poco, la vida resurgió a mi al rededor.  Sembré plantas, flores, árboles... la música se apoderó de mí.  Los colores conocidos resurgieron y conocí nuevos matices.  Dejé de extrañar.  Dejé de necesitar.  Abrí mi corazón y mi mente a fuerzas superiores y divinas.  Crecí.

     Una madrugada tranquila de junio, una caricia helada recorrió mi cara, y sobresaltado desperté del sueño más profundo.  Abrí los ojos.  Una estrella de gran tamaño, de tono anaranjado, me sonreía.  Yo, asustado, me incorporé y le pedí que se alejara.  Ella me pidió que la reconociera, que la viera bien... juró que era mi pequeña estrella, pero ¿cómo podría ser esa gigante y fría desconocida de toque extraño mi estrellita guardiana de color violeta?


   

marzo 30, 2013

Gabino (Parte 22)

Por Abraham Ramírez



     Un bebé.  Un hijo.  Me pasaba las noches enteritas soñando despierto con esa personita suave e indefensa que formaría parte de nuestra vida muy pronto.  Aunque había sido padre sustituto de mis hermanitos, esto era diferente.  Estaba demasiado emocionado.  Ya me imaginaba las canciones que le cantaría para hacerlo dormir.  Y si era una niña, le pondríamos 'Ariadna' como su hermosa y valiente madre, pero si era niño, me gustaría llamarlo 'Julio', como mi querido y admirado Julio Verne, pero no, porque era también el nombre del odiado y viejo torturador de Margarita y Leticia.  Mejor Juan, Pedro o Ezequiel, como mis hermanos o de plano Gabino, como el orgulloso padre.

     Yo andaba por las nubes, pero Ariadna seguía empeorando, porque el embarazo le estaba sentando muy mal.  Mareos, dolores, calambres, bajones de presión, insomnio, calor insoportable, vómitos, falta de apetito;  pobre de mi señorita querida.  De haberse podido, hubiera pasado a nuestro bebé a mi vientre para que mi Ariadna dejara de pasarlo tan mal, pero Dios es tan sabio que no escoge hombres para ese trabajo, no podríamos hacerlo nunca.

     La vida creciendo.  La vida formándose.  La vida decidiendo.  La vida triunfando.  Todo, dentro de una mujer.

     Mientras tanto, yo parecía andar completamente encafeinado.  No paraba.  Para todos lados iba y de todos lados venía si concentrarme y reía sin cesar.  Mis hermanitos estaban preocupados por Ariadna, pero no podían disimular su emoción por el esperado sobrinito.   Lucrecia recomenzó a tejer, ahora hermosas y delicadas chambritas, Juan compró una gran variedad de juguetes para niño y una muñequita, por si por pura mala suerte, salía niña; y Lucha compró una cunita blanca de madera con ornamentos muy bonitos de flores lilas.  Todos volábamos con la idea de un bebé en nuestras vidas.  Pero Ariadna, seguía sintiéndose mal.  Adelgazó mucho.  Sus vestidos, en lugar de írsele apretando con el paso de los meses, se iban viendo más sueltos.  No sé cuántas veces fuimos al médico en los casi siete meses que llevaba embarazada, pero no fueron pocas, pasaban con creces la docena.  Nos daba consejos detallados de cómo cuidar a mi señorita, pero aunque hacíamos todo lo recomendado, su salud no mejoraba.  Los análisis nos ofrecieron un panorama muy claro de la profunda desnutrición de Ariadna.

     Una noche calurosa le dio fiebre.  De esa que parece no bajar con nada.  La tuve que meter en una tina, de esas de lata, con agua muy fría.  Mi Ariadna lloraba y me decía que por favor la sacara ya, mientras mis lágrimas rodaban cuesta abajo sin detenerse, como si fueran una cascada eterna.  Me partía el alma verla mal.  Después de un par de horas la fiebre cedió.  A la mañana siguiente, Ariadna y yo fuimos de nuevo a consultar al médico.  Después de un examen profundo y detallado, el galeno nos explicó que el bebé no se movía.  Que era muy probable que algo malo hubiera pasado, pero que él no podía asegurarlo, que era necesario hacer análisis más a fondo para estar seguros del estado de, 'el producto', dijo.  Tuve que llevar a Ariadna a la, ya odiada para mí, casa de Salud de los españoles.  Fueron horas muy largas y lentas.  Ya entrada la noche, un médico de barba muy poblada y pelo demasiado engomado hacia atrás de color negro, salió a llamar a 'los familiares de la señora Ariadna Domínguez'.  Me levanté al instante y el médico barbón me pasó a su consultorio.  Con mucha amabilidad me dijo que el cuadro que veía no era nada esperanzador:

-El bebé está muy pequeño, cerca de 10 cm por debajo de la talla promedio -(no sé cómo se sabía eso entonces, pero se sabía)-,  está como en un letargo, es necesario sacarlo ya, para procurar que la madre pase el peligro.  Pero es muy poco probable que el bebé sobreviva.  Sin embargo, ambos están en grave riesgo si no se actúa de prisa.  Usted debe decidir, pero le sugiero que no pase de esta noche.  

     No tuve tiempo de meditarlo, sólo asentí.  Firmé unas hojas donde aceptaba estar consciente de la complicada situación y del riesgo que mi esposa e hijo corrían.  Luego de unos instantes, me permitieron pasar a ver a mi señorita.  Intenté consolarla, pero ella me sujetó las manos con las suyas y sus palabras cortaron de tajo las mías.

-Sabes que te amo Gabino.  Que me encantaría estar contigo eternamente.  Creo que he sido demasiado afortunada de pasar este tiempo a tu lado.  De haberme casado contigo.  De haber realizado mis sueños contigo.  De ser feliz contigo.  Tú me haces feliz todos los días.  Me has enseñado a vivir.  Quiero que nuestro hijo también te conozca.  Que vea la clase de persona que eres, que lo impresiones con ese amor tan grande que tienes para todos nosotros.  Por eso te pido, que si en un momento de peligro para nuestro hijo, es necesario que elijas entre los dos, lo elijas a él.  Promételo Gabino.

     Después de decirme eso Ariadna besó mis manos y volvió a decirme que me amaba.  Entraron los enfermeros y la llevaron, en camilla, al quirófano.  Yo quedé mudo, con los ojos nublados por las lágrimas, viendo los ojos adoloridos de mi querida esposa, que se alejaba, gritándome: 'Promételo Gabino'.





febrero 06, 2013

Odorograma (Parte 3)

Por Abraham Ramírez



     No bastaría con capturar los olores más desagradables y después reproducirlos en una 'playlist' exclusiva y apestosa, debía idear la forma de hacerlo a distancia.  Para eso se me ocurrió utilizar el wifi de la tablet, para ordenarle a un segundo dispositivo, tal vez un smartphone, que reprodujera el olor escogido en el tiempo idóneo.  En realidad fue algo más simple de lo que imaginé, claro después de la quebrada de cabeza que me dí para lograr que el 'odorograma' funcionara, las demás cosas me parecieron más sencillitas.  Estaba todo listo, ahora, mi inteligencia debía resolver el misterio: ¿cómo entrar al 'Le Chateau' y realizar mi venganza?

     En realidad prefiero llamarle 'castigo' o 'justicia', porque la venganza no va conmigo.  Mucho menos con Lore.  Es una linda.  Creo que fue por eso que me dio tanto coraje lo que nos hicieron, por Lore y nada más.  Yo me hubiera aguantado simplemente, pero Lorena es tan dulce y tierna que jamás debería pasar por algo así.  Me volví a enojar.  Bueno, sigo.  Muy a pesar de saber que me desfalcaría nuevamente, cuando llegó mi quincena, regresé, esta vez yo solo, al 'Le Chateau'.  La misión era planear la estrategia, desde adentro.  Esta vez, me puse el traje que usé en mi graduación y obviamente no fui en bici.  La verdad, no porque sea yo, pero me veía muy guapetón y elegante.  Lo mismo pensó el viejo payaso de la recepción, porque inmediatamente me condujo, con extrema y empalagosa cortesía, a la mesita debajo del cuadro de los enamorados, la misma mesa de la que fuimos despojados la vez anterior.  Me dio un dolor de panza traidor al percatarme, de nuevo, de que las groserías nos las hicieron por Lore.  Por su tez morena.  Por su corta estatura.  Por su extraña ropa.  Por sus zapatos de chacha. Qué triste es juzgar a las personas por la apariencia.  Qué triste y qué tonto.

     Mientras bebía muy despacio el cafecito que pedí, me di cuenta de que a esa hora, el 'Le Chateau', estaba repleto.  Noté también, que en el centro del local, había una jardinera con varias plantas y un arbolito.  Era el sitio idóneo para esconder el dispositivo remoto, porque su posición estratégica permitiría repartir, a los desprevenidos clientes, los regalos aromáticos inesperados, y el cúmulo de plantas evitaría que se descubriera, rápidamente, de dónde venían los agresivos perfumes.  Los rubios y preciosos comensales no tenían la culpa de nada, pero era necesario atacarlos a ellos para que dejaran de ir al 'Le Chateau' y así aleccionar un poco a los pesados restauranteros.  Terminé mi café, y disimuladamente, me paseé por el objetivo.  Estaba decidido.  Pagué el café más caro de mi vida y salí del odiado sitio.

     El resto de la tarde lo dediqué a la captura de aromas...

     El baño de la estación de autobuses, el olor a sudor penetrante del interior del metrobús a horas pico, el camión de la basura, el área de pescados y mariscos del mercado, el sartén mal lavado donde previamente se cocinaron huevos,  el escape de la camioneta carcachuda de mi vecino, el baño de mi casa después de que entra mi tía Chanita, la olla de frijoles quemados, el aliento de una ex, los floreros del panteón, la panza de res cociéndose en la fondita cercana a mi casa, las carnitas hirviendo en su manteca,  los pies de mi suegro, la axila de mi suegro, mi suegro completo...  Todos estos perfumes delicadamente escogidos estarían pronto surcando el ambiente exclusivo de 'Le Chateau' y mimando a sus delicados y bonitos clientes.

   

enero 07, 2013

Odorograma (Parte 2)


Por Abraham Ramírez



     Para celebrar, se me antojó llevar a mi novia a cenar, por primera (y quizás única) vez, al restaurante más fufurufo y caro de la ciudad.  Tenía ya nueve meses saliendo con ella.  Sí, lo acepto, no era la mujer con la apariencia más fina del mundo.  Su complexión era pequeña y demasiado delgada, y con frecuencia se vestía un poco rarito, hasta para mí, que soy bastante desgarbado.  Pero era linda la condenada.  Su cara estaba esculpida con una delicadeza asombrosa, con exquisitos rasgos mestizos; y cuando la lucía maquillada, con los ojitos bien delineados y unas sombras un tanto discretas, sin duda, Lorena, era la mujer más hermosa con la que yo hubiera estado.

     Quedamos de vernos en un punto cercano al restaurante.  Lore salía a las 6:00 p.m. de su trabajo como cosmetóloga en un spa para señoras desocupadas en esa misma zona.  Yo, en cambio, debía cruzar toda la ciudad en mi bici, así que calculé llegar con una media hora de anticipación a la cita; así tendría el tiempo suficiente para que mi cuerpo dejara de sentir calor y parara de sudar, y podría meterme al baño de una plaza a acicalarme y quedar como si hubiera llegado en taxi o 'limousine'.  A las 7:00 p.m. en punto, Lore me daba un beso como saludo, me tomaba del brazo orgullosa y complacida y se recargaba en mi hombro (porque hasta ahí llegaba su cabecita) mientras cruzábamos, a pasos firmes, el estacionamiento que nos separaba de la fina entrada del 'Le Chateau', un restaurante francés, que, a decir de los spots de radio, era 'el lugar más sublime de México'.

     En realidad era un lugar increíble.  Elegantísimo.  Me remonté a la época dorada de París.  Bueno, a como lo había visto en las películas.  Y como en todos los restaurantes que cobran de más, teníamos que esperar a que se nos asignara un lugar, así que eso hicimos.  El problema comenzó cuando llevábamos parados casi 15 minutos y aún no nos atendían, en cambio, otras personas más 'elegantiosas', eran introducidas cortés, y casi inmediatamente, por el pingüino alto y delgado de la entrada.  Comencé a impacientarme, lo acepto.  Decidí no esperar más y meterme 'a las vivas' con mi Lore, a una mesita para dos en un rincón muy bonito debajo de una copia, muy bien hecha, de un cuadro de Toulouse-Lautrec donde dos enamorados se besan acostados en una cama.  Le estaba yo acomodando la silla a mi señorita, cuando otro tipete, un mesero, vino a pedirme que por favor lo siguiéramos.  Sin dirigirnos la palabra, nos condujo a una mesa, afuera, en el área para fumadores, en el rincón más recóndito.  Un sitio hecho, exclusivamente, para los indeseables.  Yo odio el cigarro.  Si quisiera respirar humo mientras como, me hubiera ido a cenar taquitos de suadero en el puesto de doña Chana, a fuera de mi ex-universidad, a apenas unos pasos de la terminal de los micorbuses de la ruta 10.  Ahí hay humo 20 de 24 horas al día, pero con veinte pesos ya me siento lleno, así que me aguanto la humeada.  Pero estábamos en el 'Le Chateau', y pagaría, seguramente, una cuenta de más de quinientos pesos, una considerable diferencia para mi economía.

     No dije nada, porque Lore me vió con unos ojitos muy tiernos y pensé, bueno ¡al demonio!, respiremos tabaco elegante.  Nos trajeron la carta, después de otros 20 o 25 minutos.  Eso no lo espero ni en el puesto de las garnachas deliciosas del centro, que está siempre a reventar, pero en fin, por la sonrisita de Lore no dije nada.  El platillo más barato costaba $265 y no se nos antojaba, porque básicamente, era unos huevos revueltos.  ¡Para huevos en mi casa! pensé, pero Lore me tocó la mano con suavidad y pedí los huevitos sin chistar.  Lore ordenó para ella un 'Ratatouille', un cosa rara de verduras como berenjena y espárragos.  Supongo que lo pidió porque fue lo único que entendió o le pareció conocido del menú.  Si había sido mucho tiempo el que habíamos esperado hasta ese momento, la preparación de nuestra cena debió hacerse en alguna cocina parisina, porque fue casi una hora con veinte minutos lo que tardaron en traerla a nuestra mesa.  Lo juro, no porque esté enojado al recordarlo, pero nunca había comido cosa tan mal hecha en toda mi vida.  Estaba a punto de reclamarle al mesero, pero Lore me tocó el tobillo descubierto con el empeine desnudo de su piecito y… no, no dije nada de nuevo.  No nos ofrecieron ni un cafecito de cortesía.  El servicio fue pésimo, la comida desabrida y el ambiente hostil, sólo faltaba la cuenta.  Para cerrar con broche de oro, mi deuda pasaba de los $1300.  Me sentí abusado, robado, violado; pero Lore me dio un beso muy apretado y me dijo ‘gracias’ y no, no pude decir nada.  Pagué, salí con mi coraje reprimido y con la cartera más delgada y fui a dejar a mi agradecida novia su casa.  Su papá me regañó por llevarla 15 minutos tarde y me cerró la puerta en la nariz.  Ni siquiera pude darle un último beso.  A Lore, no a su papá.  Me tragué el coraje, regresé por mi bici, crucé de nuevo la ciudad y cansado, en mi cama, comencé a pensar cómo podría desquitarme.  Al lado mío, en mi buró, estaba mi tablet, con el dispositivo especial.  ¡Eureka! Hubiera dicho Arquímedes, si hubiera sido yo, al percatarme de que podría usar mi Odorograma para vengarme de la humillación que los desgraciados de ‘Le Chateau’ nos habían hecho...