diciembre 19, 2014

Nuestra guerra

Por Abraham Ramírez



Me duele la fragancia de tu amor perdido
el color de las nubes desteñidas
la sal es el sabor de la vida imaginaria
que después de despertar se convierte en pesadilla

Se enfrentan en un mismo corazón latiente
amor y desamor en esta cruel batalla
perenne y antigua, y gravemente siempre
perdimos los dos y no logramos nada

No quiero negarte que el mundo se acaba
no quiero olvidar el sabor del metal
que sirva la sangre para ver mañana
y que no repitamos el viento y la flama, que hoy usamos mal.


Canciones íntimas - Carolina

Por Abraham Ramírez



Cuando las tardes se vuelven frías y se hace necesaria una buena charla, una lectura enriquecedora o una sonrisa amigable, sé que puedo visitar el Café París.  La música francesa tiene un toque especial, un efecto transportador y allí siempre está puesta a un volumen perfecto (cosa que agradezco mucho).  Los clientes, en su mayoría, sostienen interesantes y divertidas charlas mientras se miran a los ojos, gracias a esas cajitas de madera en el centro de las mesas que dicen:  'Pon tu móvil aquí, la gente con la que quieres hablar, está contigo ahora mismo'.  El menú está en francés, y no lo entendería completamente sin las pequeñas letras en español que lo explican todo.  Hay un pizarrón en la entrada que siempre tiene una hermosa cita de algún francés inteligente, una diferente cada día.  El ambiente es muy amigable para leer un libro.  Este es, sin duda, uno de mis lugares favoritos en la ciudad.  Carolina, la mesera más lista que he conocido, lleva ya cuatro años sirviendo el café francés a los fieles clientes.

     La primera vez que visité el Café París, Carolina me llevó un humeante Café crème en una tacita muy pequeña.
-Feliz tarde 'monsieur', esta es un cortesía para nuestros nuevos clientes.  Espero que disfrute de este viaje al continente más hermoso del mundo.

     Me quedé gratamente sorprendido y me encantó ver a esa sonriente mujer.  Ya sabes, hay gente que de primera impresión te demuestra lo que es, como si pudiera darte, en una simple imagen, toda la información contenida en un largometraje autobiográfico.  Carolina demostraba ser amable, capaz, astuta y llena de una afición desmedida por la vida y las personas.  Con el paso de los años he aprendido mucho de ella, pero hubo una tarde en particular, en la que sus bellas cualidades de mujer amable me hicieron despertar de una larga pesadilla.

     Leía, en mi mesa favorita junto a la ventana, un libro de Ian McEwan y mis ojos se volvían un tanto inútiles por el exceso de humedad.  En un bolsillo de mi chamarra tenía guardado un anillo de compromiso.  Mi prometida (tú ya sabes quién) me lo había arrojado a la cara cuando decidió dejarme la última vez, acompañado de una de esas frases que dejan heridas internas muy profundas.  De eso ya tenía un par de años y no había vuelto a verla, sin embargo, ese libro me puso de nuevo, de cara a esa puerta gigante y dolorosa que aún no había cerrado.  No me gusta que la gente me vea llorar, así que dejé mi libro sobre la mesa y me metí en el baño para lavarme la cara y tratar de que se me pasara el mal momento, como en otras ocasiones, hasta olvidarme de él un par de semanas al menos.  Durante todo el periodo de mi involuntaria soledad, había luchado contra miles de fantasmas que me juzgaban y contra los cuales siempre perdía.  Me sentía vacío.  Me sentía perdido.  La gente cotidiana me daba los mejores consejos, pero la verdad era evidente: no quería relacionarme con ninguna otra mujer.  La vida continuó, pero había un grande y pesado bloqueo que me impedía profundizar mis relaciones con las señoritas que me gustaban.  Me mojé la cara varias veces y tomé una toallita de papel para secarme.  Cuando salí del baño, Caro estaba de pie, esperándome. Me miró con esa carita tan limpia y los ojos más nobles y verdaderos que he visto:
-¿Te acuerdas cuando leíste 'Rayuela'?
-Sí, ¿cómo podría no recordarlo?
-Pues entonces recordarás ese capítulo en el que Oliveira dice: 'No renuncio a nada, simplemente hago todo lo que puedo para que las cosas renuncien a mí' ¿verdad?
-Sí, claro.
-Y también recuerdas que Horacio, después de hacer eso, toda su vida, se suicida ¿no?
-Claro.
-Entonces ¿por qué no dejas ya de hacer que todo renuncie a ti?  No quisiera que tú también terminaras arrojándote de una ventana. - Me dio un abrazo y un beso en la mejilla y regresó a servir café.  La hermosa Carolina había usado una de mis mejores armas para desarmarme: una frase de mi admirado Cortázar y por si eso fuero poco, un abrazo y un beso.  Regresé a mi mesa y retomé mi lectura, pero lejos de entender lo que leía, mi mente recorría la escena en que Horacio Oliveira se encierra en el cuarto de aquel hospital y aún a pesar de toda su increíble capacidad mental y de toda esa gente valiosa que tenía, decide que lo único que aliviará su constante y frustrada búsqueda es la muerte.  Miré alrededor. Caro seguía sirviendo café y sonriendo como un ángel.  Los clientes también sonreían y platicaban hermosamente unos con otros.  La otra mesera, Lulú, y Felix, el de la cocina, también parecían muy felices.  Miré por la ventana y la calle estaba mojada y solitaria.  Tal vez, aunque el mundo de afuera pareciera sombrío y desierto, siempre habría pequeños lugares donde la gente sola podría no sentirse triste.   Caro me tocó el hombro y me hizo saltar:
-Salgo en media hora ¿Me acompañas a caminar bajo la lluvia?



diciembre 01, 2014

Contraste

Por Abraham Ramírez



El helado rose de tu hermoso beso
se me fue escondido entre los sueños de otro
Tus suspiros miran y despiden cielo
y mis ojos lloran en silencio y lodo

El más hermoso beso de paloma que me diste
me fue perdiendo en el grisáseo lunar de las galaxias
el oro celestial ya no resiste, ya no vale, no persiste
se vino abajo todo al reventar tu magia

Todo es nada y poco para convencerte
tu olvido me ha matado la revolución y el sueño libertado
tú...  el universo...
yo... el abismo negro del ayer que ha muerto
tú... el amor futuro más brillante y verde
yo, la luz que no brilló lo suficiente y se ha apagado.





noviembre 19, 2014

Plan de emergencia

Por Abraham Ramírez



Yo mismo le dije lo que haríamos en caso de que nos persiguiera algún perro mientras íbamos en bicicleta.  A mí ya me había sucedido, pero manteniendo la calma y acelerando sustancialmente el ritmo del pedaleo, había salido victorioso de todos los encuentros sucedidos.  Pero ella no era ni calmada ni veloz, y yo no quería imaginarme que algún endemoniado loco perro pudiera hacerle algún mal; la quería demasiado y siempre la había protegido de todo, a veces hasta de mí mismo.  El plan era simple y consistía en una estrategia de huida inteligente:  Ya que siempre voy al frente cuando transitamos juntos en bicicleta, para marcarle el paso y mostrarle las vías más cortas y rápidas, lo más seguro es que fuera yo el objetivo primario de cualquier ataque canino, por lo tanto, al ver esto, ella debía frenar y elegir una ruta de huida, dando la media vuelta y buscando otro camino o simplemente cruzando la calle y escapando por la acera de enfrente mientras el, o los canes, concentraban sus ansias asesinas en el movimiento giratorio de mis piernas o en las llantas rojas de mi bici.

     No olvido el día, porque habíamos salido de la galletera a las 7:00 p.m. como todos los jueves, y ese día, mi tía más querida estaba internada en el hospital por problemas con esa horrible enfermedad que la había atormentado durante tantos años y que el sábado 6 la llevó al descanso terrenal.  Serían las 7:20 tal vez, porque apenas cruzábamos San Francisco, al paso de ella; cuando me di cuenta de que mi luz trasera estaba fallando.  Nos detuvimos un momento cerca de El Alto y le ajusté las pilas y las terminales y quedó como nueva.  Reanudamos el recorrido con una hermosa cadencia. Al subir la pendiente siguiente en nuestra ruta, dos enormes perros, uno negro y otro blanco, salieron de detrás de un auto estacionado, y sin ladrar ni gruñir se acercaron velozmente a mí.  Cuando por fin escuché sus pasos decididos y me di cuenta de su presencia ya era demasiado tarde. Mantuve la calma y aceleré con toda mi fuerza, pero como la calle iba en subida y los vi cuando estaban a menos de un metro de distancia, no pude escapar.  Me tiraron de la bici y uno me mordió el brazo y desgarro mi chamarra favorita y después, en consecuencia, mi piel y también mi carne, mientras el otro atacaba a mi bicicleta como si le tuviera un odio muy profundo y antiguo. Ambos nos mordieron hasta que se cansaron.  Cuando se fueron meneando su peludo y sucio trasero mi corazón estaba paralizado, mi garganta seca y ronca, y mi brazo caliente, pesado y mojado.  Como pude me levanté y levanté mi bici.  Volteé hacia todos lados buscándola, pero no había más que un pequeño rastro de ella: la liga azul turquesa que sujetaba sus largos y lindos cabellos y que yo mismo le había regalado, estaba tirada y sucia a unos cinco metros del sitio del ataque.  Supuse que había seguido el plan al pie de la letra y había buscado otro camino.  Me felicité a mi mismo por haber previsto un suceso como ese.  Caminé arrastrando mi bici <porque tenía ambas llantas desinfladas> y me alejé más de mis agresores.  Me tiré en una banca del parque y saqué el móvil para llamarle y saber cómo estaba.  No contestó.  Intenté de nuevo, al menos treinta y cuatro veces más, pero no hubo respuesta y el dolor de mi brazo estaba aumentando sin control.  Tuve que irme a casa, esperando que al menos ella estuviera ya sana y salva en la suya.

    Pasaron los días.  El domingo enterramos a mi tía en el panteón de los ángeles. Lloré más de lo que pude haber creído por su dolorosa pérdida.  Dolía más adentro que afuera.  Toda mi familia y mi mundo estaban siendo sacudidos y ella no llamaba y yo no podía dejar de pensarla. Por fortuna, los dueños de los perros aquellos demostraron que sus mascotas estaban vacunadas contra la rabia y no hubo necesidad de que me vacunaran a mí también.  No recibí ni una llamada suya.  Después de un par de semanas, cuando al fin volví al trabajo, pregunté por ella.  Al fin supe que estaba bien y que había renunciado desde el lunes siguiente al ataque.  En mi locker, metida por la rendija en la orilla de la puerta, estaba una nota suya:  'Gracias por el plan de emergencia, di la media vuelta y estoy buscando caminos mejores.  Por favor ya no me busques.'

     Ese jueves 4 la vi por última vez.  Ya tiene tres años y medio que busca caminos mejores y yo espero con todo el corazón que los encuentre, porque yo sigo pasando por los mismos lugares, en la misma bici y con la misma mala suerte de entonces.





   

octubre 08, 2014

El concierto.

Por Abraham Ramírez



De pie ahí, justo en la esquina de esa calle oscura, trató de tomar la decisión correcta.  Sabía que todos se oponían a sus nuevos planes, y eso la ocupaba más de la cuenta los últimos días; sin embargo, encontrarse en ese lugar desconocido, casi a la media noche, le había hecho olvidar un poco la disyuntiva que recientemente la atormentaba.  No sabía cómo había terminado allí.  En algún momento, alguna vuelta en dirección equivocada, un pensamiento en falso, una distracción agazapada...
       Todas las calles de Coyoacán le parecían iguales, las mismas casas, los mismos árboles, las mismas rejas retorcidas.
     El concierto terminó a las 10:15 p.m. y pensó que si corría podría alcanzar el último metro, transbordar en 'Salto del agua' a la línea 1 y llegar a San Lázaro, tomar el autobús de 'Estrella roja' a las 11:00 u 11:15 y estar en casa a la 1:30 a.m. a más tardar.  Pero los planes no siempre resultan, al menos a ella no siempre le resultaban, tal vez por eso, llevaba ya un par de horas sumida en esa nueva complicación.  Decidió doblar a la derecha en la siguiente esquina y le pareció que recobraba el camino correcto porque se le hizo conocido el puente que, cuando inició el día, había pasado después del centro comercial.  Corrió con la respiración acelerada y arrítmica, y con las piernas torpes y enfermas de tedio y nervios, apretando contra su pecho la bolsita de cuero.
     Por fin encontró la estación del metro, pero sus latidos, como música africana retumbando en su cabeza, le nublaban la razón y la hacían dudar y creer correctas todas las posibilidades.  Había olvidado la ruta que debía seguir.  Todos los nombres de las estaciones se le hacían posibles vías de regreso a casa.  La terrible soledad del lugar, la tardanza del tren, el trío de malvivientes que quebraban botellas del otro lado de la vía, las luces blancas, el borracho dormido en el piso a unos metros de ella, el olor a miedo y a gente sucia y sola, las odiosas caras sonrientes de las personas congeladas de la abundante publicidad... Se recargó en la pared del andén, y cansada y desesperada se dejó caer metiendo la cabeza en las rodillas flacas.  Se rindió. Se durmió.





septiembre 03, 2014

Si.

Por Abraham Ramírez



Si vinieras.
Si no te temiera.
Si no añorara tu voz.
Si pudiera ser lluvia y besarte los pies.
Si el mundo girara horizontalmente al menos un rato.
Si las mañanas no fueran de café con leche y recuerdos tuyos.
Si mis manos no fueran dos abscesos de torpeza incontenible.
Si la luna y la mar se callaran y se fueran despacito para no notarlas más.
Si vinieras.



julio 14, 2014

De tarde

Por Abraham Ramírez



Cielo.  Destello.  Luces oblicuas
Escala de grises brillantes y fríos
derivaciones intelectuales y lógicas
matiz claro y sueño indiscriminado
Tú, las nubes, la fragancia de la hierba
El espacio lleno de ideas tuyas
Tus pasos que suenan a ritmos étnicos
Mis manos que te buscan
Tus manos que me encuentran y después me dejan
El viento helado juzgando todo
Tu cabello en acuerdo con la sentencia
Tus pasos desvaneciéndose
Tu perfume confundiéndose con el paisaje
Soledad, pobreza de espíritu
Yo...






junio 16, 2014

Besarte.

Por Abraham Ramírez



Besarte es beber tascalate frío
Después de que te alejas y me veo en tus ojos
no puedo evitar recorrer mis labios con la lengua,
me dejas un sabor a tierra mojada;
a perfume de flores de la selva,
a partículas pequeñitas de silicio anaranjado.

Besarte es morder la luna,
cenar pan de moras a las nueve de la noche,
escondidos detrás de nubes juguetonas
vestidas de gris frío y mojado y oscuro.

Besarte es brincar y dar veintisiete vueltas
hasta terminar rendido y exhausto;
sin ganas de volver a la realidad durante doscientos segundos,
al menos.
Jugar al 'avioncito', a 'stop' y declarar la guerra a mi peor enemigo:
que no quieras besarme.




junio 01, 2014

Desde la ventana

Por Abraham Ramírez



Esta mañana de domingo, el aire sopla con prisa y mese los árboles de afuera.  Juguetea entre las hojas y las ramas flexibles y dispuestas y canta arias inéditas.  Un poquito se cuela por la rendija, en esa unión de la ventana corrediza con la fija, y mueve las cortinas rayadas, en una rítmica danza matutina.  La hoja elegante que está a mi lado, se asoma dispuesta por el doblez de la tela, como queriendo salir a recibir la luz tibia del sol de las diez.  Las nubes, que hasta anoche eran abundantes y blancas, se han ido.  El azul del cielo es tan nítido y frío que recuerda momentos pasados, de noviembre quizás.  Los cables colgados en los postes también bailan, algunos con más talento que otros, supongo que depende de la soltura y la tensión, como en las fiestas.  Yo soy de los que bailan rígidos.  El rey de los gatos presume su blanco poderío caminando con la cola erguida y los ojos casi cerrados en la barda del baldío de enfrente; y los gatos grises, que se relamían hasta hace unos segundos, admiran al monarca níveo y se asombran de lo móvil de sus bigotes brillantes, sin notar que los de ellos también se mueven con el viento y que brillarían si dejaran de esconderse bajo las hojas verdes de las plantas crecientes. El aire que se mete, furtivo, juega con el vapor aromático de mi café.  Hay tanto por hacer y yo aún no consigo resistirme al encanto de ver por la ventana.  Los autos, los transeúntes, la musiquita del templo que se escucha tan lejos y tan cerca al mismo tiempo, los pajaritos con antifaz que juegan al amor, las vecinas gritonas, el par de ciclistas semi-profesionales que van en sus bicis de ruta a entrenar en el parque; todo está afuera.  Yo podría interactuar con eso, con todo lo que admiro, si tan sólo me terminara el café, me levantara de la silla y me lavara los dientes; pero tengo miedo, porque quizás cuando tenga todo lo que añoro ya no sea tan bello.  Porque puede ser que la realidad de afuera no se equipare con mi ficción y mi absurda e infantil visión de las cosas que suceden ahí.  Todo puede verse distinto después de la añoranza y de la admiración, después del café; después de la transparencia de mi ventana.


mayo 08, 2014

Pesadilla.

Por Abraham Ramírez



Son incontables las veces que has venido, en mis noches, a mi sueños, pero aún es inexplicable para mí la evolución terrible que ha tenido tu personaje; cómo te has ido transformando, de la alegría, la princesa, la esperanza y la sirena; en el verdugo, la asesina, la traición y la agonía.  Me despierto siempre cuando aún no sale el sol, con el corazón agitado y la cabeza adolorida, con los ojos llenos de miedo y la boca seca, como si hubiera estado corriendo por horas y estuviera a punto de la deshidratación; siempre contigo en la última escena de mi sueño; contigo y la maldad que llegas a izar contra mí, inesperada y horrible. Podría suponerse que, una vez despierto mi miedo termina, en unos minutos, en lo que tardo en levantarme y leer mi porción diaria de la Biblia y comenzar mis actividades cotidianas; en lo que me preparo el desayuno y enciendo el ordenador para crear.  No es así, el verte cada día en la realidad, por las tardes, es más agónico.  Es deprimente y frío comprobar que en persona eres mucho más cruel que un simple sueño, quizá, porque mi mente pequeñita y aún tontamente esperanzada no puede soñarte como en realidad eres; quizá porque tú tienes el control mayoritario de mi psicología, porque me conoces tan bien que sabes cómo, cuándo y dónde lanzar un ataque, una palabra, una mirada y lastimarme profundamente.  Sabes que te temo.  Yo también lo sé.  Entramos juntos en esta faceta de nuestra vida y me duele desesperadamente entenderlo y aceptarlo.  A veces quieres salirte y me pisoteas para hacerlo.  Luego regresas y vuelves a atropellarme para entrar.  Yo ya no sé qué hacer.  Intento mil y un cosas para mantenerme sereno y siempre firme, pero tarde o temprano me vences.  Soñarte ya no es el problema.  Es vivirte.  Es quererte.  Es esperarte.  Es conocerte.  Es esta absurda historia que arrastramos.  Es entender de golpe que todo ha sido en vano.  Es avanzar e ir dejando atrás la incertidumbre y ver todo tan claramente.  La claridad es el problema.  La nitidez.  El futuro...

     Me quedé pensando la siguiente frase; de repente entraste sin tocar y me dijiste: "¿Perdiendo el tiempo de nuevo verdad?  Sigue así, yo voy a salir y no sé a qué hora regreso".  Te marchaste sacudiendo tu hermosa cadera, mientras yo, con mis ojos más tontos, pude ver en tu preciosa y suave pierna derecha la marca de una mordida que yo no había hecho.









abril 27, 2014

Aqua 2

Por Abraham Ramírez



De en medio de mis sueños sales
debajo de la luz de mi equilibrio
de todo lo que ordena mi suspiro
del mundo de sirenas y corales.


Aqua

Por Abraham Ramírez



¿Quién eres princesa de mar y de magia:
que llueves el mundo que vive en mi ser?

¿Acaso las olas de playas distantes
revierten el curso del mundo que sueño
y nuevos colores parecen nacer?


marzo 13, 2014

Canciones íntimas - Mademoiselle

Por Abraham Ramírez





Las nubes brillaban como esparcidas cuidadosamente, con una brocha enorme, por el creador; muy altas en el cielo que aún se vestía de azul muy firme.  El viento parecía soplar en todas direcciones, cambiando de manera casi rítmica de norte a sur, de oriente a poniente.  Ese remolineo constante de aire tibio, hacía de esa tarde, un espacio dinámico que se disfrutaba mejor bajo techo, desde una silla del café 'París'.

  
     Sentado al lado de una de sus pequeñas ventanas de madera, adornada con floreros de geranios rosas y naranjas, leía un librito de una autora cubana, que cuenta la historia de una mujer atormentada que se presume escritora sin serlo, al menos hasta el capítulo diecinueve.  Me bebía un expresso mientras veía como se mecían los tres laureles de la calle, y las nubes, sin embargo; parecían estar demasiado arriba para ser tocadas por esos giros bailarines.  La música ambiental del lugar, en ese momento, presumía canciones hermosas de Édith Piaf.  En la mesa de enfrente, una viejecita de aspecto elegante y el cabello teñido de color chocolate tarareaba 'la vie en rose', con tanta soltura y entrega, que me hacía recordar a la intérprete original, sólo que con una cara mucho más amable y feliz.  Yo no lo había notado, por estar concentrado en el libro y en mi estudio del viento; pero mi mesera de turno, me hizo saber que esa era la cuarta canción que era cantada al unísono con Piaf, por aquella hermosa anciana.  Cerré el libro y observé.  La mujer cantó otro par de canciones.  Ahora, curioso, me di cuenta de que no era un tarareo, sino la letra exacta, en francés.  Cuando la sección de Piaf terminó, y se escuchó una canción un poco más moderna en los pequeños altavoces del local; la bella 'Mademoiselle', como decidí llamarla, pidió la cuenta, pagó y se marchó con la obvia debilidad de alguien que pasa de los ochenta, pero con la elegancia de la juventud pasada.  Desde mi ventana la vi alejarse, más rápido de lo que esperaba.  Caro, la mesera (de la que podría hablarte después) me contó que como aquel día, los martes a las 5:00 p.m. era la hora de Edith Piaf en el café 'París';  y que desde hacía un par de meses, 'Mademoiselle' tomaba un café au lait y cantaba hasta las 6:00 p.m.

     Fue inevitable regresar al lugar al siguiente martes.  Lloviznaba.  El cielo estaba teñido de blanco triste.  A las 4:57 p.m. 'Mademoiselle' hizo sonar la campanita de la puerta y entró.  Esta vez yo estaba sentado en su mesa, con la más descarada intención de provocar un encuentro, uno breve al menos.  Su cara fue de asombro al verme ahí, al principio; después con total amabilidad me pidió sentarse en 'mi mesa'.  Me levanté y con gentileza le acomodé la silla estacionada frente a la mía.  Le sonreí y me sonrió.  Vino Carolina y le tomó la orden: un café au lait, corazón,  s'il vous plaît.  Yo ordené lo mismo.  'Mademoiselle' sonrió con ternura y emoción cuando el piano dulce y ese acordeón maravilloso de 'la foule' rompieron el silencio del lugar.  Me asombré al descubrir que yo conocí esa canción por la adaptación bárbara de Margarita, la diosa de la cumbia.  Me gustó más esta recién descubierta versión.  El arreglo y la orquestación eran geniales.  'Mademoiselle' cantó la canción completa, con todo y esas 'grrrr' arrastradas que a mí me divierten, pero al mismo tiempo me encantan.  Cuando la canción terminó, con ese acorde majestuoso y brillante; intenté comenzar un diálogo con 'Mademoiselle'; pero Caro trajo el café y mi compañera de mesa dio las gracias y comenzó a cantar 'Mon dieu' sin ninguna contemplación.  Me di cuenta de que ella iba a cantar con Piaf, sin importarle quien estuviera o no, ahí.  Me dejé maravillar por su excelente pronunciación y por su exacta entonación, aún mientras bebía el líquido quemante.  Inteligentemente, yo no llevé libro esa tarde.  Me acompañaron, mi tabla de dibujo y mis lápices.  Comencé a trazar a 'Mademoiselle' en una hoja blanca, mientras ella cantaba 'Les feuilles mortes'.  Yo conocí esa canción en un disco de vinil de mi papá, tocada magistralmente por Roger Williams y su piano mágico.  Cuando dieron las 6:00 p.m.  'Mademoiselle'  me dio una sonrisa y me dijo: Monsieur, bon après-midi.  Se levantó de la silla y tomó su paraguas.  Yo me atreví a pedirle que me dejara acompañarla.  Me dijo que sí.  Me tomó del brazo y de la mano y me entregó el paraguas para que nos cubriéramos de las pequeñas gotas juntos.

     'Mademoiselle' nació en Puebla el 27 de marzo de 1927, unos minutos antes que su hermana.  Su padre fue nombrado embajador en 1931  y llevó a su familia a vivir a París.  Papá, mamá y dos hijas mellizas,  Carmina y Graciela.  En el año 1936, Don Andrés Rodríguez de Luján murió en París debido a una bronquitis muy severa.  Su viuda, la señora Luz Bernal; se quedó a vivir en la ciudad y se casó con un fracés en el año 1940.  Jean Paul Mercier fue un buen padre para las niñas.  Carmina, alias 'Mademoiselle', se quedó a vivir en un departamento de París, cuando su padrastro falleció en un accidente automovilístico y su madre y hermana decidieron regresar a México en 1957. Cuenta que estuvo presente en el último recital que Edith Piaf diera en París, antes de su muerte en 1963.  Lloró amargamente cuando supo la noticia.  Luz Bernal murió en Puebla en 1964, pero Carmina no pudo viajar a México, por falta de francos.  Nunca se casó, porque su único amor se suicidó arrojándose en las vías del tren.  A pesar de conocer el móvil de la muerte ella le fue fiel y no dejó de amarlo nunca.  Trabajó en un café todos los años fuertes de su vida parisina.  Se jubiló en 1987 y vivió con una humilde pensión y en el mismo departamento hasta que decidió regresar a México por la noticia del deterioro grave en la salud de su hermana Graciela el año pasado.

     Los hijos de Graciela decidieron internar a 'Mademoiselle' en un asilo para ancianos a principios de 2013.  Yo seguí visitándola con la mayor frecuencia posible.  Disfruté de sus hermosas historias y de las más dulces charlas,  hasta que a principios de marzo, a unos días de cumplir los ochenta y seis, Carmina Rodríguez Bernal, murió sola, en un sillón de su habitación, una tarde de llovizna con un cielo color blanco triste.   Puedo asegurar que cantaba algo de Piaf.

 Canta 'Mademoiselle', canta y sonríe.





marzo 12, 2014

Vacío.

Por Abraham Ramírez



Me parece tan lejano el día de encuentro
tú y el  mundo, tú y el cielo descubierto y bello
los colores y perfumes de la tarde tibia
los sonidos y las frases del ayer eterno
¿cuándo fue que te volviste fría?
¿antes o después de que dejara en ti la vida entera;
esa vida que hoy desprecias tanto, tanto,
que ignoras y mancillas sin ninguna pena?

Pude sólo darte la costilla para que vivieras
pero no bastaba algo tan simple para tu existencia
por ello te entregué cabeza y corazón, brazos y piernas;
y me pides más por parecerte poco lo que con amor perfecto te obsequié.
Pero ¿sabes mi amor? no me arrepiento
porque al darte todo me quedé vacío,
y donde había latidos hoy se escucha el eco
sonoro y perpetuo del amor de ayer.


febrero 07, 2014

Canciones íntimas - Susana

Por Abraham Ramírez



Susana era una mentirosa.  Uso el verbo en pasado, no porque Susana haya muerto ya o porque este sea uno de esos cuentos moralistas impersonales o algo parecido.  Digo 'era' porque la última vez que la vi me dijo que ya no mentía, y siendo, yo mismo, un fiel creyente (y practicante asiduo) de que, una vez que reconoces tus miedos, defectos y manías, tienes el derecho y la obligación de luchar con amoroso valor hasta librarte de ellos, para crecer y ser mejor; no puedo negarme a creerle.

     No recuerdo bien el día, mes ni año en que nos conocimos, sólo sé que la primera vez que platicamos a solas, le creí  fácilmente todo lo que me contó, y no es que yo ande por ahí dudando de la gente y verificando la veracidad de sus relatos, es que Susana tenía un don natural para que los demás creyéramos, a la primera, todo lo que decía.  No sé si era su modo infantil de hablar, su mirada tierna, el contraste precioso del blanco luna de su piel y el negro noche de su cabello o sus labios de color rosa barbie; lo que importa es que cuando me contaba algo, ni siquiera pasaba por mi mente la posibilidad de que no fuera la más pura y fidedigna verdad.  Algún tiempo fue así.  Me contó (con unos detalles maravillosos) de su ex-novio; de cómo había jugado con ella y de lo mal que la había tratado, yo terminé odiando al tipo aunque ni siquiera lo conocía.  Me contó de cómo sufría con su impía madre (porque quedó huérfana de padre desde los 8 años) y con los malévolos maestros de la universidad y yo me comía las uñas buscando soluciones para ayudarla a resolver tantas absurdas e inexplicables injusticias.  No podía entender cómo esa gente miserable andaba siempre intentando hacerla sufrir, a mí sólo se me antojaba quererla; con esa carita linda y tierna; y la vocecita de malteada de fresa que salía de su boquita en forma de corazón.

      Después de un par de años de hacerla mi compañera de aventuras preferida, me di cuenta de que la quería más que al resto de mis amigas y nos hicimos novios.  Sí, ya sé que te reirás cuando leas esto, pero no seas desesperada; aguanta a que termine al menos.  Nos divertíamos bastante, la mayoría del tiempo éramos felices y la pasábamos muy bien y cuando alguno de los dos tenía algún problema, el otro lo apoyaba, así era, a grandes rasgos, nuestra relación.  El asunto es que, una vez que me fui involucrando más en su vida y ella en la mía y que nos hacíamos mejores amigos, detalles recogidos involuntariamente de otras fuentes comenzaron a hacerme dudar de la veracidad de algunos de sus relatos.  Entonces me obligué a poner más atención en todo lo que me decía.  Me concentraba.  Me conectaba.  Repasaba sus versiones anteriores de las mismas historias vueltas a contar, ahora de maneras un poco diferentes. Notaba, cada vez con mayor claridad, cuando Susana mentía.  Sus mentiras no eran descaradas, ni siquiera sé si es mentir, maquillar la verdad para que quede presentable para todos.  Y es que esa era la especialidad de mi amada Susana.  Según el receptor, era la versión.  Yo me hacía un poco el ciego, porque creía que, al menos conmigo, era más sincera; después de todo, me quería.

     El problema empezó, un día en que fui a dejar a Susana a su casa y sin querer nos encontramos a su mamá que regresaba de la tienda, con una bolsa de papel llena de pan.  La muy 'odiosa arpía' saludó con una sonrisa muy sincera y cariñosa a 'Susi' y le dio un beso y un abrazo, luego con una hermosa amabilidad me invitó a merendar con ellos.  Sí, dije 'ellos'.  Susana no tenía hermanos varones, sólo una hermanita menor.  El 'ellos' se aplica entonces porque a la cabecera se sentaba papá.  Sí, el que había muerto casi veinte años atrás, milagrosamente se volvía a aparecer ante su familia sólo para merendar.  Yo me senté a su lado izquierdo y fui testigo involuntario del milagro.  Ya sé que no es gracioso.  Fue muy incómodo.  No podía concentrarme en la charla, y la primera impresión que los señores Luna tuvieron de mí, debe haber sido terrible.  Pero llevaba un par de años creyendo que mi novia era huérfana y que en su casa la trataban con crueldad y por eso nunca tenía prisa en regresar y ahora debía platicar con el mismísimo demonio y un fantasma en persona y la verdad me sentía muy desubicado.  Cuando por fin la sobremesa terminó y fui, cortésmente, invitado a retirarme; en el portón le pregunté a 'Susi' el por qué de su mentira.  Recibí un drama como respuesta, las lágrimas rodaban sin control por sus hermosas y frías mejillas.  'Es que tú no sabes' decía entre sollozos.  Yo no quise seguir fomentando la fingida escena, además recuerda que en ese entonces andaba casi a diario en bicicleta y ya pasaban de las diez, así que me despedí de ella sin que me aclarara nada.  Pasé unos días haciéndome el enojado y aguantando, con muy poca fuerza, para no contestarle las llamadas, quería darle tiempo para que inventara una versión creíble de los hechos o de plano se animara a decirme la verdad.  Los mensajes decían 'te extraño', solamente eso, ninguna razón, ni disculpa, ni un 'puedo explicarte todo'.  La cosa es que un día me derrumbé y fui a esperarla a la salida de sus clases, en la universidad.  Llegué unos segundos tarde porque tuve que dejar la bicicleta en un lugar seguro y el único estaba lejos de la puerta principal; así que corrí unos cuantos metros y al doblar la esquina e inconscientemente buscar a Susana, la descubrí en brazos y labios de Héctor.  ¿Quién es Héctor? te preguntarás; pero estoy seguro que si repasas el relato unos segundos lo adivinarás.

     Sí, la última vez que vi a Susana me dijo que ya no mentía.  Nunca me explicó lo demás.  Me costó un poco dejar a un lado el pasado y decirle que sí tocaría el teclado para que Normis cantara en su boda.   Se casó con Héctor, el ex-novio malvado que la golpeó, la engañó, la utilizó, la trató como basura, la humilló, la pisoteó...  Dirás que, seguramente, también eso era mentira y puede que tengas razón, pero hasta hoy sigo viéndolo como el verdugo de mi querida Susana y por eso rechazo todas las invitaciones que los señores Luna me hacen, últimamente, para merendar con ellos.



P.D: Ya sé que este no es un buen tema para escribir canciones, pero al querer rellenar los huecos que me dejaron las mentiras que Susana no quiso explicarme nunca, me descubrí como un buen inventor de teorías, y eso me llevó, sorpresivamente, a lo que ya te expliqué de mi trabajo en la carta anterior.

   

enero 28, 2014

Canciones íntimas - Helena

Por Abraham Ramírez



Como bien sabes, porque creo habértelo contado ya más de un par de veces, soy escritor de canciones.  Esa feliz tarea me lleva, de vez en cuando, a buscar en fuentes muy diversas, temas de los cuales hablar en mis letras: temas nuevos e interesantes, por lo menos para mí, que al fin y al cabo, soy el seguidor más fiel y crítico de mi propio trabajo; y al único al que creo tener la obligación de gustar y satisfacer.  En esa íntima misión me encontraba la semana pasada, apenas. Una tarde calurosa y húmeda -creo que era martes- decidí  refugiarme en un cafecito del centro para ver y tal vez escuchar a mi alrededor, a fin de encontrar en las escenas visibles y en las charlas cercanas, motivos para escribir de nuevo.  Sí, a veces me basta con ver un poco para imaginar una historia y escribirla en breves párrafos para completar una canción.  En otras, las charlas que suceden a mi alrededor y  alcanzo a escuchar, me divierten o me intrigan, o simplemente me gustan; y me despiertan la creatividad, como si esta fuera una luna esperando el más mínimo suceso para asomarse a través de las nubes y brillar de nuevo.  Así conocí a Helena.

     Se sentó en una de esas mesas para dos, formadas por dos pequeños sillones individuales, pegados a la pared y separados por una ridícula mesita, donde apenas caben un par de tazas de café y un cenicero. Vestía un suéter a rayas de colores grises, con un cuello muy amplio que dejaba ver uno de su esbeltos hombros (creo que el derecho, pero puedo equivocarme) y el tirante de una camiseta de color blanco; una pequeña falda negra y unas medias negras también.  Llevaba un pequeña bolsita de cuero, colgada del lado opuesto al hombro descubierto, en la que sólo podría meter el celular y las llaves, o al menos eso me pareció.   Sus zapatos eran de color morado, de una tela que a la distancia en la que yo estaba, parecía terciopelo; y de un tacón muy bajo.  Me llamó la atención, porque su corte de cabello era poco común; de un lado largo y del otro corto, yendo de un nivel al otro por medio de una curva con gradación perfecta y estaba teñido de color morado, de un tono que parecía idéntico al de los zapatos; pero pudo ser un efecto ocasionado por la distancia y por lo neutro de los colores entre ellos.  Se sentó pues, y me pareció muy ansiosa; hecho que precipitó mi interés.

     Sacó el móvil de la bolsita y marcó.  Esperó unos segundos y colgó.  Lo hizo de nuevo y otras siete veces.  Cada vez, parecía más desesperada.  Yo traté de no ser muy insistente en observarla, para no ser molesto, además puedo desviar la mirada unos grados hacia un lado y aún así notar lo que sucede en el objetivo, un poco desenfocado.  La mesera, de la que te contaré después; me sirvió más café americano y en seguida fue a donde Helena y le preguntó si quería ordenar; ella le pidió esperar un poco, ya que tenía una cita y no tardaba en llegar su acompañante.  Una charla sucedida en la mesa a mis espaldas me distrajo un poco, y luego leí un relato más del libro de García Márquez que terminé apenas ayer.  Cuando regresé la vista a Helena, el deyabú me intrigó.  Ella seguía esperando y tenía el teléfono en la oreja derecha (de esto sí estoy seguro), como rogando ser atendida.  Me sentí un tanto culpable por las veces que no contesto, muy conscientemente, las llamadas.  Helena por fin pidió -un expresso- y como decepcionada guardó el móvil en la bolsita.  Mientras bebía, con sorbitos pequeños para no quemarse, se tapaba la cara del lado visible a los demás, contrario a la pared; y su muy felino y ahora encorvado cuerpo, parecía dar unos pequeños e intermitentes brincos, como cuando lloras y no quieres que se note.  Después de unos minutos, fue inútil el tratar de esconderlo.  Lloraba con pesadez y sus brincos atolondrados eran más perceptibles; para cualquiera, no sólo para un observador especialista como yo.  Recogí la servilleta, la taza y el platito de mi mesa y me dirigí hasta la suya.  Los coloqué con delicadeza, para no asustarla y le dije 'hola'.  Con la mano derecha se limpió las lágrimas y los mocos, y con un poco de incomodidad me contestó el saludo.
-No quiero molestarte, pero noté que llorabas y pensé que te podría servir esto- le di la servilleta, la tomó y se hizo una limpieza más exacta con ella.
-Gracias- me dijo.
-Hoy el viento parece el aliento cálido y agradable de alguien especial que se acerca y te dice al oído 'te quiero'.  ¿Lo notaste?
-No.
-Ayer, a esta hora, las nubes presumieron, al menos, seis colores: violeta claro, rosa casi magenta, naranja mandarina, amarillo casi dorado, azul metálico y blanco perla.  Me gusta el crepúsculo, porque nunca son iguales los tonos de las nubes.  ¿Cuál es tu color favorito?
-El morado.
-Tu cabello es muy bonito, me encanta, me da la impresión instantánea de que eres muy feliz y atrevida, que nada te detiene y que eres capaz de superar cualquier problema, por difícil que sea.  Yo nunca he sido de los que se atreven-  Por primera vez sonrió.
-Puede ser.
-Cuando era más joven, me gustaba ver anime (mentí, aún me gusta) y soñaba con tener el tono más rojo y aventurero en mi cabeza; no, no naranja pelirrojo, rojo encendido; pero nunca me atreví.
-Lo hubieras hecho, además aún eres joven ¿Cuántos años tienes?
-39
-No es cierto.
-Sí, es verdad.
-Pareces de 27, a lo mucho.
-Gracias, yo no lo creo, pero gracias.
-Me llamo Helena ¿y tú?

     Nuestra charla duró más de dos horas y varias tazas de café.  Nunca hablamos de sus llamadas desesperadas ni de temas importantes, no intercambiamos números.  Sólo supe de ella: que su nombre era Helena, que su risa era hermosa, que se expresaba de una forma refinada y culta, que le encantaba leer a García Márquez y Poe, y que, al menos esa noche cálida y prometedora, ya no quiso llorar.





enero 22, 2014

Búsqueda

Por Abraham Ramírez



     Quiero saber de ti, pero es complicado.  Te perdí la huella desde hace tanto que no sé cómo volver a buscarte; ni siquiera por dónde empezar.  La última vez que te vi -llevabas el suéter de rayas grises y violetas que mi madre te tejió- fue una tarde helada de noviembre; el frío tan inorgánico me congelaba la nariz y nubes blancas y desesperadas salían constantemente de mi boca.  Te busqué por los parques cercanos.  Te busqué en su casa.  Te busqué hasta el cansancio y sin hallarte.  No tienes idea de lo  mucho que extraño abrazarte y que me llenes de besos por las mañanas.  Te quiero, no supe si me lo creíste cada vez que te lo decía, si de verdad lo entendiste; pero te quiero mucho.  No sé si fue idea tuya, si tú lo decidiste; si así fuera no estaría tan triste y preocupado, porque al menos, quererte como te quiero me dejaría apoyarte en cualquier decisión que tomes, aunque no esté de acuerdo con ella.  Pero ¿si algo te sucedió? ¿Si te secuestraron?  Esas ideas me atormentan todo el tiempo.  Ya tiene dos años que no apareces ni llegan noticias tuyas por ningún lado.  ¿Tendrás para comer? ¿Habrás perdido la memoria y por eso no vuelves?

      En la policía me dijeron que no podían hacer nada por mí, que no encontraban el modo de ayudarme.  Todo ha sido inútil hasta ahora.  Sólo me queda esperar que estés bien, que te traten bien, que te quieran, que no sufras, que no pases frío ni hambre y si un día vuelves, si decides volver; que al fin puedas entender lo necesario que eres para mí.  Te extraño Greñas.



                                                                         Jejeje.  :)




enero 14, 2014

Tú y el tiempo.

Por Abraham Ramírez



     Estabas sentada, con recato pero con un gesto a caso indecente e insinuante.  Te servías una taza de café perfumado con canela y chocolate y secabas tu cabello después del baño; todos los ojos de los demás transeúntes se posaban en esa falda negra y bailarina que acariciaba tan tiernamente tus piernas y los otros pasajeros del  tren querían verte leer ese librito de portada roja, y tal vez, que lo hicieras en voz alta.  Comiste sola en el pequeño restaurante, pero mientras te preguntabas qué merendarías y veías el canal cultural en la televisión en la sala de espera del consultorio, la señora que vende las calabacitas en el mercado te preguntó sobre cómo te cuidabas el cabello y si sabías que había métodos específicos para que brillara más.  Tú le respondiste al relojero que no llevaba mucho tiempo sin funcionar, que había sido de tu padre y que hacía un par de semanas que, aún dándole cuerda hasta el tope,  no se movían más las manecillas.  Te aseguraste de tomar el tren de regreso a tiempo.  Sentada, con esa falda lacia de color marrón apretada por debajo de tus delicadas pero fuertes piernas, al lado de una señora gorda que roncaba sin preocupaciones, te diste cuenta de que habías dejado la luz de la sala prendida.  Saludaste a la gata y le serviste un plato de leche, tibia y perfectamente blanca. Después de leer la biblia y dormir te despertaste, te duchaste y llenaste de nuevo tu taza, con el mismo café de la mañana anterior, que recalentado y con un día de añejamiento sabía más a canela y menos a rutina.