noviembre 21, 2012

Carta a corazón abierto.

Por Abraham Ramírez



     Cariño, debes saber que la única forma que encontré  para hablar contigo, para tener una charla, o algo similar; fue esta.  Sé que no es la mejor, que tal vez no debiera ser así, pero te repito, después de revisar todas mis opciones, esta fue la que me pareció con alguna posibilidad de ser entendida, o por lo menos atendida.  Tiene mucho que me siento un poco abatido, no sé, de ver los años pasar y las oportunidades caídas, quedadas; de no tener plenitud en mis decisiones o siquiera de mis sentimientos y anhelos.  Mis manos están vacías.  Me perdí en algún lugar y lo peor es que por lo mismo te he dejado vacía de mí también.  Te ruego que perdones por todo, por mi falta de inteligencia, de percepción; por mi torpeza para cuidarte... Perdóname...

     Hay días en que me detengo a respirar y te reconozco en todo, en los rincones vacíos, en el olor de mi ropa, en la sensación de renovación después de la ducha... es terrible; recordarte no, eso nunca será terrible, porque has sido 'la vida' para mí; lo que es desesperante es que después de la memoria lo único que queda es la realidad palpable de tu ausencia.  Es cierto que te extraño.  Ya sé que te reirás cuando me leas.  Yo sé que no soy responsable de todos nuestros males, pero aunque fuera mi culpa sólo uno de ellos, hoy me siento más arrepentido que nunca.  Me gustaría regresar unos cuantos años y decidir todo diferente, con la simple idea en mente de no hacerte daño jamás.  ¿Cómo es posible amar tanto a una mujer y al mismo tiempo hacerle tanto mal?
 
     No sabes cuántas veces he soñado con esto:

     Tú llamas a la puerta, yo abro y te descubro ahí con tus maletas, te abrazo, te pido perdón de nuevo, te abrazo más fuerte y te beso muchas veces, te cuido como se debe y no vuelvo a dejarte ir.  Lo sé, lo sé; eso no pasará.  No ha sido nunca parte de nuestra dinámica de todos estos años el que tú tomes la iniciativa para resolver nuestros conflictos, sin embargo si lo hicieras te recibiría y ya, no te daría nada parecido al cúmulo de obstáculos que pones tú cuando soy yo el que se derrumba, despojado del orgullo, ante tu puerta.

     Lo que es verdad irrefutable es que, a pesar del mundo desmoronado, la vida continúa, con o sin nosotros.  Hasta las lágrimas dejarán de rodar cuesta abajo algún día y  los sentimientos descompuestos dejarán de molestarnos tanto el alma.  En fin preciosa; lo que quería dejarte claro es que, con todo, te amo; aunque ya me esté acostumbrando a no esperarte y a que no me esperes.





octubre 09, 2012

Odorograma (Parte 1)

Por Abraham Ramírez



     Puede que no, puede que sí, ya se verá ¿o debiera decir se olerá?. 

     Hace unos meses aprendí a desarrollar aplicaciones para android; ese sistema operativo que se pone cada día más en uso y que tiene código abierto y gratuito.  Me tomé un cursito 'online' y en unos días ya estaba programando mis caprichitos personales.   Probaba todo en mi tablet y en los smartphones de mis amigos, y poco a poco fui subiendo algunas aplicaciones a la tienda, las mejores solamente.  Me gané unos cuantos pesos en esta empresa.  Hay en mi lista, una app para tomar el pulso, una para medir la intensidad del viento, otra para grabar tus trayectos por el mundo y otras para más cosas un tanto inútiles pero divertidas.


     Por las mañanas, salgo en mi bici, de mi casa al trabajo, y por la tarde regreso, rompiendo el viento frío,  de nuevo sobre mis dos ruedas.  Es increíble la variedad de olores que nutren el trayecto.  A eso de las 6:30 paso por una panadería, y a las 6:37 (aproximadamente) por otra, ambas huelen delicioso, pero es obvio, para un olfato mimado y exigente como el mío, que la calidad de la masa es diferente.  Esa diferencia suele radicar en la mantequilla que se utiliza y en el tipo de horno en el que se cuece el pan.  En mañanas mojadas, no huele igual el pavimento húmedo de las calles que las banquetas de los parques, ni huele igual la ciudad en los barrios más antiguos que en los más modernos.  Me gusta el olor de las carpinterías y el de las tiendas bien surtidas; de las gasolineras, de la casa de mi vecina cuando ella está preparando el desayuno de sus niños que se van a la primaria y de la vaporera de los tamales de la señora de la esquina.  Toda esa gama interminable de aromas me dio una idea: Crear una aplicación que guardara aromas.

     Claro que era una idea genial, si hay modo de almacenar cosas para dar gusto a todos los sentidos, ¿por qué no para el olfato? El verdadero problema era el 'cómo'.  Estuve haciendo análisis, pruebas, investigaciones, sobre cómo podría, mecánica, química o electrónicamente; retener los olores en un dispositivo inteligente.  Todo era en vano.  No había cómo.  Lo que sí encontré fue un montón de gente loca como yo, intentando lo mismo.  Debía ganar esa carrera.


     Mi primo Poncho, ingeniero en electrónica, me convenció de que era posible, con una llamada telefónica de dos minutos.  Así que sin más pretextos puse manos a la obra y cerebro a proyectar.  No voy a especificar cómo, sólo diré, que después de dos meses de trabajo, por fin lo conseguí.  Con una adaptación especial para mi tablet y el desarrollo del software indicado, pude 'capturar y reproducir olores'.  Ahora, el chiste ya no es sólo que lo conseguí, sino lo que sucedió después.

agosto 28, 2012

Realidad... inesperada realidad.

Por Abraham Ramírez



     Esa mañana, todo había transcurrido como siempre, la cotidianidad  me marcaba la ruta a seguir; y mis pasos cansados suponían funcional el trayecto.  Me tomé el café, con traguitos pequeños para no quemarme; me comí un plato de frijoles negros y dos tortillas, creo, porque en eso de contarlas nunca he sido muy eficiente.  Terminé con el estómago más que satisfecho.  A duras penas me levanté de la mesa y llevé mis trastes sucios al patio, para lavarlos en el lavadero, no me gustaba lavarlos en la cocina, porque el fregadero era muy pequeño e incómodo.  En una orilla de la sala, tengo un sillón amoldado por décadas, con mi figura; donde me siento a leer y a veces a escuchar música.  Supone el verdadero 'Edén' de mi casa, el sitio donde estoy siempre feliz.  No recuerdo haber pasado algún mal momento en él.  Esa mañana, estaba ahí sentado, cuando el teléfono sonó.  Es ahora, justamente, cuando empieza la parte interesante de este relato,  el motivo de que escriba esto.  El teléfono sonó y sonó.  Yo esperaba que cesara pronto, después de todo, las personas que usualmente llamaban a la casa, no lo hacían a esa hora.  Supuse que sería algún vendedor de internet o publicidad política, así que no contesté.  Sonó.  Sonó de nuevo.  Volvió a repiquetear con insistencia, tanta, que tuve que dejar mi libro a un lado para levantarme a contestar.

-¡Hola! -dije en tono molesto.
-Buen día señor, estoy buscando al ingeniero Pedro Miranda.
-Sí, aquí él mismo al habla. -No podía referirse a nadie más, porque ninguno de mis hijos o nietos se llamaba Pedro.
-Mucho gusto ingeniero, le llamo de automotriz Alemana para comunicarle que se ha abierto una vacante y revisando los archivos, hemos descubierto su currículum, y ha sido elegido, de entre casi 200 aspirantes, para una entrevista; se le ruega se presente hoy por la tarde, a partir de las 4, en nuestras oficinas.
-¿cómo? ¿está seguro?
-Claro, bueno, lo esperamos, buen día.  -Y colgó sin que pudiera decirle nada más.  Explicarle que debía haber una confusión.

     Ya se habían cumplido 35 años desde ese día.  Era septiembre, no recuerdo bien, pero debió ser lunes o martes.  Puede que haya sido 12 o 13 del noveno mes del año 1977.  Acababa de graduarme del Instituto Tecnológico como Ingeniero industrial.  Ese día apareció en el periódico un anuncio en la sección de empleos.  Ocupaba media página.  Pedían, entre otros muchos perfiles, un ingeniero industrial con 5 años de experiencia; a cambio ofrecían un salario descomunal y todas las prestaciones de ley y más.  Yo estaba consciente de que era mucho pedir, pero ¿qué podría perder con intentarlo? Me puse muy elegante, para aparentar eficiencia (jejeje), agarré mis papeles y me presenté en el lugar y la hora indicados en el clasificado del diario.  Me entrevistó un tipo de anteojos de pasta, típicos de la época, me encuestó sobre todo lo que necesitaba saber y me dio un pequeño tour por la planta, me dijo lo que se esperaría de mí en caso de ser seleccionado y luego me despidió con la promesa de que me llamaría después.

     Ahora, en pleno 2012, recibía una llamada que ya ni esperaba y que hasta risa me daba.  Obviamente debía ser una confusión, quizás pasaron por alto las fechas, mi edad... Pero ¿Y si no? ¿Qué tal si de verdad me habían contemplado?  La curiosidad me mataba.  Ese día no comí bien, mi esposa se molestó por lo ridículo que me vería y mi nieto de secundaria me dijo: ¡qué forever alone abuelo! tú ya estás muy viejito para andar pidiendo chamba...

      Pero y qué, los mandé a volar a todos y me puse elegante de nuevo para aparentar eficiencia (jajaja).  Estuve a las 4 en punto en las oficinas de la armadora.  Le indiqué a la señorita de la recepción que tenía una cita, me preguntó mi nombre y me pidió que tomara asiento.  Hizo una llamada y luego me preguntó:
-¿Cuál es el motivo de su visita señor? -Sin pena, le dije que iba a una entrevista en el área de recursos humanos, para un empleo, con una sonrisita medio extraña me pidió que pasara, que me estaban esperando.

     Entré a la oficina indicada.  Un tipete medio flaco y larguirucho me invitó a sentarme y me pidió paciencia. Terminaba de hablar cuando se abrió la puerta detrás de mí y entró un sujeto regordete, calvo, como de mi edad, con gafas de pasta y me dijo:

-Ingeniero Pedro, lo felicito, ha sido usted elegido por su basta experiencia para fungir como gerente del área de Logística.  Le facilito un manual...

     Me llevó a mi área de trabajo, me explicó lo que se esperaba de mí y me presentó a mi equipo.  Hoy cumplo 6 meses trabajando de nuevo, sin saber cómo, con un salario exageradamente bueno.



agosto 19, 2012

Gabino (Parte 21)

Por Abraham Ramírez



     El día que mi estado civil cambiaría definitivamente había llegado por fin.  Yo tenía 35 años cumplidos y Ariadna 25.  El juez del Registro nos hizo varias preguntas.  Cotejamos nuestros datos y firmamos.  Los invitados eran pocos, después de todo, así debía ser.  Ariadna no tenía familia, no moralmente.  Mi familia estaba allí, toda, excepto Pedro que no pudo darle un saltito al océano Atlántico, pero en cambio, había mandado un vestido hermoso desde parís.  Mis hermanos y sus conocidos nos echaban porras y gritaban ¡arriba los novios! mientras Octavio y su banda tocaban canciones románticas de estilo rondallezco (no les conocía esa faceta, tan diferente a la de justicieros anónimos).  Salimos del Registro civil y todos fuimos a la casona de Santiago, ahí, mis hermanas habían arreglado el patio de Octavio con flores y moños de colores.  Se veía divino.  Ariadna estaba muy feliz; me abrazaba, lloraba, me besaba, me decía te quiero, me volvía a abrazar y lloraba de nuevo.  Yo sólo podía sonreír.  Mi corazón latía de un modo desconocido para mí.   Todo parecía un sueño (raro y perturbador, jeje).  Llegó un fotógrafo profesional y nos retrató de mil formas.  En seguida entraron los mariachis cantando 'la gloria eres tú', comenzaron a servir la comida y todos nos fuimos acomodando.  Las niñas de la tortería, las amigas de Lucha; se movían, entre las mesas, como peces en el mar repartiendo platos por aquí y por allá.  Fue muy oportuno casarnos en domingo, de otro modo no hubieran podido asistir.  Cuando los mariachis terminaron su turno y casi todos íbamos acabando de comer, Darío encendió el tocadiscos y comenzó el baile.  Tomé la mano de 'mi esposa' y la llevé a la pista.  La primera canción que bailamos fue 'nocturnal' cantada inigualablemente por Pedro Infante.  Todos aplaudían, pero yo no podía dejar de mirar a mi Ariadna y sonreír, le prometía que iba a hacer todo y más para que fuera completamente feliz, ella me decía 'ya lo sé, es lo único que has hecho desde que te conozco'.  Nos besamos una y otra vez y los demás, poco a poco, nos dejaron de ver tanto.  La fiesta terminó cerca de la media noche, pero Ariadna y yo nos habíamos ido antes a un hotel del centro a pasar nuestra noche de bodas.

     No tenía ni la menor idea de qué hacer o cómo empezar.  Después de todo, mi acercamiento más íntimo con otra mujer, lo tuve con Margarita, y fue un único beso, debut y despedida.  Ya había rebasado con creces esa cantidad de besos desde que me hice novio de mi ahora esposa.  Ahora se me ocurren muchísimas maneras de haberlo hecho, de haberme acercado.  Ariadna me pidió ayuda para desabrocharse el vestido y quitarse cuanta cosa le habían puesto mis hermanas en el cabello para verse linda.  Mis manos temblaban emocionadas y tontas.  Poco a poco, su cabello lacio y brillante de color negro, volvía a su forma natural.  Después, su cuerpo, también lo hizo.  No relataré con detalles nuestra primera vez, no sería de caballeros, pero sí puedo decir que estuvo pintada de color azul y morado, de magia, de blanco y rosa, de cariño, de verde limón, de estrellas, de agua, de perfume,  de ternura y de placer lleno de amor.  Amar es necesario para hacer el amor.  Si no se ama, estar con una mujer no pasa de un simple juego del deseo y eso nunca podrá competir ni acercarse a lo sublime de yacer, cansado, junto a la mujer que amas.  Ariadna era el amor de mi vida, mi esposa, mi compañera, mi amiga, mi confidente, mi motivadora, mi escudo, mi protegida, mi sueño realizado, mi razón.  Eso fue muy suficiente para hacerla feliz y ella me hizo feliz a mí.  Dormimos abrazados, por primera vez.  Oler su piel y su cabello era más de lo que podía soportar mi corazón aniquilado y rendido, me volvía completamente loco la cercanía a su perfume, su toque, ya no quería dejar de abrazarla, sentía que me estorbaba el cuerpo para estar más cerca de ella.  Hicimos el amor más de una vez esa noche.

     A la mañana siguiente, cansados y desvelados, nos tuvimos que levantar para que el autobús a Veracruz no nos dejara.   Teníamos, al anochecer, un tour guiado por el malecón, Sn. Juan de Ulúa y no sé qué lugares más, cosas de la agencia de viajes que contrató mi hermanito Juan para organizarnos luna de miel.  Viajamos casi 8 horas, de las cuales, Ariadna durmió casi 7.  Yo no pude dormir mucho, pero el cansancio se me quitó al ver el color naranja del mar.  Tenía 35 años y era la primera vez que me paraba frente a él y respiraba su aliento húmedo. Ariadna ya había estado antes en una playa, de niña, con sus padres, había visitado Acapulco.  Con la emoción, nos olvidamos de los planes de la agencia y después de dejar nuestras chácharas en el hotelito, nos fuimos juntos a caminar, descalzos, por la playa.  Esa noche tomamos un café lechero riquísimo en 'La Parroquia', sitio fundado en 1808, según presumía su leyenda, pero con todo y los 160 años que ya tendría para entonces, dejamos el piso lleno de la arena que se desmoronaba al secarse y se desprendía de nuestros pies desnudos.

     Nuestro viaje fue muy corto, pero suficiente para saber que nada ni nadie podría separarnos nunca más.  Ariadna era necesaria en mi vida y yo en la de ella.  Cuando regresamos a la casa, dos días después, nos encontramos una nota de Lucrecia en la mesita de la cocina.

'Hermanitos, me voy a vivir con Lucha porque quiero que estén completamente libres de hacer un hogar nuevo.  Los quiero mucho y sé que serán muy felices.'

     Abracé a Ariadna y con una sonrisa de oreja a oreja (pero con una lagrimita metiche también), doblé la notita y sin prisa, pero con libertad, empecé, con mi esposa; a construir nuestro nuevo hogar, como lo pidió Lucrecia.  Fueron días esplendorosos.  Los merengues quedaban más ricos que nunca.  La casa también sufría cambios, la pintamos, la reparamos; la rehicimos casi, casi.  La vida era nueva completamente.  No había nada que nos pusiera tristes, nada por qué llorar, nada ni nadie.  Bailábamos, leíamos, inventábamos, jugábamos, trabajábamos... todo giraba perfecto, como un motor nuevo, como una bicicleta recién engrasada, como una pelota en el parque.  Pasaron los días.  Una mañana, después de repartir los merengues, mi Ariadna se puso mal, le dio por devolver el desayuno.  Se repitió varios días y preocupado la llevé al médico.  Él, después de hacer las preguntas correspondientes, nos dijo:  Señores Ybarra, es muy probable que estén esperando una criatura.



agosto 12, 2012

Franqueza inoportuna.

Por Abraham Ramírez



     Falsa sería la acusación.  Tonto asegurar que eres culpable.  Nunca podría erigir mi nueva vida cimentándola en una mentira.  Tú no eres el hombre que yo creí ni yo la mujer que tú pensabas.  Te amé como a nadie.  Hoy, no sé por qué, ya no.  Si tan sólo me atreviera a evadir mi moral y les dijera lo que quieren oír de ti, todo terminaría a mi favor.  Todo.  Tú serías el malo, el perverso.  Mi partida estaría más que justificada y sería libre.  Libre de ti y de mí cuando estoy contigo.  Libre física y moralmente.  De saber que esto pasaría, no habría asistido jamás a un templo; así no tendría ni siquiera que ser un dilema mi decisión, lo haría y listo.  Adiós.  Pero no, no puedo.  Tendré que decir la verdad de lo sucedido y explicar con detallismo exquisito que todo lo planeé yo, por mi soberbia, porque no te soporto más, porque pienso que existe algo diferente que debo vivir...

     El único inconveniente es que para mí nada será igual.  No tendré más vida, ni libertad, ni nada.  Pero es lo justo.  Aunque ya no te ame tampoco te odio.  Pensé que podría, que funcionaría, pero no, no puedo.  No tengo tanta maldad adentro como para concluir el plan que con tanta eficacia fue planeado.  Todo, hasta aquí, salió como lo pensé, como lo concebí.  Todo excepto el último peldaño de esta escalera de ruina.  Sabía que esto podía pasar, que podría no atreverme al final, pero debía intentarlo.

     Tal vez sólo debí decirte adiós.  Un adiós simple, franco; pero de seguro me habrías convencido de quedarme.  Me habrías visto con esos ojos tiernos de color castaña y me habrías recordado todo lo hermoso que alguna vez fue lo nuestro.  Seguramente me abrazarías con cariño, como siempre lo haces y llorarías hasta que yo también lo hiciera.  Luego me harías el amor como sólo tú me lo has hecho y yo quedaría prendada de nuevo a ti.  Por eso tuve que intentar algo como esto.  Si funcionaba, no sólo yo tendría libertad, también tú, porque serías el único que conocería la verdad, la verdad de mi mentira, y me odiarías por fin.  Odiarme sería lo mejor que podría pasarte.  Te permitiría verme tal cual soy y por fin podrías desprenderte y olvidarte de tu obsesión por hacerme feliz.  Creo que eso es lo que más odio de ti, no necesito ni nunca te pedí que me hicieras feliz.  Sí, ya sé que estoy loca, pero ya no importa.  Diles que entren.  Confesaré todo.



agosto 09, 2012

Es muy cierto

Por Abraham Ramírez



     Es muy cierto que el 80% de los automovilistas no usan las luces direccionales, porque olvidaron para qué sirven, porque nunca lo supieron o porque no les importa lo que los demás piensen sobre su forma de conducir.  Tal vez porque usarlas es, en cierto modo, ser gentil, y eso ya no está muy de moda.

     Es muy cierto que hoy se come menos comida casera, menos platillos hechos por mamá.  Las recetas tradicionales se van perdiendo porque no hay quien las aprenda en casa.

     Es muy cierto que la música grupera tiene más auge hoy que en los 80's, por lo mismo más representantes.

     Es muy cierto que después de décadas de campañas publicitarias y de ver el daño que hemos hecho a la comunidad con tanta basura, todavía, hay muchísima gente, que sin ningún tipo de contemplación o censura, saca la mano del automóvil para dejar caer botellas, papeles, bolsas y un sin fin de objetos inservibles.

     Es muy cierto que las modas vuelven, luego se van y regresan de nuevo una y otra vez.

     Es muy cierto que andar en bici en la ciudad es peligroso, sin embargo muy placentero.

     Es muy cierto que la gente con complexión delgada tiene mejor autoestima que los pasaditos de peso, en la mayoría de los casos.

     Es muy cierto que en las ciudades lejanas a las costas, los cocos son muy caros y nunca están muy tiernos, mientras que cerca del mar los regalan y saben a gloria.

     Es muy cierto que hoy en día, más de 3 billones de personas en el mundo tienen un teléfono móvil.

     Es muy cierto que, en México, la violencia no tiene control.  Desde los tipos mentándose la madre en un crucero porque alguno se pasó el alto, hasta la guerra con la delincuencia organizada y los carteles de la droga.

     Es muy cierto que mis manos se olvidan de algo que sabían hacer pero dejan de practicar.

     Lo que no es cierto, es lo que me dijiste ayer.  Que no te quiero.  Que no me gustas.  Que no te amo.  Que ya no te veo como antes.  Que mis manos ya no tiemblan de emoción cuando tomo las tuyas.  Que dejé de soñar canciones cuando me besas.  Que ya no tengo ganas de mandar todo a volar para escaparme contigo al fin del mundo.  Que mis labios no sonríen cada vez que siento que me miras.  ¿Qué no ves que jamás conocí a una mujer como tú?  Si 'no quererte' fuera una realidad en mí, lo que sería 'muy cierto' es que mi mundo no tendría más razón para girar al contrario de los otros.



agosto 06, 2012

Mía/tuya/nuestra

Por Abraham Ramírez



     Él, por las tardes, estaba aprendiendo computación en una de esas escuelas comunes y corrientes, sólo por no dejar.  Ella, diseño de modas, para hacerle vestiditos a las barbies de su hermanita, bueno a veces también a las de ella, en secreto.  Los pobres muchachos terminaron la secundaria a duras penas y se 'juntaron' porque tuvieron que hacerlo.  Ninguno de los dos estaba convencido, pero los padres de ambos coincidieron en la idea de que, si ya estaban los suficientemente mayores como para engendrar un hijo, entonces debían serlo también para vivir juntos y rascarse con sus propias uñas.  Fue muy duro al principio.  Las clases por las tardes se terminaron.  Los empleos que consiguieron  daban pocas ganancias, pero su sueldo, al menos, alcanzaba para pagar la renta del cuartucho austero y darse de comer casi decentemente.  Cuando ella cumplió seis meses de embarazo la corrieron de la farmacia.  Él consiguió un empleo en contraturno para compensar el déficit.  Ella comenzó a repartir volantes que anunciaban mixiotes de carnero y barbacoa al estilo Hidalgo, pero terminaba cansadísima.   Es justo decir que se esforzaban como nadie.  Lo malo es que en este país, a veces eso no basta, de todos modos la vorágine de la mediocridad te absorbe y te hunde.  El seguro popular puso tantas trabas para afiliarlos que estuvieron a punto de desistir, sólo la necesidad de tener un sitio donde Alicia, así se llamaba 'ella', pudiera tener al bebé, los hizo perseverar hasta conseguir lo necesario.

     Sergio, 'él'; se estaba cansando de trabajar tanto, e incluso se peleó algunas veces con Alicia, porque terminaba sus días muy agotado y se ponía de un pésimo humor.  Ella, con la sensibilidad aumentada por el embarazo, pensó varias veces en dejarlo, pero siempre esperaba a que ambos se calmaran para decidirse y al final lograba entenderlo y perdonarlo.  Así fueron muchos de sus días, hasta que una noche caliente y húmeda de marzo, tuvieron que tomar un taxi para ir al hospital.  Él acarició y besó la mano de ella todo el camino, que era muy largo.  Estuvo al pendiente todo el tiempo, doce horas con cuarenta y siete minutos para ser muy exactos.  Eso fue lo que tardaron para dejarlo ver a su hijo y a su Alicia.  Cuando Sergio tuvo en sus manos al bebé, no podía contener el llanto.  Estaba fuera de sí.  Feliz.  Preocupado.  Emocionado.  Alicia, muy ojerosa y cansada por la cesárea, le acariciaba el brazo.  Tardaron otra decena de horas para poder salir del hospital, pero cuando eso fue posible, los tres se sentían tan anchos de felicidad, que despreciaron un taxi que pasó, sólo por tener la mala suerte de ser vocho.  Alicia había hecho algunas ropitas para el bebé.  Un par de sus amigas la visitaron y le trajeron pañalitos desechables.  Sergio llegaba cansado aún, pero no dejaba que su estado físico le impidiera jugar con el niño, besarlo muchas veces y admirarlo más.

     Pasaron los años.  Con el tiempo, Sergio fue promovido en su trabajo de la mañana, le dieron seguro social y le aumentaron el sueldo.  Pudo dejar el segundo empleo.  Las cosas fueron mejorando.  Se cambiaron a un departamento más grande, porque el segundo hijo venía en camino.  Alicia se dedicaba a sus niños con tan grande vocación, que los dos se hicieron niños muy buenos con el volar de los años.  El preescolar, la primaria y la secundaria pasaron muy rápidamente.  Cuando el hijo mayor aprobó el examen del bachillerato, Sergio y Alicia lloraron de felicidad, después de todo, estaban dándole lo que ellos no pudieron lograr.  Fue maravilloso cuando el mayor logró terminar su carrera en comercio internacional y un par de años más tarde, el pequeño se tituló como licenciado en administración de empresas.  En poco tiempo ambos hijos trabajaban en grandes empresas transnacionales y tenían augurado un porvenir exitoso.

     Un día que el viento parecía más una caricia que un empujón, el viejo, y ya jubilado Sergio, tomó la mano de su también envejecida mujer.  La llevó con una sonrisa hasta una banquita que descansaba muy invitadora, debajo de un árbol del jardín de su casa.  Le besó ambas manos con mucho cariño y viendo a sus cuatro nietos jugar le dijo:
-Alicia, mi cielo; sufrimos bastante, pero te quiero dar las gracias por todo, por ayudarme a hacer de mi vida, de la tuya, de la nuestra; algo tan hermoso...




julio 23, 2012

Póstumo

Por Abraham Ramírez



     Fueron los últimos días que te tuve.  Si tan sólo hubiera sabido que no te volvería a ver después, me habría asegurado de disfrutarte completamente, sin ninguna restricción de nada.  Hoy te extraño.  Te añoro.  Me despierto para taparte en las madrugadas frías, pero me muero de tristeza al tocar con desesperación la cama y no encontrarte.

     Era domingo en la mañana.  Tu caminabas en la plaza de artesanías y yo, sentado en una jardinera leyendo un libro sobre ciencia ficción, te vi pasar.  Llevabas un morralito de muchos colores brillantes, una blusa de manta, una falda larga de colores, menos llamativos; unos huaraches lindos que dejaban ver tus deditos traviesos y algunos otros accesorios que completaban tu imagen, que contrastaban con tu piel tan clara.  ¡Qué linda hippie! pensé.  Pero caminabas tan aprisa que, aunque hubiera sido de los que se animan al coqueteo, no te hubiera podido hablar.  Esa fue la primera vez que te vi.  Para la noche de ese domingo, ya tenía una canción que hablaba de ti y varios posibles nombres para llamarte:  Adriana, Lupita, Silvia, Mariana, Alejandra... aunque en realidad eso no importaba, me gustabas aunque terminaras llamándote Lucila o Domitila.

     Pasaron algunos meses, y ya te había olvidado un poco, pero te volví a ver.  Ahora comías unas 'picaditas' en un puestito del mercado.  Te veías tan linda otra vez.  Ahora tu ropa no me impactó tanto como tu hermosa boca mordiendo tu desayuno.  Me armé de valor y me senté a tu lado (gracias al cielo estaba desocupado) y pedí lo mismo que comías tú.  Al cabo de un ratito, de tanto ver hacia abajo, porque soy un penoso de lo peor, me fijé que traías unos tenis iguales a los míos.  Esa perfecta e inesperada coincidencia me abrió el camino para hablarte.
-Son cómodos ¿verdad? -Tú terminaste el bocado y te limpiaste, con mucha propiedad, con tu respectivo pedacito de papel de estraza.
-Sí, están muy cómodos. -Volviste a morder y tomaste un traguito de champurrado.
-Me llamo Fernando ¿y tú?
-Lucía.  -Sí, ya sé, casi le atino con uno de los nombres que no me gustan, pero te quedaba genial.  'Lucía', 'Lucía', 'Lucía'...

     Terminamos casi al mismo tiempo y después de pagar nuestras respectivas cuentas salimos, juntos y platicando, del mercado.  Me dejaste acompañarte hasta tu casa y me diste tu número telefónico.  Yo flotaba y me perdía, pero cada vez que hablabas, me proponía regresar a la tierra para no perderme de nada de lo que decías.

     Después de eso salimos varias veces juntos.  Siempre fuiste una excelente compañía, y una increíble fotógrafa, con un sentido maravilloso de la estética y el color.  Me gustaba mucho verte con la cámara en los ojos y escuchar el click mecánico del obturador cerrándose y guardando, en una cinta, un poquito de tu visión del mundo.  Disfrutaba estar contigo y lo mejor era que tú también disfrutabas estar conmigo.  Creo que fue eso lo que nos hizo tan apegados.  Tan unidos.  Nos atrajo, más que la simple apariencia, nuestra construcción completa, por dentro y por fuera.  Recuerdo que en más de una ocasión me dijiste que la física era muy interesante cuando yo te la explicaba, que hasta podrías haber escogido ser mi colega si me hubieras conocido antes.  Yo también pude haber sido un fotógrafo empedernido si te hubieras aparecido un poquito antes en mi camino.  Nos hicimos novios en abril y nos casamos en septiembre.  Este abril, sin embargo, no estarás conmigo para celebrar nuestro cuarto aniversario.  Nunca celebramos tanto el día de nuestra boda como el de nuestro primer beso aquella tarde, cuando nos hicimos novios; después de todo, las bodas sólo son una consecuencia de algo más.

     Unos meses antes de que se agravara tu enfermedad, te llevé a Coyoacán, a la casa azul de Frida.  Parecías tan enamorada de los colores y del ambiente de aquel lugar; de la arquitectura, de los árboles tan llenos de historias.  Me dijiste que, a pesar de lo mucho que te llenaba el ojo, te gustaba más yo y me besaste.  También fuimos a algunos conventos cercanos y a Cuernavaca.  Fue ahí donde empecé a notar tu cansancio.  Ya no tomabas tantas fotos.  Ya no caminabas tanto.  Nuestro viaje duró menos de lo planeado y regresamos a casa.  Los días siguientes fueron de análisis, hospitales, medicinas... angustia.

     Fueron los últimos días que te tuve.  Si tan sólo hubiera sabido que no te volvería a ver después, me habría asegurado de disfrutarte completamente, sin ninguna restricción de nada.  Hoy te extraño.  Te añoro.  Me despierto para taparte en las madrugadas frías, pero me muero de tristeza al tocar con desesperación la cama y no encontrarte.




julio 09, 2012

Gabino (Parte 20)

Por Abraham Ramírez


     Después de aproximadamente 15 minutos, el Cabo Lauro Zepeda, se despertó.  El otro mono, el golpeador, tardó un poco más.  Esperamos hasta tener a los dos en sus cinco sentidos para interrogarlos.  Bueno, Octavio se encargaría de hacerlo.  El Cabo, amigo del ex-prometido de Ariadna y también hijo de su tío materno, miraba a mi amigo policía,  en veces con enojo y en otras con miedo.  Como Octavio tenía un rango más alto, quizás le pesaba lo que vendría.  Los tres tipos estaban amordazados y quietos.  Al fin, todos estuvieron despiertos, y después de quitarles la mudez, Octavio inició sus preguntas.

-Lauro, ¿me quieres explicar de una vez que carambas significa esto?  Habla.  -El tipo quedó callado un ratito y luego se confesó, como si estuviera con el cura de su parroquia.
-La verdad mi sargento, es que, yo siempre estuve enamorado de mi prima.  Cuando supe que había terminado su compromiso con el idiota de su novio,  y que había regresado a la ciudad, me dediqué a buscarla.  Me dio mucho coraje encontrarla por fin y verla con este tipo.  
-Ah caray, me saliste medio pervertido Zepeda.  Bueno ¿pero cómo es que andas con este otro sujeto? ¿Sabes que es un matón de Plutarco Benítez?
-Sí, bueno... le explico  mi Sargento.  Este chango es mi hermano.  Yo logré que dejara esa bandita con la que andaba.  Lo malo es que no consigue trabajo y anda de ocioso.  Un día me acompañó a espiar a mi prima y reconoció a este cuate... -Me señaló con la vista.
-El Señor Gabino, háblale con respeto.
-Bueno, bueno... el chiste es que lo reconoció de aquella vez que le sonaron los de Benítez.  Después de eso fue fácil idear un plancito para que pareciera que era asunto de él.  Yo lo único que quería era asustarlo para que dejara a mi prima en paz. Ya pues, ya me cachó mi Sargento, ya déjeme ir ¿no?
-Nada de eso Laurito.  Estás en un buen lío.  Bueno, mira.  Vamos a hacer un trato.  Primero:  me vas a prometer que vas a dejar en paz a tu prima.
-Se lo prometo, ya hasta me olvidé de quién es... 
-Segundo:  Tú y tu elegante hermanito, van a decirme todo lo que necesitemos saber sobre Benítez.  A cambio de eso, nosotros, en especial yo, voy a fingir que esto nunca pasó y te voy a ayudar a encontrarle trabajo a tu carnalito.  ¿Estamos?
-Está bueno mi Sargento.  Perdone, qué pena lo sucedido hoy.
-Ay Lauro, tú eres un buen sujeto, mira las idioteces que andas haciendo.


     Octavio y Darío levantaron a los tres hombres y los llevaron a la salida a empujones y zapes, aunque a mí me quedaba la duda del origen de la sangre en el patio.  Ariadna se me acercó, me abrazó por la espalda y me dijo: 'Perdóname, resultó que fui yo la que te metió en problemas'.  La abracé con cariño y emoción, por sentirme, por fin, seguro con ella, por el peso que se nos quitaba al ver a Octavio y Darío llevándose, por fin, a los tres locos esos.  Ya estábamos muy cansados; por el día tan largo, por lo recio que nos seguía pegando el pasado, por las desventuras...  Además estaba muy entrada la madrugada, así que decidimos irnos a dormir.  Mientras cerraba con mucho cuidado todos los accesos de la casa, Ariadna me acompañaba.  Había algo que no entendí, ¿cómo es que ella no reconoció al hermano de Lauro Zepeda? Se supone que era también su primo.  O tal vez era sólo medio hermano de este y no conocido en la familia de Ariadna.  No pregunté más, le dí un beso en la frente de 'buenas madrugadas' y la arropé en la cama junto a las otras dos que no querían dormir solas.  No podía culparlas, ni yo quería dormir solo.  Cuando el sol salió nadie se dio por enterado.  Nuestro pedido de merengues de ese día llegó tarde a todos sus destinos. 


     Con el paso de los días, Octavio me mantuvo al tanto de las investigaciones acerca de Plutarco Benítez.  Al parecer se había mudado al extranjero por lo de su enfermedad, cosa que me aliviaba mucho.  Lo que aún no sabían era el paradero de las 'niñas'.  No era muy lógico que se las hubiera llevado, pero tampoco se sabía nada más, parecía que simplemente habían desaparecido.  Darío seguía sin poder seguirle el rastro a su hermana.  De los tres tipos supimos poco, pero sustancial.  Al parecer el cabo Zepeda obedeció al pié de la letra a su superior y se olvidó de una vez por todas de molestar a Ariadna.  El hermano, obtuvo un empleo en una peletería cerca del Parián, y al parecer estaba haciendo buen trabajo ahí.  El otro, no recuerdo como se llamaba, pero era muy joven, se unió a las filas de protegidos de Octavio, consiguió un empleo y con la ayuda de los demás 'hermanos' del clan, enderezó el camino.  A ninguno le quedaron secuelas físicas por los acontecimientos de esa noche (salvo las puntadas en la cadera del tipo no identificado por mí), pero definitivamente sí cambió mucho su situación moral.  


     Ariadna y yo, recuperamos poco a poco nuestra vida.  Las caminatas por las tardes mojadas se volvieron a hacer frecuentes y cada vez más esperanzadoras.  Las visitas a la biblioteca, las mañanitas de merengues, los planes para el futuro y los sueños compartidos; se volvieron a hacer más importantes que todo.  Casarnos ya, era lo único que queríamos.  Por fin fijamos una fecha.  Sería en el mes de abril cuando mi señorita maravillosa y yo dejaríamos de ser 'novios' y procuraríamos formar un hogar propio, nuevo, prometedor.  Aunque siempre me sentiría el responsable de todos mis hermanos, como un padre, vamos, para ellos; era tiempo de serlo en el sentido estricto de la palabra, de tener una descendencia propia.  Ariadna soñaba con ser madre y yo sólo podía soñar en el futuro más próximo y deseado a su lado, con ella, mi princesa, para siempre.





junio 26, 2012

Batracio

Por Abraham Ramírez.


¡Me vas a meter en líos!
me dijiste tan furioso
retumbando como río,
y yo, que hablo con suspiros;
te solté y cerré los ojos.

¡No me abraces, no me beses!
que me espantas a otras damas,
qué no sepan que te mueres,
que te gusto, que me quieres;
las muchachas de la cuadra.

¡Ya no llores tonta niña!
¿qué no ves que más merezco?
no pretendas que te tiña
de la magia y la poesía,
que tan sólo yo poseo.

Y así, de tanto escucharte,
yo que tanto te quería
logré, como eres, mirarte;
descifrarte, escudriñarte, 
¡pedazo de porquería!

Tu pelo tan poco era
que tu coco se asomaba,
tus ancas: flacas y chuecas,
tu nariz, tus pocas cejas,
las orejas tan pegadas...

me hicieron ponerte un mote:
el 'batracio', por baboso, 
ya no importan tus amores,
ni tus modos ni tus poses,
no me gustas para esposo.








No regreses

Por Abraham Ramírez 



Repetiste con ahínco que me odiabas,
que te ibas por el mar a otros lugares,
otros cielos de nocturnos festivales,
porque sólo con mirarme te enfadabas.

De mi ruina, no te digo,
se me vino como lluvia
tan en serio, tan desnuda,
que creí seguir contigo.

No regreses, para nada;
que yo estoy muy tranquilita,
hasta el miedo se me quita,
al sentirme señorita
y olvidar que fui tu amada.


junio 25, 2012

Gabino (Parte 19)

Por Abraham Ramírez 



     Desesperado, corrí hacia ella.  Mi hermosa señorita no reaccionaba.  Busqué heridas o alguna fuente de la que estuviera brotando el líquido carmesí, pero no encontré nada.  Poco a poco <quizás por el zangoloteo> Ariadna se recuperó, volvió en si y me dijo con voz muy suavecita 'estoy bien'.  Mi cara, desencajada, regresaba a la normalidad con el movimiento de sus labios.  Se me había olvidado que mis hermanitas estaban ahí también, al quitar la mordaza de la boca de Lucrecia, empezó a gritarme con ansias incontrolables...

-¡Gabino! ¡el desgraciado ese anda por aquí, atrápalo!

     Las desaté y les dije que cerraran por dentro la puerta.  Me tranquilizaba bastante saber que estaban bien las tres y que el agresor era sólo un individuo.  Tomé de nuevo mi arma, bueno, el tubo.  Fui hasta la cocina, donde el tipo había quedado tirado.  Ya no estaba.  Me asomé al patio y vi rastros de sangre, frescos aún.  Había manchas rojas con forma de manos en las paredes del pasillito que daba a la puerta de la calle, que estaba abierta aún.  Corrí y me asomé.  El sujeto estaba recargado chorreando sangre de la cabeza, atontadísimo; diría que a punto de desmayarse.  Lo tiré boca abajo y le sujeté las manos entumidas, que no opusieron nada de resistencia.   Lo jalé de nuevo hasta el patio y lo amarré con una piola.  No terminaba yo de reconocer al hombre.  No tenía ni siquiera la más mínima idea de quién podría ser.   Era desesperante.  No quería dejarlo sin vigilancia, y sin embargo, debía llamar a la policía o a quién sabe quien.  Cuando lo sentí muy bien asegurado, sin posibilidades de soltarse, me acerqué a la casa y le grité a las muchachas que bajaran.  Las tres vinieron, no sin antes hacerme jurar por quién sabe cuanta gente que el tipo no era más un peligro.  Se pararon tras la puerta y se asomaron de a poquito.  Les dije que debíamos ir a llamar por teléfono, que qué preferían, ir ellas o que fuera yo.  Tuve que volver a perjurar para que me permitieran ir.  No llamé a la poli, sino a Octavio.  En menos de 15 minutos él y Darío estaban en la casa.  Ninguno de los presentes tenía la más mínima idea de quién era el tipo, pero Ariadna comenzó a relatar lo sucedido:

     "Después de que nos dejaste en casa de Lucha; Lucrecia y yo salimos a comprar algo para la cena, porque ambas estábamos de acuerdo en que apetecíamos algo más que tortas, que tampoco es que sean malas, pero supusimos que Lucha estaba ya un poco harta y cansada de ellas.  Fuimos a la miscelánea de la 8 oriente, ya sabes, donde venden verduras y esas cosas, y compramos todo lo que necesitábamos para hacer un buen chilate de pollo.  Cuando volvimos al departamento, notamos un poco raro todo, como que más desordenado.  Mira que Lucha y las muchachas tienen siempre todo en su lugar, como casi no están en casa ni tiempo han de tener para mover sus cosas.  Nos preocupamos un poco, así que fuimos rapidito a la cocina y tomamos un cuchillo cada una.  Empezamos a preguntar '¿hay alguien ahí?' pero obviamente nadie contestaba.  Lucrecia me decía que no era nada, pero yo seguía intranquila, así que aunque tu hermana se confió yo me guardé el cuchillito en la bolsa del mandil que me puse para cocinar.  Como a los 5 minutos llegó Lucha sola, sin sus compañeras, se sentó en la mesa del comedorcito conmigo y me estaba preguntando por ti, bueno por nosotros.  Pasaron como 10 minutos de eso, cuando abrieron la puerta de una patada; Lucha y yo nos quedamos paralizadas de ver a este y otro mono entrar y en cambio, Lucrecia salió corriendo de la cocina.  Nos dijeron que debían saldar una cuenta contigo y que le camináramos.  Así que, por precaución, hicimos lo que nos ordenaron, porque no queríamos pensar que algo malo pudieran hacerte.  Nos subieron a una carcacha y nos trajeron aquí.  Uno nos metió a la casa empujones y jalones de pelo, el otro dijo que 'iba por Lauro y que regresaba'.  Cuando entramos a la casa, el tipo este nos subió con groserías y nos dijo que ahora sí ya te 'iba a cargar' y no sé qué más.  Amarró a las muchachas y cuando se disponía a amarrarme y amordazarme también, saqué el cuchillito y se lo clavé quién sabe en dónde.  El tipo comenzó a gritar y a chillar como cochino.  Yo saqué mi arma y la solté asustada.  Luego, con la poquita luz que entraba de la lámpara de la calle, me dí cuenta que mis manos estaban llenas de sangre y creo que me desmayé..."

     Cuando mi Ariadna terminó su relato, Octavio y yo estuvimos de acuerdo en que debíamos esperar a que el otro tipo 'volviera con Lauro', si no es que había llegado ya y se había ido al vernos, por la puerta abierta de la calle, sin que nosotros advirtiéramos su presencia.  Igual nos metimos a la casa y metimos también al tipo, que seguía muy mal por la pérdida de sangre y por el tubazo en la cabeza.  Notamos que la herida que le había hecho mi Ariadna estaba situada en la cadera, así que no corría peligro por ella. Lo único que no me explicaba y que me inquietaba, eran las manchas de sangre en el piso del patio, puesto que la cuchillada , el tipo la recibió adentro de la casa.  Pero bueno, sabiendo a mis tres señoritas bien me olvidé de ese asunto.

     Cerca de 30 minutos más tarde, se escuchó el motor juguetón de un auto viejo.  Tardó encendido unos segundos (supongo que el tiempo en que los tipos escudriñaron la escena) y después se detuvo.  Se escucharon dos ruidos de puertas cerrándose, una inmediatamente después de la otra; y luego el rechinido, esta vez de la puerta de la casa, que dejaba de estar entreabierta y se daba un golpe contra la pared al empujarla uno de los sujetos.  Empezaron a llamar al desangrado por un apodo, o a caso un nombre: 'Carmelito'.  Al principio no supimos qué hacer, pero los mismos sujetos nos resolvieron el problema, cuando preguntaron '¿podemos entrar?'.  Como nuestro prisionero estaba bastante grande, supusimos que debía tener una voz grave, así que Darío, que curiosamente no era grande y además era el más joven, contestó con voz de barítono: ¡sí!  Sólo eso.

     Ambos sujetos entraron con actitud de 'todo lo puedo'.  Hasta lástima sentimos de que, inmediatamente después de que cruzaron el umbral, los noqueamos con sendos tubos.  Por fin, encendimos las luces.  El segundo tipo en el relato de Ariadna, fue reconocido por mí como uno de los tipos que me habían golpeado, uno de los de la banda de matones del tal Plutarco Benítez.  El otro, el tal 'Lauro',  fue primero identificado por Ariadna como uno de sus primos y amigo de Gabriel, su antigüo prometido; después por Octavio como su compañero y amigo en su nuevo puesto en la prisión de la ciudad.   Ahora nos asaltaban más dudas, pero a su momento, pretendíamos obtener todas las respuestas de nuestros 'alegres prisioneros'.
   


junio 18, 2012

Gabino (Parte 18)

Por Abraham Ramírez 



     Esa noche, cerca de las siete, me pasé por la Casa de Salud para entrevistarme con el médico aquel que me había ofrecido el trato, el pelirrojo de cara odiosa.  Lo encontré en un pasillo y con el gesto más enojado que tenía le pregunté por el Licenciado Plutarco.
-Señor Gabino, el Lic. ya tiene más de un año sin venir, de hecho le hemos perdido la pista, supongo que anda por otro lado, porque aquí, en la ciudad, no hay nadie que lo pueda tratar aparte de mí.  ¿Lo ha contactado a usted? -Le conté de las notas, y el médico, que parecía mantenerse al margen de las actividades delictivas del licenciado Benítez, me sugirió que hiciera una demanda.  Salí del hospital con dudas diferentes a las que llevaba al entrar, pero me tranquilizaba, de cierto modo, saber que el viejo Benítez podría no tener nada que ver con los mensajitos.

     Cuando el reloj marcaba las 11:50 p.m., ya estaba yo enfrente de la casona de Santiago, esperando que dieran las doce en punto para tocar a la puerta.  No pasaron ni dos minutos cuando Octavio y sus muchachos llegaron, en el mismo vehículo de la última vez.  Pronto los alcancé, me saludaron con gusto y todos entramos a la casa.  Le conté a Octavio los detalles de los recaditos y lo que acababa de decirme el médico.

-Mire Don Gabino, me parece buena idea lo de la demanda, pero siendo el lic. quien es, lo van a proteger aunque ni siquiera haya tenido que ver con los recaditos.  Es complicado, porque hoy está peor que nunca la delegación.  Por eso pedí mi cambio al área de jaulas.  Yo le recomiendo que investiguemos antes de hacer cualquier cosa.  Pero eso sí le digo, estamos para servirle.  


     Uno de los muchachos, aquel cuya hermana había sido compañera de Leticia durante su encierro en casa de Benítez, se levantó molesto y golpeó la pared.  Octavio se paró y palmeándole la espalda lo calmó un poco y lo hizo regresar a su asiento.  El pobre seguía sin saber de su hermana.  La noticia de que el viejo Benítez estaba desaparecido hacía más de un año no era buena noticia para él.  Yo me despedí con la promesa de que les avisaría cualquier cosa, por pequeña que fuera, que nos ayudara a resolver el caso.  Octavio me prometió lo mismo y me reiteró el apoyo de la banda.  


     Todos los muchachos de Octavio lo seguían sin dudar.  Lo apoyaban en todo, por una sencilla razón.  Octavio era como un padre para ellos.  El oficial, había tenido un hermano menor, pero este había muerto en un accidente en su propia casa.  Se había ahogado en un pozo, que Octavio olvidó cerrar.  Eran pequeños aún, con responsabilidades que no tenían por qué haber soportado.  El pobre Octavio, atormentado por su conciencia, al hacerse oficial de policía calmaba su psiquis protegiendo a muchachos callejeros, delincuentes, huérfanos e indigentes.  Los trataba como sus hermanos menores y los ayudaba a reformarse con cariño y dándoles alimento, pero sobre todo, opciones.  No sé si Octavio era perfecto, pero a mí su historia me hacía sentir vergüenza por las veces que me había quejado de la mía.  Ese muchacho, del que hablé antes, se llamaba Darío.  Huérfano de padre y madre, delinquía por las calles circundantes a la estación del ferrocarril.  Su hermana, siempre andaba detrás de él, persiguiéndolo para que se portara bien.  Fue en una de esas persecuciones cuando el méndigo viejo Benítez la vió, la codició y la tuvo.  Darío persiguió el auto de los plagiarios, pero no pudo alcanzarlo.  Octavio lo conoció así.  Juntos habían descubierto a los malditos, pero era complicado hacer algo efectivo en su contra.  Eran demasiados hombres entrenados y armados.  La banda de Octavio, aunque siempre dispuesta, era muy escueta en comparación.


     Eran años ya los que la hermana de Darío llevaba en ese claustro maldito.  Yo entendía muy bien cómo se sentía y me llenaba de agradecimientos y paz saber que yo sí había podido rescatar a Leticia y Margarita.


     Uno de los muchachos me llevó a mi casa en el camión.  Al llegar ahí, me sorprendió descubrir la puerta de la entrada un poco abierta.  Se me erizó la piel al ver manchas rojas en el suelo del pasillo del patio.  Regresé a la puerta para avisarle al chico que me había llevado, para que fuera por refuerzos, pero ya se había arrancado dejando atrás un rastro de humo negro.  Volví a entrar al patio.  Tomé un tubo que había por ahí y con pisadas y movimientos mudos entré a la casa.  No quise prender las luces, porque no quería denunciar mi presencia, no sabía si había alguien ahí o no.  Tal vez habíamos dejado mal cerrada la puerta cuando salimos, cuando llevé a Lucrecia y Ariadna al piso de Lucha.  De repente, en la cocina, se escuchó algo caer, como un plato, que inmediatamente se rompió y se dividió en pedacitos.  Mi corazón se agitó más y apreté con fuerza los dientes y el tubo que tenía en mis manos y me decidí a entrar en la cocina.  Di unos pasos, me asomé poco a poco y vi, a contraluz de la ventana, una silueta masculina.  Se movía por todos lados, como buscando algo, sin preocuparse mucho por el ruido que hacía.  Deslicé suavemente la mano por la pared hasta llegar al interruptor de la luz.  Lo moví y este hizo contacto, pero la luz no se encendió.  Buena hora para que un fusible estuviera fundido.  No pude más con la tensión nerviosa y con un movimiento relámpago, en un segundo, estaba yo estrellándole el fierro en la cabeza al sujeto.  Este se cayó, dejando suelto todo su peso, inconsciente.  Necesitaba saber si el tipo ese era la única persona ahí, así que rápidamente busqué los fusibles de repuesto y cambié el fundido en la cajita.  Subí la palanca de nuevo, con mucho cuidado de no hacer ruido, la luz de la cocina fue la única que se encendió.  Tomé mi improvisada arma de nuevo, con ambas manos, y recorrí la casa encendiendo todas las luces, una por una... sólo faltaba la habitación de Ariadna.  Cuando el foco de este último cuarto se prendió, reconocí a Lucha y Lucrecia amarradas y amordazadas en el rincón, Ariadna estaba inmóvil con el cuerpo manchado de sangre, tirada en la cama.





junio 10, 2012

Gabino (Parte 17)

Por Abraham Ramírez 



     Hay algunas cosas que quisiera decir antes de seguir con el curso natural de este relato, necesarias para entender los eventos siguientes.  Espero que su paciencia me entienda por esta ocasión.

     Cuando Margarita se fue, no tuve noticias de ella por su propia voz o mano, sólo por las palabras escritas de Leticia donde me agradecía, y de paso, como no queriendo, me informaba que su hermana estaba muy bien y forjándose una nueva historia.  Después de algunos años, yo dí como cerrado el caso.  Me hice a la idea de que mi historia con Margarita y todo ese asunto horrible de los políticos corruptos había terminado.  El problema es que el licenciado Plutarco Benítez no pensaba igual.  Durante el lapso de la despedida de Margarita y la bienvenida de Ariadna, recibí varias notas amenazantes.  En todas, el remitente me recordaba del trato que había firmado, me hacía referencia a la salud y bienestar de mis hermanitas y me advertía que pronto sería requerido.  Yo estuve a punto de reclutar de nuevo a Octavio y su banda, pero no lo hice, con la esperanza de que con el  paso del tiempo el tipo ese se olvidara; o de que tal vez fueran notas independientes de alguno de los 'changuitos' del licenciado, no dictadas por él y por lo mismo no trascendentes.  Lo dejé pasar, no sin que de vez en cuando me hiciera sentir de nuevo intranquilo.  Varias veces, caminando por la calle, sentí que me seguían el paso, aunque intenté crearme la versión de que la sensación la causaba una ligera paranoia que me quedaba como residuo indeleble de mis experiencias recientes y de la historia con Margarita.

     El asunto es, que mientras Ariadna me abrazaba en esa 'torre enamorada' para decirme que sí, al abrir los ojos me di cuenta de que allá abajo,  tres sujetos trajeados pasaban pisoteando las letras de papel que me habían servido de declaración de amor y se encaminaban a la puerta del templo.  Ariadna no había visto nada, porque al abrazarme quedó de espaldas al atrio.  Me sentí nervioso y de nuevo en ese odioso estado 'en alerta' que me había estado persiguiendo ya por bastante tiempo.  Tomé a Ariadna de la mano y bajamos a prisa de la torre.  Cuando cruzamos la puerta de salida, uno de los tipos me chocó de frente y me dijo: 'perdone usted, don Gabino'.  Los tres se rieron y se metieron persignándose al templo.  Yo abracé a Ariadna por la espalda y apresuré el paso.  Mi prometida se quedó callada un par de minutos, que a mí me parecieron eternos.  Pero al fin, su hermosa voz sonó con la incógnita obvia.
-Gabino, ¿qué pasa, quiénes eran esos tipos?
-Ariadna - le dije en tono serio- acelera el paso, te explico en la casa.  No te preocupes.

     Caminamos en silencio todo nuestro trayecto.  Me recordó la primera caminata juntos, sólo que ahora no llovía, ni era Ariadna la que explicaría algo al llegar a nuestro destino.  Ya ahí, en casa; Ariadna y yo nos sentamos y le conté todos los detalles omitidos del 'caso Margarita'.  La corrupción, los secuestros, la bandita del oficial Octavio, la muerte del mentado Julio, el pacto con Plutarco Benítez...  No descarté nada.  Mientras Lucrecia movía la cuchara para que el atolito de maíz no se pegara en el fondo de la olla de barro, todo lo expuesto por mí a mi novia, la única que había tenido, la hacía preocuparse hasta el llanto.
-Pero cómo es posible... hoy era el día más feliz de mi vida...
-Lo siento linda, debía contártelo todo antes, pero en verdad creí que era cosa del pasado.  No te preocupes, te prometo que arreglaré esto y ya verás que pronto no lo recordaremos más.

     En ese instante, Lucrecia, que se había mantenido al margen de mi relato, como una simple espectadora, interrumpió con un cucharazo en la mesa, salpicando un poquito de atole en todas direcciones.
-Gabino, si hay que irse de aquí, pues vámonos.  No tiene caso que nos arriesguemos, total, esta casa es bien fea y vieja como tú- yo solté la carcajada y levantándome de la silla abracé a mis dos queridas mujeres que también rieron.

     Lo cierto era que no quería que les pasara nada.  Por mí no me había preocupado nunca antes como por los demás, pero saber que Ariadna me amaba me hizo someterme a una nueva valoración.  No tenía opción, debía buscar a Octavio nuevamente y pedirle ayuda, aún sabiendo que su deuda moral ya me la había pagado con creces.  Así, tempranito al día siguiente, fui a la delegación de tan malos recuerdos a informarme del paradero de Octavio.  Sentí una perturbadora nostalgia al cruzar el parquecito ese, donde tantos eventos habían tomado lugar.  Todavía me parecía oler el perfume de Margarita, quizás porque siempre se mezcló con el olor de las jacarandas.  Cuando entré al edificio, me sorprendió no encontrar al mismo sujeto detrás del mostrador.  Ahora, un tipo malencarado me hizo saber que el oficial Octavio ya no era un oficial de calle, sino de cárcel.  Fui a buscarlo allá, no estaba muy lejos, pero por la prisa (porque no quería que Ariadna y Lucrecia estuvieran solas mucho tiempo) me subí al camión.  Tardé más viajando en el vehículo ese que si me hubiera ido caminando, pero por fin, tras un incómodo escrutinio me permitieron pasar a una oficina y en poco tiempo, Octavio estaba en frente de mí.

-Ya sé a qué viene Don, pero esta vez no voy a poder ayudarle.  Ya soy hombre casado y tengo un chilpayate recién nacido.  No me puedo arriesgar.
-Entiendo Octavio, pero ¿cómo sabes a lo que vengo?
-Fácil Don Gabino, ya sabe que en este mundo en el que me muevo todo se sabe- mientras hablaba, Octavio miraba de reojo a la puerta, luego se cercioró que no hubiera nadie cerca y sacó un papelito del bolsillo de la camisa y una pluma de su pantalón.  Escribió algo rápidamente.  Luego me dio la mano, me dejó el papelito arrugado y se despidió de mí.  La nota furtiva de Octavio decía con letra difícilmente legible:

 'En el mismo lugar de antes, hoy a las 12:00 a.m.'.

     Esa noche, después de dejar a Ariadna y Lucrecia con Lucha, me puse en camino a la casona del barrio de Santiago, donde apenas unos cuantos años atrás habíamos tramado un plan para salvar a Margarita y lo habíamos conseguido.  Esta ocasión, el propósito era, salvar la tranquilidad de mi familia y permitirme una oportunidad de vivir pleno y de hacer feliz  a la mujer, que sin darme cuenta cómo, amaba más que a nadie.




   

junio 04, 2012

Gabino (Parte 16)

Por Abraham Ramírez 



     El aire frío de la tarde húmeda me susurraba hiriente en la cara con expresión de tonto asombro.  Mi mente comenzó a girar y a marearse en un remolino de colores purpúreos.  Mi corazón se agitó y bombeó la sangre a mi cabeza sin criterio, hasta que me sentí entrando en un cuarto muy oscuro y frío.  Mis ojos comenzaron a arder, pero inmediatamente se aliviaron con lágrimas reticentes, que después se desparramaron con más audacia.  Abracé a Ariadna.  No sé cuánto tiempo.  Debió ser mucho, tanto como me tomó reaccionar y ponerme de nuevo claro de ideas.  Apreté menos y Ariadna se asomó desde mi pecho.  -¿Estás bien? - me dijo con sus ojitos lindos de venado.  Yo la miré, la miré de nuevo.  Ni siquiera sabía su edad, pero ahí, de cerca, me pareció una niña más que nunca.  Pensé en Margarita.  Pensé en mí.  Volví a pensar en Margarita.  ¿A caso debería dejar de pensarla para siempre?  Sí, ese, nuestro primer beso; había sido también el último.  Debía dejar de esperar su regreso.  Ariadna estaba ahí.  Me había dado a entender que me quería.  Tal vez como yo había querido a Margarita.  Tal vez.  Le acaricié la mejilla derecha  con el dorso de la mano.  Luego le peiné el cabello y lo puse detrás de su orejita desnuda.
-¿Cuántos años tienes? -pregunté por fin.
-Veinticuatro, pero ya casi cumplo veinticinco  -me quedé muy sorprendido.
-¿En serio? Yo tengo treinta y cinco cumplidos.  ¿No crees que soy muy viejo para ti?
-Gabino, no me importa ni tu edad ni la mía.  Lo que me importa es lo que me haces sentir.  Contigo no hay nada que me preocupe ya.  Me siento querida.  Me siento parte de algo, protegida... mimada... amada.  No quiero que eso se termine nunca.  Quiero estar contigo todo el tiempo.  Quiero que me sigas amando, porque, aunque no me lo has dicho con palabras, todo lo que has hecho por mí me dice a gritos que me amas.

     Cuando razoné esa última frase, me sentí descubierto.  Era verdad, yo había amado a Ariadna, primero como un prójimo necesitado, después como una compañera de angustias y orfandad... pero tenía ya mucho que el amor que sentía por ella había trascendido y se había revelado, sin que yo pudiera o quisiera intentar que no lo hiciera.  Puse con cuidado su mano entre las mías y la acaricié con la mayor ternura.  Luego me acerqué más.  Despacito.  La besé.  Ese beso fue tan distinto al de Margarita.  Los labios de Ariadna me supieron a esperanza.  A una esperanza dulce que sanaba y prometía llenarlo todo.  Nuestros labios se buscaron con caricias y se encontraron una y otra vez.  De repente la campana sonó y el estruendo, gigante para nosotros, nos hizo brincar de susto.  Después nos reímos como niños tontos y nos dimos un beso más antes de bajar de esa torre enamorada.

     Caminamos por el centro y más al oriente hasta nuestra casa.  Andar por el mundo tomando la mano de Ariadna era un sueño.  Me sentí en una completa y renovada paz y sin esmerarme para nada, sabía que Ariadna y toda la ciudad, lo notaban.  Lucrecia nos dio muchos abrazos cuando le contamos de lo nuestro.  'Lo nuestro'.  Ahora esas dos palabritas encerraban algo más que penas y despojos.  De pronto significaban felicidad, sonrisas, complicidad, amor...  Día a día nuestro mundo, bien achatado por los polos, se fue inflando por completo.   ¡Qué majestuosas las tardes se volvieron! ¡Qué sublimes las visitas a la biblioteca y las mañanitas haciendo merengues!  Todo comenzó a matizarse con los colores de la felicidad en nuestro mundito, ahora, lleno de maravillas.

     Ariadna no sólo compartió y gustó de todas mis aficiones, también me compartió las suyas.

-Gabino, hoy vas a bailar conmigo.
-¡Señorita, yo no bailo!
-Bueno, pero no tenga usted miedo señor, yo le enseñaré.

     Puso un disco de tango en el tocadiscos.  Las notas del bandoneón se mezclaron de repente con las del piano y Ariadna me tomó la mano y la puso en su cintura.   Mi otra mano, celosa, tomó la manita desocupada y maravillosa de mi compañera y comenzamos a movernos al compás del 'tan, tan, tan , tan... tan tán'.  Aquella fue una experiencia tan deliciosa para mí que me desvivía por repetirla casi a diario.  Ariadna estaba rompiéndolo todo y juntos lo reconstruíamos a un modo más 'en común'.

     Una tarde fresca de marzo, cuando Ariadna ya tenía veinticinco, la llevé al centro a caminar.  Cuando nos acercábamos al parque central le pedí que cerrara los ojos y me dejara guiarla.  'No me tires Gabino', me dijo entre risas.  Le prometí que no lo haría y le pedí que confiara en mí.  La llevé a nuestra torre.  Con una sonrisa muy amplia le dije que abriera los ojos.  Mi hermosa y amada Ariadna me abrazó y me dijo que me amaba.  Yo le pedí que volteara y se asomara al atrio.  Cuando Ariadna vió lo que había ahí, se me colgó del cuello y me gritó que sí.   Con los papeles de china que poníamos en el fondo de las charolas de los merengues, noche a noche, en mi cuartucho, fui haciendo flores de colores.  Con esas florecitas hice después letras enormes, que acomodadas con ternura en el atrio escribían 'Te amo, ¿quieres ser mi esposa?'


mayo 28, 2012

Gabino (Parte 15)

Por Abraham Ramírez

 

     Sorbito a sorbito nos terminamos el café.  Yo me llené la taza de nuevo, pero ella no quiso más.  Me contó, a grandes rasgos y con no muchos detalles su situación.  Como tenía la carita de cansada, porque la angustia cansa; le ofrecí llevarla a la que sería su habitación.  Antes de cerrar la puerta, le dije que no se preocupara más, que en nuestra casa estábamos acostumbrados a sobreponernos de las pérdidas y no habría prisa ni tiempo definido para que estuviera allí, que era bienvenida sin agendas ni horarios.  Me tomó las manos y las apretó; me dijo 'gracias' y cerró la puerta.  Yo estaba tan cansado que me quedé dormido en cuanto me acosté en mi catre.  Dormí tan rico después de esa caminata con lluvia que me desperté más tarde de lo común, motivado totalmente por el ruido de Lucrecia y Ariadna haciendo los merengues.  Estaban riéndose y trabajaban encantadas de la vida.  Me dio gusto ver a Lucrecia contenta, porque como siempre estaba sola y yo la veía muy poco, se me había olvidado que tenía la misma sonrisa de nuestra madre; una sonrisa tan franca y bien dibujada, tan buena.

     Como entendí que ya se habían hecho buenas amigas, me limité a explicarle a Lucrecia que nuestra invitada estaría con nosotros el tiempo que fuera necesario para ella.  Lucrecia estuvo de acuerdo y con sonrisas y charla, entre los tres terminamos de hornear los merengues y nos hicimos un desayuno, calientito, abundante y tranquilo.  Ese día terminó en paz y se repitió por semanas.  La casa volvió a parecer un ser vivo.  Pasaron los meses y Ariadna parecía estar muy bien... casi siempre.  A veces, por la noche, escuchaba su llanto de niña, ahogado contra la almohada, pretendiendo no ser descubierto.  Era obvio que su dolor no se esfumaría tan rápido, pero yo tenía la esperanza de que, de algún modo, sus noches tristes se fueran para siempre.

     Una mañanita azul, después de hacer los merengues yo solo, porque no pude dormir muy bien y madrugué; me llevé a Ariadna a desayunar a un parque.  Hicimos tortas de galantina y una jarrita de café.  A Lucrecia le tocaba llevar un pedido de merengues al centro, así que aprovecharía para desayunar con Lucha y sus amigas en la tortería.  Caminamos hasta el parque de 'los Remedios', nos sentamos en una banca y desenvolvimos nuestro almuerzo.  El efecto relajante del lugar me hizo tener valor de hablarle de su llanto.
-Ariadna, me preocupa escucharte llorar en las noches.  Yo sé que estás deprimida, pero al verte sobreponerte tan valientemente en este tiempo que has pasado con nosotros, me he hecho a la idea de que eres una mujer muy fuerte, así que me inquieta imaginar que hay algo más que no nos has contado.  No me malinterpretes, no tienes que decirnos todo, pero como ya te considero parte de la familia me gustaría hacer lo que más se pueda por ti.
-Gabino, tú eres una persona increíble.  Eres bueno.  No sabes cómo te agradezco todo lo que haces por mí.  Tienes razón, hay algo más.  Yo estaba a punto de casarme.  Gabriel, mi novio, me dejó plantada en el altar por irse con una mujer casada.  Esa mujer es mi prima.  Cada vez que lo pienso me duele el corazón, siento que me parto.  Y no es todo.  Mi prima y Gabriel viven aquí, en casa de mi abuela.  Lo sé porque hace unas semanas fui a rondar la casa, tratando de atreverme a tocar la puerta y a unos metros los vi y ellos ni se fijaron.  No sé, me siento tan despojada de todo.  Mi familia, mi vida... Me duele mucho.  Me da rabia, me da... -lloró de nuevo y sus lágrimas se volvieron a derramar como cascadas interminables.  Yo no dije nada, sólo la abracé.

     Esa noche fue triste de nuevo para Ariadna.  También la siguiente.  Pero en el día parecía muy plena, supongo que era tan fuerte que podía aparentar estar bien con el único motivo de no preocuparnos, de no ser un carga.  Para distraerla un poco comencé a llevármela a los parques por las tardes.  Le enseñé mi mundo, le conté mis historias y la hice contarme las suyas.  Resultó ser una graciosa inventora de teorías.  La llevé también a la biblioteca.  Leímos juntos a Julio Verne y Edgar Allan Poe.  Supongo que de algo debió ayudar, porque se fueron, de a poquito, las noches de llanto.

     Una tarde nubladita que caminábamos por el centro, Ariadna me dijo: 'Gabino, cierra los ojos y déjame llevarte'.  Yo obedecí sin dudar y me dejé guiar de la mano como un niño.  Me repetía una y otra vez que no viera y yo le prometía que veía lo mismo que un murciélago encerrado en una cueva.  Aunque no hice trampa, noté que entrábamos a un iglesia, por la acústica tan reverberada y porque tuve que levantar mucho los pies al entrar para no caerme.  Comenzamos a subir escalones, demasiados.  Yo me estaba desesperando, quería abrir los ojos ya y de una buena vez descubrir a dónde estábamos y qué haríamos.  Nos detuvimos por fin y mi linda guía me dijo:  'ya puedes abrir los ojos'.  Estábamos en una torre de la catedral.  Las campanas brillaban con la luz del ocaso y el cielo se despojaba de algunas nubes para dejarnos ver el sol anaranjado esconderse detrás de las montañas lejanas y cederle su paso a la noche lluviosa.
-Gabino, te traje a este lugar porque desde aquí podemos ver más gente y hacer historias, pero también, porque quiero decirte que nunca había conocido a alguien como tú.  Las cosas que haces, lo que eres, lo que contagias.  Desde que te vi en el autobús me di cuenta de que eres diferente. Eres una persona encantadora, y yo, no sé, no quiero que pienses mal de mí, pero me gusta estar contigo, me haces tanto bien que quisiera que me vieras como algo más.  Gabino ¿quieres ser mi novio?



mayo 21, 2012

Gabino (Parte 14)

        Algunos días después de mi cumpleaños treinta y cinco recibimos la visita de mi hermanito Pedro, sólo para estar unos días con nosotros antes de irse a Francia.  Lo habían nombrado catedrático de una universidad allá.  Era muy listo el condenado.  Me encantaba la idea de que uno de nosotros estuviera alcanzando ese nivel, me sentí orgulloso.  Cuando lo despedí en el aeropuerto de la capital, se me salieron las lágrimas por la pura satisfacción, no por tristeza, porque nada de ver triunfar a Pedrito me parecía triste, ni siquiera su ausencia indefinida.  Una y otra vez me imaginaba cómo habría sido nuestra vida si mis padres hubieran vivido más tiempo, pero para esas cosas no hay respuestas, se puede perder la vida buscándolas, pero no se encuentran nunca.
   
     En el viaje de regreso a casa, me toco ir sentado en el autobús al lado de una señorita.  Parecía tener problemas.  No es que hubiera volteado a verla, eso habría sido muy complicado y descortés, pero se sentían sus suspiros descontrolados, y esas abruptas exhalaciones que se escapan a veces cuando se aguanta uno el llanto.  Llevábamos más de dos horas y media de viaje cuando por fin me atreví a preguntarle si necesitaba algo.  Se limpió una lagrimita tímida del ojo derecho y con una sonrisa tierna me movió la cabeza para decir que no.  Pero era obvio que algo la atormentaba.  No volví a preguntarle nada ni a dirigirle la palabra.  Ella volvió a recargar su cabecita en la ventanilla.  El viaje terminó.  Llegamos cerca de las 9:50 de la noche a la terminal de autobuses y después de regresar por una bolsita de pan, (para cenar -según Pedro- como se cena en la capital) que había olvidado en el asiento del autobús, me dispuse a irme a casa.  Caminar por la noche, después de aquella vez que recorrí la ciudad de extremo a extremo y golpeado hasta la cutícula del meñique, ya no me parecía algo tan peligroso.  Sería una caminata de unos 45 ó 50 minutos,  a paso ligerito y sin parar en ningún lado hasta llegar a casa, donde mi hermanita Lucrecia estaría esperándome, seguramente, con chocolate caliente o cafecito de olla perfumado con canela y vanilla.

     Se dejó venir una llovizna refrescante y pacífica.  Caminar con lluviecita, por la noche, es algo que siempre he disfrutado mucho.  El croar de las ranitas que parecen celebrar la humedad renovadora.  El pin-pin-pon de las gotas que caen a un ritmo tan estéticamente compuesto.  Pisar los charquitos que se hacen en las banquetas de piedra del centro.  Todo.  Estaba fascinado por el camino que se me regaló para llegar a casa.  Llevaría ya unos 35 minutos de paso 'allegro' cuando escuché otros pasitos, en 'prestissimo', que se acercaban por detrás mío salpicando agua.  Volteé, porque la vida en esos últimos años me había hecho desconfiar de todo y estar alerta, y encontré su vista.  La señorita del autobús me había seguido.  Ahora sus lágrimas ya no se notaban, porque tenía toda la cara  y el cabello mojados.  Sus ojos suplicantes me vieron un ratito en silencio, pero no pudieron más, y ahora, audiblemente, pidieron ayuda.  Sus lágrimas comenzaron a brotar con abundancia y sin control.  Sus gemidos se incrementaron y se desparramaron entre el sonido de la lluvia que arreciaba.  Le ofrecí ayuda de nuevo, ella  recargó su frente en mi pecho y con dificultad me dijo: 'ayúdame'.  La tomé del brazo y la llevé debajo de un techito que se erguía protector de una pequeña banquita seca de cemento que descansaba su peso en un muro color azul.
-¿En qué puedo ayudarla señorita? -le dije, tratando de sonar digno de confianza y muy sereno.  Ella se limpió de nuevo, los ojos y la nariz, y me miró un tanto desubicada.
-Necesito un lugar a donde vivir.  Sólo por unos días.

     No pude decirle que no, antes de que se hiciera más tarde me puse de nuevo en camino hacia la casa, esta vez acompañado.  Cuando llegamos,  Lucrecia ya se había dormido, pero, efectivamente, había una ollita de café en la estufa.  Lo puse a calentar de nuevo.  Le ofrecí a ella, a mi compañera de viaje, una felpa para secarse y una cobijita para quitarse el frío.  Nos sentamos a la mesa con un jarrito de café, evaporándose, en las manos y me platicó su historia.

-Me llamo Ariadna Domínguez.  Hace unos días me quedé huérfana.  Mis padres murieron en la capital en un accidente.  Estábamos allá por el trabajo de mi padre, pero somos de aquí...  Acá tenemos nuestra familia, pero nos desprecian... aún así pensé que podría estar con ellos, que con mi nueva situación no me cerrarían la puerta, pero hablé desde la estación a casa de mi abuela y ella misma me dijo que ni se me ocurriera pararme por ahí.  Que no me querían ver.  Que debí haberme quedado con mis padres.  Mi abuela nunca quiso a mi padre... lo odiaba por... bueno, por cosas... y desde que mi mamá se casó con él sin su consentimiento, nunca más la quiso ver...

     Mientras Ariadna hablaba, con su vocecita de ratón y bajo esa luz amarilla de la bombilla vibrante, me di cuenta de que era hermosa.  Sus ojos eran de color miel.  Sus labios rojos, de un rojo tan vivo que contrastaba perfectamente con su piel blanca y fría, al menos en ese momento, por la lluvia.